Sunday, December 5, 2010

LOS ARRIEROS DE PALLATANGA



CABALLOS, NUESTROS JUGUETES FAVORITOS-MONTABAMOS POR PLACER Y POR EL DEBER

A los nueve años, yo ya era un jinete experto. En la familia, todos montábamos lo que se pudiera montar, desde burros hasta caballos semi entrenados y entrenados y, desde luego montábamos mulares y lo hacíamos con silla y sin ella, o “a pelo” como solíamos decir. Creo que todos los varones de la familia empezamos a montar, si no antes, por lo menos simultáneamente con aprender a caminar, además, nos gustaba tanto que nunca perdíamos la oportunidad de hacerlo. Un día, mi padre había salido en uno de sus viajes hacia Bucay, montado en su mula “mora”, la que por su paso suave, al montarla nos hacía sentir como viajando en un automóvil. El hacía uno de sus viajes llevando carga para vender. Cuando habían pasado unos quince minutos de que mi padre había empezado su viaje, mi madre ha caído en cuenta que él no había llevado su “tonga”, esto es, su almuerzo para ser comido a mitad de camino y en la hora del descanso. Inmediatamente se le ocurre a mi mama que se le puede alcanzar a mi padre si se encuentra un caballo para seguirlo. Como enviado del cielo, pasa por delante de nuestra casa un jinete con su brioso caballo, mi madre le pide de favor que se lo preste para alcanzar a mi padre y entregarle su tonga. Jorge Ramírez es el dueño del caballo y, como casi todos los pallatangueños, no puede negarle un favor tan sencillo a mi madre. Jorge se desmonta de su caballo y mi madre me entrega la tonga y me pide montar el caballo y alcanzar a mi padre. “Corre Rafico” me dice, “y alcanza a Timo para entregarle su almuerzo, pero regresa enseguida que Jorge esperará aquí”. En efecto, yo monté el caballo y empecé a correr hasta desaparecer de la vista de mi madre. Yo corría y corría, pero no logro avistar a mi padre, ha pasado media hora corriendo y nada, hasta que a lo veo a una distancia de unos quinientos metros, en la parte más agreste del camino, una que llamábamos “Los Derrumbos de Sucuso”, le grito y no me oye, sigo corriendo, pero el sinuoso camino no permite avistarlo desde lejos, y nuevamente lo pierdo de vista. Una hora más corriendo y no lo alcanzo. De pronto se me ocurre una idea: “si lo sigo y no lo alcanzo, pero no me quedo a cierta distancia, yo también llegaré a Bucay y allí podré ver el tren y escuchar sus pitos, podré hacerme la ilusión de que voy a abordarlo y voy a viajar, es más, podré ir al cine con mi padre esta noche y mañana regresaré con él. Decidí que era una buena idea, cierto que tal vez no le guste a mi madre, pero, andado como está una buena parte del camino, bien vale jugarse el riesgo de un castigo por sentir la sensación de viajar, por ver una película, por llegar a Bucay y escuchar el cautivante cha ca cha del tren y su ruidoso pero agradable pito que suena como una sinfonía a mis oídos. Pienso entonces, “qué caramba, lo voy a hacer”, y así sigo el camino por mas de seis horas de las ocho que toma llegar a Bucay, y un par de kilómetros antes de llegar, alcanzo a mi papá, le explico que le traigo su tonga y, con cara de inocente le digo que me regresaré inmediatamente para cumplir con el mandado. “no mijo, cómo vas a creer” me dice mi padre, “ya que has llegado hasta aquí, vente conmigo, pasaremos la noche en Bucay, al llegar nos bañaremos e iremos a cenar, después de eso iremos al cine”. Mi plan estaba funcionando a la perfección. Me quedaba, sin embargo, el cargo de consciencia de no haber seguido al pie de la letra las instrucciones de mi madre. En mi interior llegué a justificar por anticipado el castigo que mi imprudencia pudiera causarme.
Ahora sólo faltaba que al regreso mi madre no me crea mi historia, me descubra y me haga pagar el precio de mi aventura. Regresamos al día siguiente, mi padre había hecho un buen negocio en la venta de su carga y de regreso llegamos a casa con arroz, plátanos oritos, piñas, barraganetes y hasta un par de guanábanas que encontramos en el camino. Mi madre estaba menos preocupada que lo que yo esperaba, y no estaba enfadada conmigo. Sus cálculos no diferían mucho de mis planes, excepto que el atraso lo atribuía a la lentitud del caballo y a las dificultades del camino. No fue sino muchos años después, en una cena con toda la familia, que yo me decidí a contar la real historia y, claro, fue una noche de risas y de jocosos comentarios. Ese fue el primer largo viaje que hice solo, y tal vez uno de los más emocionantes. Me gustaba viajar, me gustaba Bucay, me gustaba ver y oír el paso del tren, y me gustaba la aventura…

EL CABALLO ERA ENTONCES LO QUE
EL AUTO ES HOY PARA EL EJECUTIVO

Y, hablando de caballos, de viajes y de Bucay, salta a mi memoria la importancia que tenían para mi pueblo los seis u ocho personajes que en esa época formaban una clase especial de hombres, LOS ARRIEROS, los que conectaban al mundo casi escondido de Pallatanga con el mundo de La Costa, con el tren, con Bucay, con Milagro y, por supuesto con Guayaquil a través de su esforzada actividad.
Así como hay hombres cuyo ego les hace pensar que sin ellos el mundo se paralizaría, hay hombres que se pasan toda una vida haciendo cosas tan importantes para ellos mismo, para sus familias y para el mundo que los rodea, que sin ellos su vida y la de su entorno seria enormemente diferente. De estos últimos eran LOS ARRIEROS de Pallatanga. Su importancia era tan grande para la economía y para la calidad de vida de la gente de nuestro pueblo, que sin ellos, el pueblo hubiera muerto literalmente por falta de oxigeno económico. Sin embargo ni ellos mismo, ni la sociedad en que se desenvolvían se dio cuenta, a su tiempo, de su real importancia y por lo mismo, nunca tuvieron el reconocimiento que se merecían.

UN VIEJO ARRIERO, HEROE
NO RECONOCIDO DE UN PASADO
CASI EPICO

LOS ARRIEROS, eran hombres endurecidos por la vida, endurecidos por el tiempo, por el sol, por el agua de la lluvia, por el lodo, por el polvo de los caminos, endurecidos por un trabajo altamente productivo para la sociedad pallatangueña, para sus familias y para ellos mismo, pero extremadamente duro y riesgoso. Ellos eran dueños de (o alquilaban) una recua de mulas, no menos de seis y hasta de diez de ellas. Recorrían incansablemente de miércoles a domingo toda la jurisdicción de Pallatanga, comprando la producción de nuestros agricultores: café, maíz, alverja, lenteja, frejol, gallinas, pollos, pavos, huevos, manteca de cerdo, etc., y el dia lunes salían del pueblo con su carga hacia el suroeste, hacia Bucay, a venderla allá donde los comerciantes de ese pueblo luego la hacían llegar hasta Milagro y Guayaquil. Regresaban el martes muy tarde, no a descansar, sino a recomenzar el ciclo interminable de su esforzado trabajo.
Estos hombres, endurecidos por el tiempo, por el sol, por la lluvia, por el polvo, por los ríos, por las montañas y por los valles que permanentemente desafiaban, para comprar o para la vender la producción de Pallatanga, llevaban dentro de sí el espíritu fenicio del comercio, el espíritu de crear riqueza a través del intercambio. Estos hombres eran realmente como la sangre que corría por las venas de la economía de nuestro pueblo. Sin ellos nuestro pueblo hubiera sido muy diferente, hubiera sido más pobre, hubiera tenido una economía aún más precaria, una economía de trueque, una economía totalmente primitiva.

ARREANDO SUS MULAS LOS ARRIEROS ERAN
LA SANGRE ECONOMICA DE PALLATANGA

Estos hombres hacían su trabajo todos los días, en invierno y en verano, lo hacían en días soleados y abrigados, como en días fríos y lluviosos. Viajaban generalmente a pie, calzando alpargatas hechas de cabuya, arreando a sus mulas, llevando un látigo de cuero de vaca, mas por el sonido que alentaba a sus mulas a apretar el paso, que para castigar a sus nobles animales que igual que sus dueños no conocían del descanso. La mula era el vehiculo de carga mas importante de la epoca. Una mula llevaba siempre una carga equivalente a unas doscientas libras, en dos sacos de cabuya o de yute atados a sus lomos con cabestros de cuero de vaca, encima de una especie de colchoneta que se acomodaba y aseguraba a su lomo a través de una “cincha” que pasaba de lado a lado de la panza del animal y que se llamaba “enjalma”. En su viaje de regreso desde Bucay, ellos traían a Pallatanga alimentos y otros productos esenciales, como arroz, harina, sal, azúcar, Kerosene, fideos, galletas, sardinas, jabón, especies, ropa y cigarrillos. Cosas sin las cuales la vida de los pallatangueños hubiese sido completamente diferente y aislada de la civilización. Entre otras cosas, ellos traían a Pallatanga la luz, los alimentos, el vestido, la limpieza personal y del vestido. Eran para Pallatanga como los mercaderes venecianos para la Europa medieval en la era de las especies.
Viajar arreando a sus mulas era su vida, los caminos que comunicaban a Pallatanga con Bucay eran su espacio de trabajo, eran como su patio trasero, los conocían al revés y al derecho, sus peligros ya no les asustaban, se habían inmunizado a ellos a base de la permanente repetición de superarlos. En los cruces estrechos en medio de los abismos y de las montañas, sus altísimos silbidos alertaban a sus colegas y demás viajeros para que se detuvieran a tiempo para permitir el “cruce” de bestias y personas. En invierno, cuando los ríos del camino crecían y se convertían en verdaderos peligros para ellos y sus mulas, usaban un método de su propio invento llamado “el veteo” que no era otra cosa que la ayuda que los hombres daban a su mulas, usando cabos largos de cuero, con los cuales de un lado se halaba al animal mientras del otro le ayudaban a sostenerse y aguantar la fuerte corriente que de otro modo los hubiera arrastrado con ella.

LA MULA ERA EL VEHICULO DE CARGA
MAS IMPORTANTE DE LA EPOCA

LOS ARRIEROS merecen mi homenaje de admiración y de respeto, por su valentía, por su coraje, por su gran contribución a la vida económica de mi pueblo. Hace un par de meses tuve la suerte de visitar a uno de ellos, un hombre de más de 90 años quien aun recuerda la dureza de su vida pero que sostiene que la volvería a vivir si la oportunidad se presentara, y sus piernas se lo permitieran.
En cuatro líneas los arrieros recitaban lo duro de su vida:

La vida del arriero
Es muy difícil de llevar
De noche se acuesta tarde
Y muy pronto a madrugar

EL ARRIERO Y SUS MULAS CUMPLIERON UNA
FUNCION SOCIAL Y ECONOMICA MONUMENTAL


Los ARRIEROS y LOS LICANEÑOS son héroes de nuestro pasado y deben ser símbolos de la valentía de nuestra gente en los viejos tiempos de nuestro pueblo. Algún día debería erigirse un monumento a ellos en el parque central de Pallatanga. Doy algunos nombres de esos héroes aún no reconocidos: Alfonso Carrión, Lisandro Morán, Eleodoro Morán, Moisés Muñoz y su hijo, Alfonso Muñoz, Luis Coronado, Gustavo Montenegro, Ranulfo Izurieta y José Antonio Saltos. Mi padre y también mi tío Antonio hacían parcialmente este mismo trabajo. Pallatanga tiene una gran deuda impaga con SUS ARRIEROS.

En mi próxima entrega: EL GRAN TERREMOTO Y EL INCENDIO