Wednesday, November 14, 2012

UNA LECCION INOLVIDABLE

UNA LECCION INOLVIDABLE
Después de haber enterrado los restos mortales de mi madre, y desde entonces hasta ahora, ella está permanentemente presente en mi memoria. Pienso a cada momento en su vida, en su incansable dedicación al cuidado de su familia y su inquebrantable actitud de solidaridad con los pobres; su pasión por la educación de sus hijos y de los hijos de los pobres de su pueblo; su profunda fe en Dios y Su permanente presencia en nuestras vidas; su admirable fuerza para resistir la dureza (siempre combatiéndola) de su vida en la pobreza, pero, mas que nada la recuerdo por sus lecciones prácticas de profunda integridad e inquebrantable honestidad. Quiero compartir con ustedes una de esas lecciones porque considero que es emblemática de su carácter y su integridad personal.
Cuando yo aun no había cumplido ocho años, un típico día de invierno, sin sol y con bastante neblina, en el mes de enero de 1950, después de haber salido de la escuela, alrededor del medio día, mi madre me pidió que fuera a recoger la leche que nos vendía un granjero de apellido Robalino, que vivía en una colina a una distancia de alrededor de dos kilómetros y a unos cuatrocientos metros de elevación al noroeste de nuestra pequeña casa que estaba situada a la entrada norte de nuestro pueblo. Tomé el balde de latón en el que debía traer la leche y emprendí por el estrecho camino a la casa del señor Robalino. Mientras en mi camino atravesaba el tenebroso, temible y oscuro “Siete Capas” (lugar sobre el cual he hablado extensamente en un capítulo anterior de mi historia), casi enterrado en el suelo rojizo y enlodado por la lluvia, llamó mi atención, al tropezarme con un pequeño bulto envuelto en un sucio pañuelo que probablemente fue blanco mucho tiempo atrás. Me incliné a recogerlo , el bultito era algo pesado, la curiosidad me hizo desatar el nudo y; oh sorpresa!, el pequeño bulto contenía algunas monedas, las que al contarlas sumaban diez sucres y noventa y cinco centavos, todo en monedas de veinte, diez y cinco centavos (pesetas, reales y medios, que eran las monedas metálicas de aquella época). Me dije a mismo entonces “que suerte tengo, esto es una pequeña fortuna (debe haber sido, al cambio de entonces, algo así como unos cinco dólares), y era mía!; yo nunca en mi vida había tenido tanto dinero!.
Cuando regresé a casa con el balde de leche, lleno de júbilo, estaba feliz casi como un pájaro temprano en la mañana, le dije a mi mamá; “mamita, mire lo que me he encontrado en el camino, esto es plata, mucha plata, y es mía, sólo mía”. Yo estaba seguro que ella compartiría mi felicidad.
Ella se puso muy feliz, ciertamente, pero por una razón muy diferente a la mía. Ella tomó en sus manos el pequeño bulto que contenía el dinero y me dijo: “mijito; lo que tu has encontrado hoy, seguramente alguien muy pobre lo debe haber perdido hace muy poco tiempo, y debe estar muy triste y buscándolo. Lo que nosotros debemos hacer, es averiguar quién lo ha perdido, y devolver ese dinero a su legítimo dueño”. De pronto me encontré en una total confusión, y solo pude preguntarle a mi mamá; “¿cómo vamos a encontrar esa persona?”; su respuesta fue inmediata “no te preocupes mijito, yo hallaré una forma de encontrarla”. Yo estaba en un estado de shock, no entendía para nada lo que mi mamá iba a hacer, y confieso que hasta me dolió un poco su actitud, pero dejé que mi madre manejara la situación, después de todo, yo no tenía otra opción!.
La mañana del domingo siguiente, mi mamá fue a la iglesia, habló con el cura y le pidió que desde el púlpito averiguara quien era el dueño del pequeño pañuelo con el dinero. Inmediatamente después de la misa una viejecita de más de setenta años apareció ante el cura, y le dijo, con lágrimas de felicidad en sus ojos, que ella era la dueña del dinero y del pañuelo. Era el dinero que le iba a servir para hacer las compras en el mercado dominical. Ella había perdido el dinero al resbalar en el lodo del “Siete Capas” cuando regresaba a su casa después de la misa del domingo anterior. Ahora era la viejecita la que estaba tan feliz como un pajarito saludando al naciente sol en la mañana. Cuando nos sentamos a cenar esa misma noche, mi mamá, después de su acostumbrada oración, dijo “demos gracias a Dios porque la pobre anciana que perdió su dinero en el camino la semana pasada, pudo recuperarlo hoy, y demos gracias también a nuestro hijo Rafico, por haberlo encontrado y devuelto a su dueña”. Esa noche me sentí inmensamente feliz por todo este asunto, pero por sobre todo, por haber recibido una inolvidable lección de integridad y compasión que recibí de mi madre, lección que nunca olvidaré!
El día del sepelio de mi madre, sus hijos varones llevamos sobre nuestros hombros hasta el sitio de su sepultura, una bóveda en el Cementerio General de Guayaquil. Mi padre lloraba como un tierno niño que ha perdido a su madre y era consolado por mis hermanas que caminaban inmediatamente detrás de nosotros. En el camino, podíamos ver una larga fila de gente que conocíamos, vistiendo ropas de duelo, pero también iba detrás nuestro mucha gente que no vestía de duelo, simplemente porque no la tenía, y vestían sólo la ropa que podían vestir. Esta era hombre, mujeres y niños de nuestro pueblo, gente que había venido desde Pallatanga, el pueblo que mi madre tanto amaba y cuya gente amaba a mi madre como si fuese la suya. Mi pena por su muerte iba aliviándose a medida que nos acercábamos a su tumba. Me sentía orgulloso de ser el hijo de esa mujer que tanta gente amaba y constatar que no estaba solo, que había centenas de personas que le lloraban junto a mí, pero que también rezarían por su alma, igual que yo y sus demás hijos. Estuve entonces, como estoy ahora y estaré siempre, orgulloso de llevar su sangre en mis venas y de ser su hijo…
Una semana después de haber enterrado los restos mortales de mi madre yo estaba volando a Bogotá, la capital de Colombia, donde tomé el primer curso de entrenamiento en Auditoría, una introducción al más largo, completo y complejo curso que se daría en Ciudad de México y que comenzaría una semana después.
Antes de volar a Bogotá, mi hermana Lilita, la segunda mayor de mis tres hermanas, y la mas parecida a ella, tanto física como espiritualmente, me pidió que al regresar, tres meses después, me fuera a vivir con ella y su familia, me dijo que su esposo, Lolo, estaban de acuerdo en esto y que sus cinco hijos acogieron con entusiasmo la idea. En efecto, dada la poca diferencia de edad con sus hijos, yo me convertiría en SU HIJO MAYOR, y por tanto el hermano mayor de sus cinco hijos. No había ninguna duda, desde el cielo, mi madre seguía cuidándome y dándome su protección a través de mi generosa y cariñosa hermana.
El curso de Bogotá fue casi una oportunidad para descansar un poco del intenso curso de Cali, pero el de Ciudad de México fue también muy intenso, sin embargo, el entrenamiento físico y mental que tuvimos en Cali nos había preparado para cualquier gran esfuerzo. En ese curso, absorbimos como esponjas todo el conocimiento que nos brindaron nuestros maestros. Los maestros en este curso fueron mayormente socios y gerentes de la oficina de A AA& CO. En México, era gente con una basta experiencia profesional y docente, que era una garantía del éxito de su misión. Debido a que durante los primeros meses del año (1969), yo había tenido ya alguna experiencia en auditoría con Jerry Windham en Guayaquil, este curso me resultó bastante más fácil que el de Contabilidad en Cali.

Durante el entrenamiento en ciudad de México, aunque sea difícil creerlo, aprendí tanto de mis instructores como de mis compañeros. Mi experiencia de compartir con jóvenes de mi edad que venían de muchos países latinoamericanos me enseñó que, excepto por pequeñas diferencias sin importancia, todos somos casi los mismos a través de este hermoso continente, después de todo, todos venimos de las mismas raíces y compartimos una misma historia, un mismo ancestro, una misma cultura, una misma idiosincrasia, un mismo idioma; nuestro amor por la música; por la literatura. Admiramos a Cervantes, a Pablo Neruda, a García Márquez, a Vargas Llosa, a Los Panchos, a Los Chalchaleros, y a una larga lista de escritores músicos y poetas que han dado brillo a las letras y la música del mundo. Amamos el tango tanto como las rancheras y la cumbia. Somos como hermanos!. Muchos de los amigos que hice en México en 1969, son aún mis buenos amigos después de más de cuarenta años y cuando nos encontramos, volvemos a ser jóvenes, volvemos a los años mozos y recordamos con nostalgia nuestro entrenamiento en ciudad de México. Esa es la magia de la amistad; ese es el mas grande legado que recibí de ese difícil pero valioso curso con mi querida firma, ARTHUR ANDERSEN.
A fines de septiembre regresé a Guayaquil después de varios meses de ausencia. Me sentía como si me hubiera graduado de la Universidad; como un joven y entrenado caballo de pura raza que estaba listo para salir a competir en el hipódromo; pero al mismo tiempo regresé transformado en una nueva persona, menos inmaduro y más con los pies sobre la tierra; mas consciente de mis limitaciones pero también mas consciente de mis conocimientos y de mis habilidades, menos arrogante y más humilde (el haber sido siempre el primero en todo cuanto se me había puesto adelante, me hizo un poco arrogante antes de este evento), en suma, regresé, sin temor a equivocarme, transformado en un joven profesional, ansioso de poner en práctica los conocimientos que había adquirido y muy bien preparado para actuar en el mundo de los negocios. Mi experiencia en la práctica durante los años siguientes, poco a poco me fue dando la razón…
En mi próximo capitulo: HERMANO MAYOR A LOS VEINTISIETE AÑOS