Saturday, August 14, 2010

UN SECRETO FAMILIAR BIEN GUARDADO

Elisa, la segunda hija de la abuela de mi padre, se casó con Manuel Cevallos, un hombre regordete, de baja estatura, que le ganó el mote de “chomboto” (equivalente a patucho, petiso, omoto), de convicciones y temperamento machista, grosero y hasta violento. Era dueño de una pequeña finca y de un huerto de naranjas muy cerca del cementerio del pueblo, sus únicas actividades conocidas eran el cuidado de su huerto y oficiar como “maestro de capilla” de la iglesia. Tocaba la pianola en la iglesia del pueblo, y a pesar de que su voz no era un encanto, cantaba sin inhibiciones en las misas especiales, causando hilaridad entre los feligreses al escuchar sus “gallos” al cantar. Cuando a los ocho años pasé por el sacramento de la “confirmación”, nunca supe, porqué mis padres lo eligieron como mi padrino. A nosotros se nos enseñó a llamarlo “tío Manuel. Nunca sentí nada especial por este hombre que sin saberlo yo, era mi abuelo paterno.

Amable, la menor de las hijas de los abuelos de mi padre, nunca se casó, pero tuvo tres hijos cuyo padre fue, según lo he podido averiguar recientemente, era su cuñado Manuel, el marido de su hermana Elisa. Los hijos de esa ilegítima relación fueron, José Temístocles (mi padre), y sus hermanos Antonio, y Angelita. Manuel Cevallos nunca reconoció estos hijos como suyos y no les dio su apellido y, por tanto, los hijos de Amable solo llevaron el apellido de su madre, Romero. En mi casa nunca se habló de este tema, pues era, como lo comprendí mucho después de muerto el “tío Manuel”, un tema del cual no se debía hablar, de modo que sólo me enteré de este importante asunto familiar después de la muerte de mi padre, en 1992, cuando yo ya había cumplido cincuenta años, esto es, 92 años después de los hechos originales. Esto fue, ciertamente un secreto bien guardado. Así era como se trataban estos asuntos en las familias de entonces. Los pecados de familia era mejor guardarlos en el closet, la ley era no "hablar del tema", punto.

En sus primeros años, el hogar de mis padres se mantuvo balanceándose entre la pobreza y la desesperación, casi en la miseria, pero gracias a mi madre, nunca fuimos a dormir con estómagos vacíos. Ella nunca estaba desocupada. Cuando no estaba cocinando, estaba lavand o planchando, o tejiendo, bordando, cociendo o remendando la ropa de sus hijos, moliendo café, limpiando la casa, cuidando su jardín y sus plantas, o bañando a sus hijos.

Hasta la edad de siete años, recuerdo que ella me bañaba en una tina de madera, luego de lo cual, envuelto en una toalla, me llevaba hasta la cama, donde me ponía de pié y pacientemente me ponía la ropa limpia y planchada que ella mismo había preparado, y sólo me dejaba ir después de darme un beso en la frente. El café era para mi madre su compañero infaltable, se tomaba al menos diez tazas de café al día, era casi una adicción. Era el café que venía de las plantas que ella mismo sembraba en el patio trasero de la casa, que ella cuidaba con afán y ella mismo lo cosechaba (o nosotros, sus hijos, le ayudábamos a hacerlo), lo lavaba, lo secaba, lo molía, lo pasaba por el colador y allí tenía una esencia con el aroma que a ella le gustaba, un aroma fuerte y un sabor amargo que a mí nunca me llegó a gustar. El café era la única debilidad de mi madre y probablemente contribuyó en mucho a agravar su alta presión arterial que finalmente la llevó a una muerte temprana a la edad de sesenta y dos años, en 1969.

La costura era una de sus aficiones y una de sus principales obligaciones. Su máquina de coser Singer era su permanente compañera. Hasta que cumplí seis años, cuando fui a la escuela, no recuerdo haberme puesto una prenda de vestir que no haya sido hecha por ella. El concepto de reciclaje que hoy se trata de enseñar a la gente por todos los medios, lo manejaba ella a la perfección hace más de setenta años en el vestuario de su familia. Las prendas viejas de mi padre las recortaba (donde no estaban remendadas) y las convertía en prendas “nuevas” para nosotros, sus hijos, que las usábamos orgullosos. Lo mismo hacía con sus propias ropas, que casi siempre terminaban en lindos vestidos para sus hijas, y por supuesto, en nuestra familia las prendas de los hermanos mayores siempre terminaban por ser usadas por los menores, incluidos los zapatos, después de que habían pasado innumerables veces por las medias suelas y otras reparaciones hechas por el zapatero del pueblo. Como mi madre usaba harina importada para su panadería, la tela estampada de los sacos de esa harina era “reciclada” unas veces como fundas de almohada, otras como ropa interior para nosotros, y otras como camisas para los hijos varones o vestidos para mis hermanas. Mi madre manejaba la economía de la casa bajo el principio industrial japonés de "cero desperdicio", con una sabiduría sin paralelo!
Ella asistió a la escuela del recién fundado pueblo, cuyo director, profesor, presidente, secretario, portero, y todólogo, era don Federico Cepeda, un penipeño que se convirtió en ícono del pueblo, porque llenaba todos los espacios vacíos que había en la escuela de este naciente pueblito. Mi madre terminó los seis años de educación primaria en 1922, y a sus quince años, se convirtió en la primera mujer en obtener el certificado de haber completado la educación primaria en Pallatanga, nivel escolar al que por entonces sólo llegaba en el Ecuador un cinco por ciento de la población femenina. Saber leer y escribir era entonces casi como pertenecer a una elite ilustrada. El analfabetismo debe haber estado en 1922 en un porcentaje superior al 80% de la población.



MACHU PICHU 2002-"SUBIR TAN ALTO COMO TE DEN LAS FUERZAS, Y... SEGUIR SUBIENDO"

Fue por esa época que llegó a Pallatanga, casi como enviado del cielo, el primer sacerdote, un religioso que despertó en la gente de este pueblo su latente fe en Jesucristo, alentó su natural propensión por la caridad y la solidaridad, pero, más importante aún, despertó el espíritu de superación en una población donde la educación sólo era un privilegio destinado a unos pocos. El padre Arrieta de ascendencia vasca, logra a través de sus homilías, convertirse en el mentor espiritual de mi madre, de él, ella aprende a amar a los más pobres, a ver a su prójimo con amor y compasión, a dar más que a recibir, a dar sin esperar nada en retorno, y, aprende también los fundamentos básicos del amor a Cristo y a su madre María. Aprende también que el mundo es muy grande y que Pallatanga sólo es un pedacito diminuto de ese mundo inmenso que está más allá de las montañas y los ríos, aprende que hay universidades donde los hombres y mujeres se superan a través del conocimiento, de la investigación, del sacrificio y la abnegación, aprende que allá, fuera de su pueblo hay mucha gente que vive mejor, pero también aprende que allá, tal como en su pueblo, hay pobreza, hay enfermedades, hay bondad y hay maldad, que hay un mundo diferente pero que ofrece más oportunidades a través de la educación y del esfuerzo. Allí empieza a formarse el espíritu de mi madre, allí nace su amor solidario por los pobres, allí nace su fe en la educación como el único camino del éxito,allí nace su inquebrantable decisión de dar a su hijos la invariable orden de ”ir lejos en el estudio para alcanzar sus metas”, de “ver los obstáculos sólo como incidencias que hay que superar”, que "hay que subir tan alto como te den las fuerzas y seguir subiendo", que “no es mejor el que nunca se ha caído, sino el que aprende a levantarse con la cabeza en alto para seguir adelante”. Aprende lo que luego enseñará a su hijos, que la solidaridad es una cualidad fundamental para todo ser humano. Esos eran, en esencia, los principios básicos que guiaban la vida de mi madre y esos fueron los cimientos de nuestra formación personal.
Ella supo siempre que una mayor educación sólo podía tener fuera de Pallatanga, pero ella no pudo salir de su pueblo sino muy cerca del final de sus días, sus límites eran pequeños, sus abuelos nunca consideraron siquiera como una posibilidad el que ella se fuera a la gran ciudad para recibir más educación, y no era por falta de recursos, era simplemente porque en sus formas de pensar no cabía la idea de que una mujer joven tuviera que irse del hogar para educarse. Eran sencillamente gente amoldada a una cultura del siglo diecinueve, viviendo en los albores del siglo veinte. Mi madre amó a Pallatanga y a los pallatangueños, calmó su sed y su hambre, les dio posada y abrigo, les calmó sus dolores y muchas veces salvó las vidas de sus hijos con la innata sabiduría de un chaman, alimentó sus cuerpos y sus almas como lo hace una madre con sus hijos, y a nosotros, sus hijos, nos enseñó eso mismo.

MATTEO, MI SEGUNDO NIETO, SEGUIRA LA TRADICION QUE INICIO SU BISABUELA


Nosotros, hemos seguido sus lecciones, tal vez no al pié de la letra, pero la semilla está en nuestro corazón y nuestras mentes, ha germinado en tierra fértil y ha crecido a través de sus hijos, se fortalecerá a través de sus nietos, seguirá creciendo a través de sus bisnietos y se hará cada vez más fuerte en las generaciones futuras. Llevar su sangre en nuestras venas es nuestro mayor motivo de orgullo!

En mi próxima entrega: LOS MISERABLES

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