Wednesday, January 25, 2012

EN LA RUTA HACIA A GUAYAQUIL

DESAFIANDO LOS ANDES
EN LA NARIZ DEL DIABLO

De pronto comenzamos a descender por la “Nariz del Diablo” , en una operación en la que el tren avanza un kilometro hacia adelante en la estrecha ruta abierta en la sólida roca, a la vez que va descendiendo en una fuerte pendiente para luego de hacer un cambio, dar retro otro kilometro casi hasta llegar a la distancia del punto de inicio continuando su descenso, para luego hacer nuevamente el cambio y retomar la ruta hacia adelante hasta llegar a la estación de Tixan, que es la estación al fondo de La Nariz del Diablo, a unos seiscientos metros debajo de la cima de la imponente roca desde donde se inicio el descenso.
Fue sólo la más avanzada técnica de ingeniería de construcción de ferrocarriles de finales del siglo XIX la que hizo posible la construcción de La Nariz del Diablo. Al llegar abajo, junto al rio Chan Chan, en la estación de Tixan, la temperatura y la humedad son dramáticamente diferentes a las que se sentían unos minutos antes cuando comenzamos el descenso por esa monumental obra de ingeniería ferrocarrilera
En solo unos pocos minutos todo cambia, la vegetación, la temperatura, el paisaje en general son distintos, se siente que ya no estás en La Sierra, que estás entrando al trópico, a la Costa cálida y húmeda. En Tixan la locomotora se reabastece de agua para continuar el viaje de descenso. Ahora viene la ruta llena de curvas y de puentes sobre el rio que serpenteante y rugiendo baja por la montaña. La próxima estación es Huigra, también un pintoresco pueblo de clima muy agradable, donde a las once y media de la mañana las siempre presentes vendedoras, en voz alta anuncian “un caldo de gallina calientito”, que algunos pasajeros lo compran y se lo sirven en tres o cuatro minutos.


EL TREN LLEGA A BUCAY

Unos sesenta kilómetros y unos quince pequeños puentes sobre el Chan Chan más adelante, a la una de la tarde el tren llegó a la estación de Bucay, ya en la provincia del Guayas, apenas a 100 metros sobre el nivel del mar y a 100 kilómetros de Guayaquil. Habíamos llegado al llano costeño, al trópico exuberante, cálido y húmedo, a ese trópico que había sido poblado por migrantes de la Sierra, ansiosos de trabajar, de producir, de labrarse ellos y labrar para sus hijos un mejor futuro que el que les ofrecía su tierra natal en la sierra. Después de cuatro horas más de viaje llegaremos a Duran, la estación final del tren donde tomaremos un barco para llegar a Guayaquil, la bella, la gran ciudad que “manso lame el caudaloso Guayas”, la capital económica del Ecuador y mi destino final en este viaje.
En Bucay el tren hizo una parada especial de media hora, para cambiar la tripulación y la locomotora, esta es la que nos llevara hasta Guayaquil, ella es más liviana, menos poderosa pero mas veloz, es de color rojo y está preparada para viajar en el llano costeño, con temperaturas más altas, con pocas y no pronunciadas curvas y sin subidas y bajadas que le impidan tomar velocidad. Bucay es la estación donde los pasajeros pueden bajarse, extender un poco sus piernas después de seis horas de viaje, y almorzar. Las vendedoras de almuerzos hacen su agosto aquí, igual que las vendedoras de plátanos “oritos”, esos plátanos pequeñitos que ahora los gringos llaman “lady fingers” o deditos de dama, por su tamaño y por su dulzura.


LA LOCOMOTORA ROJA QUE HALA
EL TREN DE BUCAY A GUAYAQUIL

A la una y media de la tarde, con locomotora y tripulación frescas, el tren partió de nuevo hacia su destino final. Después de una serie de paradas de pocos minutos en varios pueblitos de la ruta, y a alrededor de las tres y media de la tarde, paramos en la ciudad de Milagro, una ciudad relativamente grande, la cuarta más grande del Ecuador, productora piñas y de azúcar. La bulla que producen los vendedores de toda clase de productos de la costa es casi ensordecedora, pero las que se llevan el premio por el “marketing” de su producto son las vendedoras de piñas. “A UN PAR DE PINAAAASSS” es el grito que más se escucha, ellas ofrecen las piñas mas dulces, grandes y hermosas de todo el país, ellas saben que su producto es bueno y empujan su venta a pulmón lleno, tienen unos quince minutos para hacerlo y aprovechan cada uno de ellos al máximo.
Milagro era (y sigue siendo hoy) una ciudad agroindustrial de una actividad muy intensa. Es el centro azucarero del Ecuador, allí, o muy cerca de allí estan los dos ingenios más grandes del país, complejos industriales que ocupan a miles de obreros agrícolas provenientes de varias provincias del país, que se encargan de cultivar, cuidar y cosechar la caña de azúcar con sus callosas manos y sus afilados machetes.
Al llegar el tiempo de la zafra o cosecha de la caña (a finales de mayo o principios de junio), los canteros de caña son quemados en lo que es realmente un incendio forestal bajo control, para eliminar las hojas y dejar solo el tronco de la caña, que es el que contiene la sacarosa de donde se extrae el azúcar. Luego comienza el proceso de corte de los troncos de la caña, el mismo que se hacía entonces a puro machete manejado por los trabajadores manuales. La caña es transportada en camiones o pequeños ferrocarriles al ingenio azucarero o centro industrial, donde es molida en inmensos molinos llamados trapiches, para extraer el jugo que luego se lo hierve a altas temperaturas y se mezcla con pequeños volúmenes de azufre. Esta mezcla pasa luego por un proceso al vacío para granular y “blanquear” el producto que sale de allí a unos grandes depósitos a granel, desde donde sale el producto para ser ensacado y embarcado a los mercados de todo el país. Todos estos procesos eran entonces casi puramente manuales y daban empleo a miles de obreros.
A más del azúcar, la zona de Milagro ha sido desde hace mucho tiempo la productora estrella de la piña tradicional del Ecuador, piña muy grande y muy dulce, de color amarillo anaranjado por fuera y muy blanco por dentro, y muy jugosa. Una piña de Milagro puede llegar a pesar hasta cinco libras y sin lugar a dudas puede servir de postre para una familia de seis a ocho personas.
Los anuncios hechos a voz muy alta por las mujeres vendedoras de piña que entraban y salían del tren no podían ser ignorados por nadie, ni siquiera por mí, que estaba abstraído en mis propios pensamientos y temores; además, a mi me gustaban mucho las piñas y a toda mi familia también, así que decidí comprar un par de esas piñas y me gaste casi la mitad de mis reservas de capital. Pagué cuatro de los diez sucres que “atesoraba” en mi bolsillo. Ese sería el regalo que yo llevaría a mi hermana Letty, en cuya casa, mis padres, que estaban visitándola por unos días, estarían esperándome aquel dia.
Mi hermana Letty era una bella mujer trigueña de mas o menos un metro cincuenta y cinco de estatura, de ojos cafés muy grandes y vivaces, con pestañas largas suavemente curvadas, tenía un corazón y alma cariñosos y puros, de pelo negro lacio y fino, con labios rosados y blanquísimos dientes que hacían de su sonrisa, siempre a flor de labios, un poema a la vida. Ella tenía entonces unos 32 años, se había casado el año que yo nací (1942), y vivía desde hacía catorce años con su marido y su hija María (“Marujita”), en el piso bajo de una vieja casa de madera, de tres pisos, de propiedad de su suegra que estaba ubicada en el numero 639 de la calle Luque en Guayaquil. Cuando nuestros padres la visitaban (cosa que ocurría una o dos veces al año y por no más de dos semana cada vez, casi siempre por razones de salud), Letty les asignaba un cuarto de su apartamento para ellos. Allí es donde yo llegaría aquel dia de julio de 1956, cuando regresaba del Seminario sin chance a volver.
Letty estaba casada con un hombre unos años mayor que ella, sin profesión conocida y con un espíritu poco predispuesto al trabajo. Su hobby era acostarse en la hamaca todo el largo dia. Después de algunos años de matrimonio, Letty no había podido concebir un niño, y los médicos le habían indicado que no lo podría hacer en el futuro, así que su marido se había dedicado a una búsqueda frenética de una mujer para tener un hijo. En esto tuvo éxito y en el año 1949, le trajo a mi hermana una niña que había tenido en una de sus aventuras extramatrimoniales. Mi hermana acogió a la niña como solo una verdadera madre puede hacerlo, y la inscribió en Registro Civil como su propia hija, y así la crió y la quiso, dedicándole todo el amor y la dulzura que solo una verdadera madre puede dar a un hijo. Esa niña era Marujita, a quien toda nuestra familia adoptó también como si fuera de nuestra propia sangre. Unos años después, su esposo repitió la “proeza” y le trajo a mi hermana un niño de casi un año, al que Letty volvió a adoptar, a querer y criar como si fuera su propio hijo, con todo el amor y la dedicación que solo una madre de verdad puede dar a un hijo. En el fondo de su actitud de amor y de dedicación a la crianza de los hijos de su marido, debe haber habido una especie de “compensación” por ella debió sentirse culpable de no haber podido darle descendencia a su marido, a quien ella quería entrañablemente y por quien evidentemente no era bien correspondida.

Casi cuarenta años después, en 1992, con cincuenta años de matrimonio, mi hermana Letty, en su lecho de muerte me pidió que después de su partida final, yo me encargara de cuidar a su viejo y desgastado marido. Que Dios Todopoderoso me perdone, en ese momento no pude decir a mi hermana que no lo haría, pero en ningún momento sentí deseos de ayudar a este malvado hombre que se comporto tan despiadadamente mal con ella. Sé que no fue noble, pero no lo hice, no es ni ha sido nunca mi estilo el negarle ayuda a quien la necesita, pero no lo ayudé, no me salía del alma hacerlo, creo que fue una forma de mostrarle a este hombre que al final de cuentas todos debemos pagar las deudas que contrajimos en la vida, y la de él con mi hermana era muy grande.
No me siento culpable por no haberlo hecho! Este hombre murió en 1994, solo un par de años después que mi hermana.
En mi proximo capitulo: GUAYAQUIL-CARA A CARA CON MIS PADRES