Friday, November 5, 2010

MI DESPERTAR AL SEXO Y OTRAS AVENTURAS INFANTILES



LA CHIRIMOYA, FRUTA DELICIOSA
PERO ESCASA EN PALLATANGA


Fue por la época, entre los ocho y diez años de edad que entre en una etapa de “conocer el mundo a través de las “travesuras” de un niño. La chirimoya, una de las frutas tropicales mas deliciosas, es una fruta que por alguna razón, pese a que se produce muy bien en Pallatanga, nunca se ha cultivado allí extensivamente, por lo tanto, para los chicos de mi edad, comerse una chirimoya bien madura era una especie de “banquete” que nadie se quería perder .

Uno de los pocos árboles de chirimoya que había en el pueblo estaba ubicado estratégicamente detrás del convento y paralelo a la sacristía de la iglesia, era la tentación perfecta para los que como yo, estábamos en la etapa de nuestras vidas en que no había una clara separación entre una travesura leve y una falta seria. La tentación de comernos las chirimoyas que eran de propiedad del cura era enorme, pero para hacerlo solo habían dos caminos: uno, conseguir que el cura, quien no era un dechado de generosidad, nos regalara unas pocas, o, entrar furtivamente al patio del convento mientras el cura no estuviera, para “cosechar” las chirimoyas por él. Mi amigo, compañero de escuela y de grado Prospero Torres y yo, decidimos un día que tomaríamos la segunda alternativa. Sólo debíamos esperar un día que el cura no estuviera en el convento y llevaríamos adelante nuestro plan.


ARBOL DE CHIRIMOYA CON SU FRUTA
A PUNTO PARA SER COSECHADA

En efecto, estuvimos atentos a que el cura saliera del pueblo en una de sus visitas al campo y decidimos ir al convento, hablamos con la empleada del cura, una indígena probablemente analfabeta y sin mucha astucia, y le dijimos que “el señor cura nos había pedido que habláramos con ella para que nos autorizara a entrar al patio del convento y cogiéramos una canasta de chirimoyas. La mujer nos permitió la entrada, y en menos del tiempo que se persigna un cura ñato, llenamos la canasta de chirimoyas y salimos muy orondos por la puerta ancha del convento. Demás está decir que cuando regreso el cura y fue informado por su empleada de la “inesperada cosecha” de chirimoyas, este había montado en “divina furia” y quería saber quiénes fueron los “pecadores” que osaron cosechar sus chirimoyas. Nunca lo supo, porque a su empleada le dimos falsos nombres y por tanto no hubo forma de identificarnos.

Fue por esa misma época que tuve mi primera experiencia con el sexo. Una chica del vecindario, de unos diez años, guapa y pizpireta, de pelo negro como la noche y de tez trigueña y vivarachos ojos cafés, que usaba siempre un lasito rojo en su cabeza, vino un día a nuestra casa mientras yo estaba sólo y con una sonrisa pícara me invitó a que jugáramos “a las escondidas”. Se escabulló debajo de mi cama y me invitó a seguirla “para que no nos encuentren”. Yo estaba confundido, no sabía cómo era que íbamos a jugar a las escondidas si estábamos juntos en el mismo lugar. De pronto ella se alzó el vestido, no llevaba ropa interior y tomando mis manos con las de ella me invitó a tocarle, primero su incipiente busto y luego sus piernas: como una experta ella guió mi mano hacia donde más le placía, luego me invito a subirme encima de ella, haciendo el jueguito de papá y mamá. No me cabe duda que ella era una experta, porque consiguió de mi lo que quería en esta primera vez. Desde entonces, y por varias semanas, hicimos el mismo jueguito, siempre ella tomando la iniciativa, en una especie de ritual sencillo que en mi inocencia (que de a poco había ido perdiendo) me gustaba, pero que mi inteligencia me decía que debíamos mantenerlo en secreto, sólo entre los dos, más por lo furtivo que por otra cosa. Después de un tiempo, y de manera casi intempestiva dejó de venirme a buscar, supongo que ella encontró alguien que con más años y mejores “armas” que las de un niño de ocho años la empezó a divertir mejor que yo, y sencillamente me reemplazó en su jueguito de “las escondidas”. No volvió más a buscarme y confieso que por algún tiempo la extrañé. Luego empecé a buscarla para repetir el jueguito, pero ella me huía. Nunca más lo volvimos a hacer. Muchos años más tarde, cuando ya ella era una señorita muy guapa y de un cuerpo escultural y yo un joven de dieciséis años, con ganas de volver a “jugar a las escondidas” con ella, esta vez mejor “armado” que antes y le propuse que lo hiciéramos, ella me dijo que no sabía de lo que yo le hablaba, me dijo que jamás lo había hecho y jamás haría esas cosas con su amigo y vecino. Su memoria era evidentemente muy frágil, muy selectiva y claro, menos aguda que la mía.

Yo debo haber tenido entre ocho y nueve años y a esa edad, los chicos en nuestro pueblo ya solíamos ser muy útiles en los quehaceres diarios de la casa. Solíamos, por ejemplo, llevar al campo las viandas con comida para los peones, a la hora del almuerzo. Entre las obligaciones que debía cumplir después de salir de la sesión matutina de la escuela, dos veces por semana, a mí me tocaba recoger la leche que nos vendía don Gabriel Robalino, cuya casa estaba a unos dos kilómetros de distancia, allá, arriba, más allá del bosque que llamábamos Barro Loma. Para llegar a la casa de Robalino, buena parte del camino era un estrecho y oscuro sendero llamado “El Siete Capas” que atravesaba un bosque espeso y que, por generaciones se había ganado entre los niños la reputación de ser habitado por un duende que los perseguía y los terminaba devorando.




EL DUENDE, PERSONAJE DE LEYENDAS INFANTILES

El duende, a traves de los siglos y de las distintas civilizaciones ha tenido diferentes descripciones. En Pallatanga la leyenda que que llegaba hasta los chicos de nuestra edad lo describia como un enano que llevaba puesto un enorme sombrero de color rojo, con plumas de pavo real, que a veces vestía una sotana larga que la arrastraba hasta los pies, y que cuando se presentaba a los chicos, llevaba encima una vestimenta de color morado como la que llevan los curas en la época se Semana Santa. Además, el duende, según la tradición que nosotros no sólo que creíamos, sino que por eso mismo nos aterrorizaba, solía presentarse súbitamente caminando cuesta arriba, celebrando una misa, acompañado de una dama vestida de blanco y cuya cara era una calavera, a quien seguía una caja de donde salía una voz muy ronca, que contestaba al cura cuando hacía sus oraciones. Detrás de la “caja ronca”, según se nos decía, iba una bola del tamaño de una pelota de futbol, que rodaba por si sola hacia arriba, haciendo dúo a la caja ronca, con voz fúnebre. Demás esta decir que todo esto nos llenaba de miedo y hasta de terror, y , por lo tanto transitar solos por allí no era una de nuestras preferencias.




EL DUENDE COMO LO PINTAN
EN LAS LEYENDAS MEXICANAS


Demás está decir que a mi edad, yo creía todo esto como si fuera el evangelio, pero debía, muy a mi pesar, cumplir con mi obligación de traer la leche en el pequeño balde. Como me moría de miedo, debía encontrar compañía para mi viaje a recoger la leche, por eso recurrí a un niño de la vecindad, Jorge León (“Patiujo”), de alrededor de doce años que vivía en el camino hacia el “Siete Capas” y, quien por su edad y por su mayor “experiencia” en el camino, me serviría de compañía, y de respaldo. Patiujo aceptó acompañarme, por un precio, el precio era una empanada de queso, de las que mi madre hacía en su panadería. Cerramos el trato.
Después de los dos viajes de la primera semana, Patiujo subió su precio; para la segunda semana exigió dos empanadas. Forzado por las circunstancias (y por el miedo), acepté el “ajuste del precio” y, me sustraje una empanada más de la vitrina para satisfacer a Patiujo. Pero el proceso no paró allí, Patiujo volvió a “ajustar” su precio para la tercera semana y ahora exigió - y obtuvo- tres empanadas por cada viaje.
El precio por la compañía de Patiujo iba poniéndose cada más caro y empezó a desesperarme, ya no era una, ni dos, sino tres empanadas que yo debía furtivamente conseguir para pagarle, pero la gota que derramó el vaso llegó cuando a la cuarta semana Patiujo exigió cuatro empanadas. Era demasiado, ya no podía seguir sometiéndome al chantaje de Patiujo y decidí que yo iba a recoger la leche sólo, aunque fuera a caer en las manos del duende y de su caja ronca. Debo haber pensado algo así como :Qué carajo!
La primera vez que fui solo, mientras caminaba cuesta arriba por “El Siete Capas” sentí que mis piernas se doblaban, llegaban a mis oídos las voces del bosque traducidas al leguaje del duende, sentía calor en mis mejillas, escalofrío, y hasta fiebre. Se me secaba la boca y parecía ahogarme a cada paso, el miedo me hacía ver imágenes y escuchar voces que no existían, pero armado del coraje que nacía de la voluntad de no doblegarme al chantaje de Patiujo, finalmente llegué a la casa de los Robalino, recogí la leche en el balde y regresé a casa. El camino de regreso, aún en la parte más oscura y solitaria del Siete Capas ya no fue tan tenebroso, el miedo que aún sentía era menos intenso, decidí bajar la loma silbando, fingiendo tener todo el valor y tratando de no sentir temor. Silbaba cada vez más, luego empecé a cantar, luego decidí rezar, pedirle al Niño Dios que me proteja, también a María su Madre, y luego procuré más bien estar alegre. Funcionó. Cuando llegué a casa con la leche, sentí que había cumplido una proeza, me hubiera gustado que alguien me abrace y me felicite por haberlo logrado, que me felicitaran porque me había liberado no sólo de Patiujo y su chantaje, sino, más importante que todo eso, del miedo.
El Siete Capas nunca más me causó miedo y los patiujos que desde entonces se me han presentado en mi camino, nunca han conseguido someterme a sus chantajes. Muchos años después, un día hablaba de este interesante capítulo de mi vida con mi hermano Pancho, entre las risas que el siempre provocaba en sus conversaciones, me conto que también a él le había pasado una cosa semejante. Patiujo era, evidentemente un experto en el negocio del chantaje.
En mi próxima entrega: LA VICTROLA, LA MUSICA Y LAS PELEAS DE GALLOS