Tuesday, September 21, 2010

MI NIÑEZ




CON EL DANUBIO AL FONDO- FANNY Y YO VISITAMOS BUDAPEST EN EL AÑO 2000

Mi madre se acercó a mí sigilosamente, me abrazó desde atrás, me tapó los ojos con sus encallecidas manos, me besó en la cabeza y me preguntó qué buscaba yo en el horizonte. Me resultó difícil responderle porque yo mismo no sabía lo que estaba buscando, y sin embargo, ella intuyó que yo estaba viajando con mis pensamientos a lugares muy distantes. No le respondí su pregunta, y más bien le hice yo una a ella, “que se necesita para viajar muy lejos”?, y ella me respondió, “primero tienes que hacerte grande, los niños chiquitos, solos no pueden viajar muy lejos”, y añadió, “luego, debes estudiar mucho, mucho, mucho para poder ganar el dinero y poder pagar los gastos de viajar muy lejos”, y, finalmente, agregó, “yo sé que tu lo harás algún día, lo supe desde antes de que nacieras, tu viajarás por el mundo y conocerás mucha gente”, “recuérdalo mijito”. Sus palabras quedaron grabadas en mi mente desde entonces, y, cada vez que viajo, cada vez que estoy lejos de mi patria; en Europa, en la China, en Singapur, en Hong Kong, en Paris, en Nueva York, en Dubái, en Nueva Zelandia, en Argentina, en Chile, en Australia, en alguna parte de África o en Tailandia, siento que ella, mi madre, está conmigo, que ella va junto a mí, disfrutando tanto como yo de mis largos viajes por el mundo, y sonriéndome, con su siempre presente y amorosa sonrisa a flor de labios…
Tengo sólo un leve recuerdo del día en que mis padres lograron construir nuestra casita a unos cincuenta metros de distancia de la casa en que vivíamos gracias a la bondad de doña Mercedes Muñoz (“mama Michi”), madrina de mi madre. Con unos cincuenta sucres que mi hermana Letty le había regalado a mi madre y los ahorros que mi madre logró hacer gracias a su panadería, así como algunos ahorros de mi padre, la familia compró un solar de unos doscientos metros cuadrados en un terreno muy quebrado que limitaba hacia el oeste con una quebrada que en la época de lluvias descargaba aguas hacia un canal que pasaba muy cerca del pueblo; hacia el este con el camino de acceso al pueblo, hacia el norte con terrenos quebrados de la familia Espín, y hacia el sur miraba al pueblo. Se dieron modos mis padres para construir una pequeña casa de madera y techo de cadi, a la orilla de la quebrada donde estaba nuestro solar. Hacia el lado norte de la casa se construyó el horno de adobe, indispensable para la panadería, así como la pequeña cocina de fogón de leña donde mi madre criaba algunos cuyes. Nuestra casa, a unos seis metros de distancia, separada del horno y la cocina, estaba hecha totalmente de madera, de vigas asentadas sobre grandes piedras traídas desde el río, que servían de cimientos. Deben haber sido estructuralmente muy bien hechas estas casas, porque no recuerdo que ninguna se haya caído, a pesar de los temblores que ocasionalmente se sentían en nuestro pueblo.
La casita tenía cinco pequeños cuartos. Dos eran dormitorios, con ventanitas de vidrio con marcos de madera, hacia el barranco, allí cabían dos camas en cada dormitorio, y en esas cuatro camas nos acomodábamos todos los miembros de la familia. Había una salita de unos cuatro metros de largo por dos y medio de ancho donde teníamos cuatro sillas y una banca de madera, el comedor, de tres metros por dos y medio donde habían dos sillas en los extremos y, a los lados dos bancas de madera que permitían sentarse a tres personas. En el portal de la casa, de unos cinco metros de largo por dos de ancho siempre había otro par de bancas de madera, desde donde, sentados, veíamos pasar a los transeúntes que pasaban frente a nuestra casa, y a quienes, muchas veces recibíamos en sus cortas visitas de los domingos.
El comedor a la vez era la sala de trabajo de la panadería de mi madre, quien con nuestra ayuda, hacía el delicioso pan que sólo ella sabía hacer con el arte que aprendió de su abuela Mercedes. Finalmente la otra habitación, de tres por tres, la usábamos para la “tienda”, en la que vendíamos los víveres más básicos que mi padre traía desde Bucay, tales como arroz, azúcar, sal, café, té, canela, jabón de lavar y de tocador, velas de cera, cajas de sardinas, panela, caramelos, galletas, manteca (de cerdo), kerosene y, fósforos “el gallo” y, por supuesto el pan que hacía mi mamá. La tienda era un negocio de mi padre, derivado de su comercio con Bucay y ayudaba en las finanzas y, claro en la alimentación de la casa.
Me contaba mi madre que mis hermanas y hermanos mayores no cabían de la felicidad el día que nos mudamos a nuestra casita propia, y repetían en voz alta “ya tenemos nuestra casita, viva, viva, ya somos dueños de casa”. No lo recuerdo, pero me atrevo a pensar que yo era parte de la fiesta. Entonces no conocíamos (o no estaba a nuestro alcance) la pintura en las paredes. Las paredes de los cuartos que eran de tabla, estaban tapizadas con periódicos pegados a ellas con engrudo hecho con harina de trigo. Aún recuerdo algunos titulares de esos periódicos que por mucho tiempo estuvieron pegados a las paredes de la casa. Algunos tenían que ver con la guerra en Europa y el Pacífico, y recuerdo también los avisos comerciales en esos periódicos, en particular el de la pasta de dientes Kolinos, que decía más o menos así: “Sus treinta y dos dientes, mas blancos que la nieve, usando Kolinos”. Así fue como me enteré que los adultos tenían treinta y dos piezas dentales y me preocupaba que hasta los ocho años yo no llegara sino a veintiséis. Recuerdo también un aviso comercial del famoso “Jabón de Rosas”, jabón que no lo usábamos en nuestro baño porque mi madre nos bañaba siempre con “jabón Águila de Oro”, que era el jabón de lavar ropa, y que, igual que el jabón de rosas, era fabricado por la Jabonería Nacional, de Guayaquil. Evidentemente el jabón de rosas era mucho más caro y, por tanto estaba fuera del alcance del presupuesto de nuestra familia.



EN SHANHAI, CHINA EN EL 2002

Entre mis recuerdos más lejanos hay uno sobre un evento ocurrido unos seis meses después de mi primer día en la escuela primaria, fue en el verano de 1948, cuando yo tenía unos seis años. Era un día viernes, el director de la escuela, don Luis Cadena, organizó una “excursión” a Chayaguan, un recinto a unos siete kilómetros al oriente de Pallatanga, al otro lado de la montaña por donde salía el sol todos los días. Para llegar, debíamos ir por un sinuoso camino de herradura que pasaba por montañas y quebradas, una de ellas llamada “Sal si Puedes” y que nosotros llamábamos “Salí si puedes”. A mi edad, caminar esa distancia, de ida y vuelta el mismo día no era aconsejable. Debido a mi insistencia, mi madre aceptó que yo vaya, pero pidió en una carta a su madrina, doña Mercedes Muñoz (mama Michi), que vivía en Chayaguan, que no me deje regresar y que me aloje en su casa hasta el domingo, día en que ella solía salir a Pallatanga a oír misa y cuando yo debía regresar con ella.

Era la primera vez que me separaba de mi madre, pero era una aventura, hasta entonces yo sólo había oído hablar de las excursiones y de las aventuras que en ellas se vivía. Yo estaba realmente emocionado. Visitamos el villorio,que consistía de unas diez casitas, casi todas habitadas por miembros de dos familias, los Zabala o los Grannizo. Recogimos “toctes”, una especie de nuez criolla que cuelga de los arboles de nogal, jugamos futbol, nos mojamos y enlodamos en los arroyos del campo, comimos nuestras respectivas “tongas” de arroz con yuca, huevo y pinol, en pleno campo y bajo la sombra de los nogales. Pero llegó la hora de volver, y yo debía quedarme. Por primera vez sentí la nostalgia de la casa querida, me sentí lejos de mi madre, lejos de mis hermanos, me sentí poco menos que desolado. Ricardo, el hijo más joven de doña Mercedes me consolaba diciendo, “Rafico, mañana iremos a la chacra de alverjas, allí veremos los venados y cazaremos tórtolas”. Eso hicimos, en efecto al día siguiente, vi, por primera vez a un venado, en efecto vi a tres, incluyendo un cachorro que apenas podía pararse. Con su horqueta y su elástico, Ricardo cazaba tórtolas y se convirtió súbitamente en mi héroe, pues manejaba su horqueta cual si fuera una pistola, pájaro que apuntaba, pájaro que tumbaba al suelo. Lejos estaba yo entonces de sentir pena o angustia por un pájaro herido. Matar los pájaros era parte de la cultura de nuestro pueblo, la horqueta era para los chicos de Pallatanga, como el arco y la flecha para los niños y adultos de otros lares.



MI FAMILIA EN 1999-CINCO PARA UNO Y UNO PARA CINCO

Pasamos toda la mañana del sábado cazando tórtolas y recorriendo el campo. La imaginación de Ricardo no tenía límites. Sostenía que Chayaguan sería, en pocos años, más grande que Pallatanga (a la que entonces él consideraba poco menos que “su metrópoli”), en efecto, me decía, "Chayaguan será más grande e importante que Guayaquil", y lo decía con convicción. "A Chayaguan", decía Ricardo, "llegarán los trenes por el aire, de aquí saldrán y acá llegarán los barcos más grandes, trayendo gente y carga de otros países, en ellos vendrán muchos gringos que traerán mucha, mucha plata". Chayaguan será, decía Ricardo, “la ciudad mas bonita y grande del Ecuador”
En mi próxima entrega: MI PRIMER VIAJE A GUAYAQUIL