Monday, November 14, 2011

EL VIAJE EN TREN A GUAYAQUIL


EL TREN SALE DE RIOBAMBA.
AL FONDO EL CHIMBORAZO
CUBIERTO DE NIEVE

No, ese día no iba a poder volar, ni lejos ni alto como yo hubiera querido para huir de mi temor y de mi angustia, en su lugar, yo tenía que abordar el tren que a las siete en punto de la mañana partía para Guayaquil.

El tren salió de su estación a la hora prevista, anunciando su partida con ruidosos pitos. Empezó su rápida subida desde los 2,750 metros sobre el nivel del mar de Riobamba y halado por una poderosa locomotora de color negro, raudo subía las arrugadas montañas de Los Andes desafiando las distancias, las curvas, la altura, los vientos y el frío hasta llegar al punto más alto en la estación de Palmira a 3,700 metros sobre el nivel del mar, para luego empezar su descenso hasta el llano costeño y llegar a su destino después de diez horas de viaje.

Yo viajaba en un amplio coche rojo de primera clase, con asientos grandes y cómodos, con ventanas amplias, donde apenas se sentía el intenso frío de la Sierra, que en las mañanas baja hasta muy cerca de cero grados. El tren mixto (de carga y pasajeros, sólo se detenía por pocos minutos en las estaciones pequeñas de Cajabamba, Columbe (donde se quedaron dos compañeros del Seminario, Boanerges Mejía y Ángel Yánez), Guamote y Palmira para permitir la subida de pasajeros y carga.



SERPENTEANDO POR LA SIERRA
EL TREN EN SU RUTA A GUAYAQUIL

Desde las ventanas del tren, se podía divisar a ambos lados de la ruta, y a la distancia, esparcidas en el campo, las chozas de los indios que habitaban estas regiones de la patria, pequeñas, pobres, mas bien paupérrimas, construidas con adobe sobre un piso de tierra y con techo de paja, transpirando el humo de sus cocinas de leña donde la madre se ocupaba, entre otras tareas, de preparar los alimentos para su familia
Mientras el tren ascendía hacia lo mas alto de la ruta, mis pensamientos estaban en otro lado, no podía evitarlo, me concentraba en pensar en qué es lo que pasaría cuando yo llegue a Guayaquil y les comunique a mis padres la noticia de que no podría volver al Seminario. Yo solo podía ver a través de las ventanas del coche en que viajaba, a lo lejos, las inmensas montañas de los imponentes Andes, y muy cerca, sólo los postes del telégrafo que raudos pasaban en la dirección contraria a la del tren, mientras este aceleraba, produciendo un acompasado crujir de sus ruedas al deslizarse sobre los rieles de la extensa vía metálica. De vez en cuando miraba a través de la ventana de mi asiento y podía ver, también a lo lejos, los dorados campos cultivados en las laderas de los cerros aledaños a la ruta, y me complacía ver como el trabajo fecundo de los hombres que vivían en esas montañas estaba a punto de dar sus frutos, pero era difícil saber para quien, porque en esas montañas vivían los indios, indios que cultivaban la tierra para el patrón y que por su trabajo sólo recibían solo migajas que apenas les servían para sobrevivir.

Las paradas del tren por unos pocos minutos en cada pequeña estación en su ruta hacia la costa me permitían ver brevemente a la gente que vivía en esos diminutos y casi olvidados pueblitos enclavados en las montañas a lo largo de la ruta. Sus habitantes eran mayoritariamente indios de caras grises, curtidas por el frio y por el viento, vistiendo ropas de múltiples colores; los hombres casi siempre con pesados ponchos de lana rojos, puestos encima de camisas de color blanco oscurecido por la suciedad y el tiempo; pantalones de una tela de color casi café oscurecido también por el uso y el tiempo; sombreros duros, de color gris oscuro, hechos de lana que alguna vez deben haber sido de color crema, y calzando alpargatas de cabuya.

Las mujeres casi invariablemente lucían sus largas trenzas de pelo negro, y colgando de sus cuellos, lucían muchos brillosos collares de concha y perla que hacían juego con los grandes pendientes que colgaban de sus orejas; usaban camisas de manga larga de color blanco bordadas de colores y gruesas polleras de lana (de los borregos que ellas mismo cuidaban en el páramo), de colores encendidos, especialmente rojo, verde y azul, y bordadas hacia la parte inferior con varias hileras de adornos de otros colores también encendidos. Abultando sus polleras de lana podía notarse que debajo llevaban varias capas de otras polleras para protegerse del frio; calzaban alpargatas de cabuya y un sombrero de alas muy pequeñas de color negro. Muchas de estas mujeres llevaban en sus espaldas, atados con sus chalinas de color también encendido, a sus pequeños hijos lactantes, que parecían ya haber empezado el temprano entrenamiento para la vida en los páramos y que permanecían dormidos o silenciosos, aparentemente cómodos, abrigados por el calor humano de la espalda de sus madres. Las mujeres casi siempre iban acompañadas de dos o tres niños, algunos muy pequeños y otros de entre seis y ocho años que vestían de forma muy similar a la de sus padres o madres. Pequeñas diferencias en el vestir (principalmente en la combinación de colores de sus ropas) podían notarse entre los indios de uno y otro pueblo, pero sus costumbres eran similares cuando el tren paraba en su estación.

Tan pronto como el tren paraba, mujeres y niños indios se subían a los coches y voceaban su mercadería que casi siempre era algún tipo de comida. Ofrecían desde cerdo hornado, acompañado de papas cocidas, refrito de pan con cebolla y lechuga salada; hasta habas cocidas, canelazos (para el frio) o simplemente café o agua de canela caliente. Vendían, a precios irrisorios lo poco que podían ofrecer y eso les permitía ganarse unos centavos que de alguna manera servían para aliviar su pobreza mientras calmaban el hambre de los pasajeros.

Para mí, sin embargo, ellos no tenían este dia nada que ofrecerme, o mejor dicho nada en lo cual me pudiera interesar, yo estaba inmerso en mi propio mundo de ansiedad, de angustia, casi de desesperación, pensando en lo que me iba a pasar dentro de unas horas, cuando al llegar a Guayaquil y cara a cara con mis padres tenga que contarles la mala noticia. Por otro lado, mi reserva de diez sucres que tenía en el bolsillo debía administrarla con mucho cuidado, por eso, ignoré a los vendedores que subían al tren voceando sus ofertas en alta voz.

No obstante mi estado de ánimo, intermitentemente pude pensar que esos cuatro o cinco minutos que el tren paraba en cada estación en su viaje de ida y vuelta a Guayaquil eran la “ventana de oportunidad” para esta pobre gente, eran los minutos que les permitían ganarse unos pocos centavos en su mundo de otro modo indiferente, aislado, pobre, duro, frio y solitario.

Después de parar muy brevemente en las estaciones de Cajabamba, Columbe y Guamote, seguimos viajando en ese gigantesco gusano que se deslizaba raudo por su ruta de hierro, no pude evitar pensar en lo gigantesco de la obra del ferrocarril, en ese milagro de la ingeniería moderna, que permitía unir en pocas horas la Sierra con la Costa, un camino que a nuestros antepasados podría haberles tomado más de dos semanas de duro viaje en caballos y mulas, un camino infestado de peligros, de enfermedades, de riesgos y penurias. Un camino que muy pocos, pero bravos viajeros, principalmente los casi heroicos arrieros, se atrevían a desafiar y casi siempre a vencer.

Al llegar a la estación de Palmira el punto más alto de la ruta, un pueblito casi abandonado, en medio del frío y el viento del páramo, con apenas unos doscientos habitantes viviendo en unas cuarenta casitas muy pobres hechas de adobe y con el techo de paja (paja de ese su eterno páramo, que paradójicamente les llenaba de frio, pero que con su paja les proveía abrigo para su casa), alineadas a ambos lados de la vía férrea, en lo más alto y frío de la ruta. Allí, tan pronto se detuvo el tren, algunos niños con sus ponchos se subieron a los coches en que viajábamos, ofreciéndonos habas tiernas calientitas, producto de su tierra, mientras algunas mujeres ofrecían canelazos a los adultos.


LA PODEROSA LOCOMOTORA
QUE HALABA EL TREN DESDE
RIOBAMBA HASTA BUCAY

Cinco minutos después, inmediatamente luego del ruidoso pito de la locomotora, retomamos nuestro viaje, esta vez empezando el descenso hacia los llanos costeños. Después de alrededor de media hora, llegamos a la estación de Alausí, un pintoresco pueblo donde las casitas construidas en suaves laderas cultivadas que daban el aspecto de una alfombra multicolor, empezaban a mostrar, que íbamos bajando en dirección a La Costa.

ALAUSI, UN PINTORESCO
PUEBLO EN LA RUTA DEL
TREN A GUAYAQUIL

El páramo y su intenso frio habían quedado atrás. Vendedoras de humitas y tamales invadieron nuestro coche, permitiendo a sus pasajeros degustar las delicias de los bocados ofrecidos. La gente en Alausí ya no vestía ponchos o si lo hacían, estos eran más livianos y de colores combinados menos intensos, signo de que la temperatura ambiental era más moderada. Muchas de las casitas en las calles de este pueblo eran de madera, con oxidados techos de zinc, signo inequívoco de que nos íbamos acercando a La Costa. Después de alrededor de diez minutos, siempre con su estruendoso pito, el tren nos anunciaba que seguiríamos avanzando en nuestra ruta a Guayaquil.

El tren siguió descendiendo rápidamente y al hacerlo, después de cerca de unos veinte minutos llegamos a “La Nariz del Diablo”, una verdadera joya de la ingeniería de ferrocarriles (entonces y hasta ahora), un segmento de la línea férrea que en perfecto doble zigzag desciende unos quinientos metros de montaña hacia el lecho del rio Chan Chan y la estación de Tixan, mientras avanza sólo unos cuantos metros en la ruta hacia el llano, descendiendo por una impresionantemente vertical y sólida roca gris que detuvo la construcción de la vía por varios años.


EL TREN ENTRANDO AL ZIG
ZAG DE LA NARIZ DEL DIABLO

La construcción de esta obra requirió, no sólo del ingenio, la experiencia y la pericia de los técnicos anglo-americanos encargados de ella, sino también de mucha mano de obra importada desde Jamaica, desde donde vinieron muchos cientos de trabajadores afro-jamaiquinos, que dejaron hasta sus vidas en medio de este inhóspito sitio donde la tuberculosis, el paludismo y la fiebre amarilla diezmaban inmisericordes a los trabajadores inmigrantes. Este segmento de la línea férrea fue posible construir gracias no sólo a la gran imaginación de los ingenieros que concibieron la idea, que hicieron sus planos, los cálculos matemáticos y la supervisión de la obra, sino que también requirió de una cantidad de enorme de recursos financieros, pero más aun, se tomó la sangre, el sudor, las lágrimas y hasta la vida de cientos de hombres cuyos nombres jamás los conoceremos.

Pero el resultado fue monumental y valió la pena, este era el obstáculo más grande para la conclusión de la vía férrea, esa vía cuyo propósito era la unión de la Sierra con La Costa, para que los ecuatorianos costeños pudieran subir a La Sierra y comunicarse mejor y más frecuentemente con los ecuatorianos serranos, para que lenta pero consistentemente los hombre y mujeres de todo el Ecuador pudieran sentirse parte de un todo muy diverso pero propio, para que todos, serranos y costeños pudiéramos disfrutar de nuestra casa grande y hermosa, El Ecuador.

El proceso de integración del Ecuador como la patria de costeños y serranos realmente comienza cuando se termina la obra de La Nariz del Diablo, es allí cuando nace el proceso que ha tomado muchas décadas pero que consistentemente se ha ido consolidando hasta llegar a nuestros días, cuando la televisión, la moderna prensa, el internet y la radio nos permiten estar unidos al instante y pensar como ciudadanos de una misma nación, como hombres y mujeres con un mismo camino y un mismo destino. Ya no vemos a los costeños y a los serranos como individuos extraños que se desconfían mutuamente, sino como hombres y mujeres con costumbres y hasta hablar diferentes, pero con ambiciones y metas comunes.

Al concluir la faraónica obra de “la Nariz del Diablo”; comienza una intensa corriente de migración interna que trae a La Costa a miles y miles de serranos, para acelerar su proceso de creación de riqueza, para enriquecer sus almas y sus vidas con el cruce de su sangre de sus costumbres y su cultura. Esa es la más grande herencia del ferrocarril que llegó a Riobamba en 1905 y a Quito en 1912, y de “La Nariz del Diablo” que terminó de construirse en 1903.

Mientras tanto, soledad, impotencia, miedo, ansiedad, angustia y desesperación eran los sentimientos que me invadían durante mi viaje en el tren, y esos mismos sentimientos probablemente eran los que tenían los desafortunados hombres afro-jamaiquinos mientras trabajaban en condiciones subhumanas por un mísero salario en la construcción de la ruta de hierro en La Nariz del Diablo y veían a sus compañeros agonizar y morir, lejos de su patria y de su familia.

Yo, mientras tanto, aun con temor, pero sabía que estaba viajando hacia mi familia, hacia mi madre, a quien tanto quería y por quien era tan bien correspondido
En mi próximo capítulo: PORQUE TENIA TANTO MIEDO DE ENCONTARME CON MIS PADRES