Sunday, March 11, 2012

ENTRANDO AL MUNDO DE LOS JOVENES ADULTOS

Fui un cobrador de la Editorial González Porto por tres años seguidos, probablemente los años más productivos y valiosos de mi vida hasta ese momento, porque en ese periodo aprendí la sabiduría de la calle y aprendí a diferenciar entre lo bueno, lo malo y lo feo de la gente con quien trataba. Conocí la ciudad de Guayaquil de cabo a rabo, conocí cada esquina de cada calle, cada línea de buses y su recorrido. Cada sitio importante de la ciudad era como parte del patio de mi casa, aprendí a amar a mi ciudad tanto como a Pallatanga, al pueblito donde nací y donde viví hasta los once años. Por eso me siento orgulloso de sentirme guayaquileño como el que más, porque amo a Guayaquil, porque amo sus calles, sus parques y sus plazas, amo “El Salado” como amo al Rio Guayas, y como amo al Cerro Santa Ana y al Cerro del Carmen, por eso siento y siempre le digo a Guayaquil como en la canción, “me gusta todo lo tuyo, todo me gusta de ti”, por eso, me gusta ir a Guayaquil cada verano y pasar unos meses en mi ciudad, disfrutando de mis familiares cercanos, de mis amigos, de mi club, de mi deporte favorito, de la deliciosa comida guayaquileña, de los cangrejos, del arroz con menestra con carne y patacones, de la guatita, el encebollado de pescado, etc., etc.

Los tres años de trabajo en González Porto fueron un extraordinario periodo de transición entre mi niñez prematuramente concluida, mi adolescencia casi imperceptible, mi juventud y mi temprana entrada al mundo de los adultos cuando apenas había cumplido diecisiete años. Paralelamente estos fueron tres años en que mi formación académica formal tuvo un pequeño retraso, del cual hablaré más adelante.

Ingrese al Colegio Cesar Borja Lavayen casi simultáneamente con mi cambio de trabajo desde la panadería La Delicia a la Editorial González Porto. Me convertí en el estudiante más joven del colegio a pesar de ingresar al cuarto año de secundaria, porque de acuerdo con los reglamentos vigentes, a este colegio Nocturno solo podían ingresar estudiantes mayores de dieciocho años y yo solo tenía dieciséis. Conseguimos una dispensa especial del Ministerio de Educación para que yo pudiera ingresar, después de presentar certificados de trabajo y de afiliación al Seguro Social.
Mis compañeros adultos, algunos de hasta cuarenta años de edad, pero en promedio, mayores de veintidós, me adoptaron como su “mascota”, por mi edad y por mi estatura.
Muchos de mis compañeros eran casados y tenían una familia con hijos, algunos de ellos eran excelentes jefes de familia, eran hombres hechos y derechos que podían servir de modelos de gente decente y trabajadora, pero también había de los otros, de los que se gastaban gran parte de su sueldo en cerveza o en trago y no habían madurado lo suficiente para enrumbar sus vidas por la ruta más correcta, algunos hacían alarde de haber probado y de que les gustaba la mariguana. La mayoría eran gente muy buena, alegres, fiesteros, parranderos, mujeriegos y hacían alarde de ello. Ellos eran solteros de entre 22 y 30 años, hombres adultos con trabajos de toda clase, desde mensajeros de bancos y de otros negocios, hasta profesores de primaria y vendedores de toda clase de artículos. Tres de mis compañeros eran calificadores de banano en el puerto de Guayaquil, un trabajo muy bien remunerado y en el que tenían la oportunidad de ganar “propinas” que no eran otra cosa que “mordidas”, para calificar la fruta que pasaba a ser exportada. Estos eran los que ganaban más dinero y los que más se divertían también. Con ellos probé por primera vez, y confieso que no me gustó, la cerveza. En una noche de juerga, ellos intentaron hacerme fumar mariguana mientras ellos lo hacían. El olor del humo que ellos echaban eran tan desagradable que me rehusé a probar el “pito”, y nunca lo hice. Varios años después, en la Universidad, en Nueva York, otros compañeros intentaron lo mismo y me volví a rehusar. Simplemente no lo encontraba atractivo y no lo hice. Nunca me arrepentiré de no haberlo hecho!

Lo que si me interesó desde el principio fueron las fiestas, y, desde luego, en ellas el flirteo con las chicas. Mi clase era un microcosmos de una sociedad en proceso de maduración, con todas sus virtudes y defectos, y en ese microcosmos entré cuando aún era un niño y allí me mantuve hasta que prematuramente me hice un adulto. En el proceso fui afectado tanto positiva como negativamente. Mi rendimiento como estudiante dejó de ser bueno y empezó a ser mediocre, o menos que eso. A pesar de que seguía siendo un muy buen estudiante en ciencias exactas y especialmente en Matemáticas y Física, perdí dos años seguidos en la materia de Química Inorgánica.

Confieso que me sentía extremadamente incomodo con esa materia y por tanto no le ponía interés, pero también es cierto que el profesor no era exactamente un motivador. Era un medico mediocre que no hacía otra cosa que repetir en clase las áridas explicaciones del libro, sin una pisca de interés por la comprensión de los estudiantes, nunca, jamás ni siquiera se menciono en esta clase la palabra “laboratorio”, no me explico entonces como diablos se esperaba que los estudiantes aprendiéramos algo de química. Lección tras lección eran sus clases, y eso termino por aburrirme hasta el límite de mi interés por la materia. No fueron años del todo perdidos, porque maduré mucho, porque durante ese tiempo me hice hombre, me hice más consciente del mundo que me rodeaba, aprendí a valorar el tiempo y las consecuencias de no usarlo adecuadamente, aprendí a conocerme a mí mismo y al mundo que me rodeaba. Por eso, cuando finalmente me gradué de bachiller en el año 1963, lo hice de forma brillante. Todavía recuerdo con mucha nostalgia la felicitación de mis maestros de Matemáticas, de Literatura, de Historia, quienes abrazándome para despedirse me decían que me deseaban lo mejor, porque estaba preparado para ello. No se equivocaron.

Uno de mis compañeros de clase era Jorge Bravo Landin, un hombre de entre cuarenta y cinco y cincuenta años de edad, completamente ciego. El grababa todas las clases en una pequeña grabadora portátil, mientras tomaba notas en su tableta de Braille, escribía tan rápidamente que iba al mismo ritmo que el resto de estudiantes. Jorge tocaba muy bien la guitarra, el acordeón, la armónica, el piano y la flauta. Cantaba con una suave y acompasada voz; tenía un sentido extraordinario para la música, y le gustaba complacernos cuando algunas noches le invitábamos a salir a dar serenatas a nuestras enamoradas, a pesar de las pesadas bromas que a veces le jugábamos, abusando su condición de ciego.
Un dia, después de clases (estas terminaban a las once de la noche), salimos con Jorge a dar una serenata a la enamorada de nuestro común amigo “motita” Calderón en la calle Santa Rosa, intersección con Clemente Ballen. Esa noche Jorge llevó su guitarra con el y canto una serie de románticos boleros debajo de la ventana de la novia de nuestro amigo, pero habíamos preparado una sorpresa para Jorge: antes de que catara su última canción, nosotros (un grupo de cuatro), nos alejamos un poco del balcón de la “Julieta” de la ocasión, y nos escondimos detrás de las columnas de la casa vecina, simulando habernos ido del lugar. Terminada la canción, Jorge Bravo empezó a hablarnos sin encontrar respuesta, silencio total. Cuando Jorge empezó a caminar (tanteando con su bastón) en la dirección donde debía esperarnos el taxi que nos trajo, no encontró al taxi ni nos encontró a nosotros. Después de aproximadamente cinco minutos, Jorge se empezó a poner nervioso y comenzó a hablar en voz alta llamándonos: "Caaarlosss", nada; "Migueeeel", ninguna respuesta; "Rafaeeeel", nada. Luego, en una combinación de desesperación y furia empezó a gritar, “no me dejen solo carajo”; “no sean malos, sarta de hijueputas, no me hagan esto!”; “si no vienen enseguida les juro que nunca más, en sus putas vidas les acompañaré en su serenos” .

"Basta ya, paremos esta broma", dijimos casi al unísono y regresamos, riéndonos a donde Jorge estaba furioso y descompuesto; tan pronto regresamos en medio de las risas, Jorge también se soltó en una sonora carcajada y nos dijo aun riendo; "que hijueputas son ustedes, maricones, mamadores, nunca más me hagan esto!". Regresamos al taxi y seguimos festejando con Jorge nuestra broma y su asustada reacción. Así era de grande nuestra amistad con Jorge y así era de grande su nobleza.

Jorge Bravo era el más adulto de nuestro grupo, y sin embargo también era el más joven de todos; de él aprendimos su amor por la música (aun cuando no su talento), su solidaridad, su gran sentido del humor, su apego al trabajo y su monumental sentido de la amistad.

Jorge se graduó junto con nosotros como bachiller en 1963, y siguió sus estudios universitarios, se graduó de abogado y fue un exitoso defensor de los humildes y desamparados, sin dejar nunca de ser un caballero y sin dejar nunca de tocar el melodio en la Iglesia del Sagrario, junto a la Catedral de Guayaquil. Siguió siempre como profesor de la Escuela Municipal de Ciegos que estaba ubicada cerca del Parque Forestal en Guayaquil, hasta que le nombraron rector. Jorge se caso unos pocos años después y tuvo dos hijos con una mujer que lo amaba y lo admiraba, ellos eran una pareja feliz, muy feliz, sin que nunca supieran de otra abundancia que no sea su amor por sus hijos y su solidaridad con la gente pobre y los que como él, habían perdido el sentido de la vista. Jorge fue mi gran héroe, un modelo a seguir, un gran compañero, otro inolvidable amigo…

Después de unas cortas vacaciones, volvimos a clases en mayo de 1959. Encontré mis clases (excepto las de Literatura), extremadamente aburridas, porque a excepción de la materia de Química Inorgánica en la que había perdido el año, yo había aprobado todas las demás clases, pero el obsoleto e injusto sistema en vigencia, me obligaba a repetir el año en todas las materias. Tenía entonces ya casi diecisiete años y ganaba suficiente dinero para darme ciertos “lujos”, como invitar a mi enamorada al cine los domingos y luego llevarla a comer algo ligero y tomar un helado mientras conversábamos, haciendo tiempo para llevarla de regreso a casa y llegar a tiempo para no causarle una reprimenda de su madre. También podía algunas veces llevarla a la playa un domingo (siempre acompañada de alguna amiga) y disfrutar del sol y el agua del mar, para lo cual debíamos tomar un bus en el Parque La Victoria y regresar antes de las siete de la noche para estar en paz con su mamá. Otras veces armábamos paseos a la playa con los compañeros de clase y nuestras amigas, y en esos casos viajábamos el sábado temprano y regresábamos el domingo por la tarde, en esos casos, todos dormíamos en el Hotel Arenas (que era como llamábamos a la playa mismo), porque no teníamos dinero suficiente para pagar un hotel de verdad. Nos divertíamos a más no poder, porque armados con un radio de transistores, bailábamos en la playa hasta las once o doce de la noche que era la hora en que las chicas se retiraban a dormir en un hotelito cercano. Luego dormíamos hasta que el sol empezaba a quemarnos y la playa empezaba a llenarse de gente en el nuevo dia.

El año transcurrió sin más eventos importantes, excepto que comencé a tomar clases de judo después de las clases diarias que terminaban a las once de la noche. El profesor Ortega era un gran judoca de cinturón negro. Las clases se suspendieron poco después por falta de alumnos y solo llegue a tener cinturón anaranjado, que era como un equivalente de certificado de haber completado el jardín de infantes del judo. Luego de esto, comencé a jugar basquetbol, un deporte para el cual no estaba especialmente preparado (por mi baja estatura), pero que lo practicaba porque me habían dicho que me ayudaría a crecer. Por eso, compré una pelota de básquet, porque como dueño de la bola siempre podría jugar.

Fue a mediados de ese año escolar que mis compañeros Biacino Laprea (21), Ezequiel Flores Romeo (23) y Ballardo Arellano Raffo (23) me invitaron una noche a ir con ellos a un night club del cual eran asiduos “clientes”.

Los cuatro tenían trabajos bien remunerados en la calificación de banano para exportación, y por eso disponían de dinero más allá de sus necesidades básicas. Su trabajo era controlar la calidad del banano que llegaba en camiones a los muelles del Rio Guayas, desde las plantaciones, antes de que fuera trasladado por medio de transportadores de cadena, hacia las bodegas refrigeradas de los barcos que llevarían la fruta a los mercados internacionales. De ellos dependía que la fruta que llegara a las bodegas del barco cumpliera con los requisitos mínimos de calidad en cuanto a peso, tamaño y color, y que no estuviera golpeada o averiada. De ellos dependía por tanto, el volumen de fruta que finalmente se exportaba y el que se rechazaba, este ultimo representaba perdidas para el dueño de la fruta, puesto que solo se vendía localmente a precios irrisorios.

Esta iba a ser la primera vez que yo entraba a un club nocturno. Este se llamaba “la Villa Ivonne” y estaba ubicado en la calle Calicuchima entre Octava y Novena, en el suburbio oeste de Guayaquil. Llegamos a eso de las once y media de la noche y el lugar estaba ya ocupado por unas cuarenta personas que fumaban y bebían cerveza. Pronto nos asignaron una pequeña mesa, no muy lejos del escenario, donde a esa hora solo había un hombre que con voz lastimera y acompañado de su guitarra, cantaba un bolero que entonces estaba de moda. Había poca iluminación interior, pero unas luces también bajas, pero de colores y en movimiento, que apuntaban principalmente al escenario, ayudaban a reconocer el lugar y orientarse. En una esquina del salón, sentadas y mirando al escenario habían unas quince mujeres jóvenes y atractivas que esperaban que alguno de los clientes viniera por ellas y las llevara a su mesa.

A alrededor de la media noche comenzó el show con un trío en el que había un cantante y dos guitarristas que interpretaban boleros de “Los Panchos” y valses peruanos de “Los Embajadores Criollos”. Esto era solo el comienzo, pues más adelante había un show en el que dos chicas muy jóvenes y bonitas bailaban en trajes muy ligeros que más adelante se volvían aun más ligeros, al ritmo de alegre música caribeña como el cha cha cha, la rumba y la guaracha, tocada por un conjunto musical de cinco personas.

En mi próximo capítulo: MI PRIMERA EXPERIENCIOA SEXUAL