Thursday, November 22, 2012

HERMANO MAYOR A LOS VEINTISIETE AÑOS


Hacia finales de septiembre de 1969, mi vida había cambiado en más de una forma. Sin mi madre, me sentía como si no tuviera una familia, porque ella en realidad era para mí como toda mi familia. Claro que mi padre aún vivía, pero desde que cumplí 12 años, su rol para mí había sido algo así como distante. Ciertamente mi padre y yo nos veíamos de manera intermitente, dos o tres veces al año, y me era claro que él era el jefe de la familia, pero él nunca fue el padre mentor, el padre a quien yo como hijo quisiera imitar , simplemente porque la mayor parte del tiempo él estaba ausente física y emocionalmente de mi y su fuerte temperamento era como una especie de barrera que impedía una fluida comunicación con sus hijos, o por lo menos conmigo en particular, pero, aunque parezca contradictorio, sin lugar a dudas yo lo amaba y lo respetaba sin que esto signifique que lo admirara.

Fue en ese momento de mi vida que mi hermana Lilita, casada con Lolo Muñoz, me acogió en su casa y me adoptó como a un hijo y así me convertí en el hermano mayor de los cinco hijos que Lilita y Lolo tenían; cuatro varones y una niña. Su hijo mayor, Leonardo que era sólo ocho años menor que yo; Chachita (Lilia Lucrecia), Milton, Freddy y Polito (Leopoldo) el menor y más mimado de todos. Así, a la edad de 27 años, me convertí en el hermano mayor de esos cinco hijos de mi hermana, y por primera vez desde que yo tenía 12 años, empecé a vivir con toda mi (nueva) familia bajo un mismo techo y bajo la tutela de mi padre y mi madre (adoptivos). A mi hermana Lilita le complacía mucho que yo, que a la edad de 27, cuando ya tenía una ruta trazada para mi vida, que disfrutaba de un buen trabajo y estaba en camino de culminar mis estudios universitarios, viniera a su casa, y me convirtiera en una especie de modelo para sus hijos.
Tan pronto como regresé de México, fui cariñosamente recibido por todos en mi nuevo hogar, recuerdo que uno de mis nuevos hermanos tuvo la ocurrencia de llamarme “El Poderoso”, nombre con el cual todos mis sobrinos me han llamado desde entonces. Todos mis nuevos hermanos se acostumbraron pronto a la idea de que yo era uno mas en la familia, y todos, sin excepción, me mostraron el respeto y la consideración debida a un hermano mayor. Pocos meses más adelante, nuestra familia se mudó a la nueva casa que Lolo y Lilita habían construido en la ciudadela Kennedy, una nueva área de vivienda para clase media, que quedaba a sólo una cuadra de la nueva y amplia Avenida Kennedy y a cuatro cuadras de la Facultad de Ciencias Económicas donde yo ya cursaba el cuarto año.

Allí yo compartía una habitación con Freddy, el cuarto de los cinco hijos de mi hermana, quien era 14 años más joven que yo y con quien hicimos una “alianza virtual”. Freddy era un gran deportista; su deporte era el tenis de mesa, y su juego era tan bueno que a los quinde años de edad ya fue seleccionado para asistir a unas competencias de alto nivel en Pekín, en una época en que llegar a la China Popular era casi como llegar a la luna. Algunos domingos solíamos asistir los dos a los partidos de EMELEC en el cercano estadio Modelo, lo que cementó más aún nuestra alianza, e hizo que Freddy se convirtiera en un hincha de EMELEC y hasta ahora lo es, como lo son sus hijos y lo serán sus nietos. Muy a mi pesar, sin embargo, todos mis demás sobrinos eran, como su papá, hinchas de Barcelona, nuestro eterno rival del barrio, luego de la ciudad, y actualmente del país.
Fue por esa misma época que yo compré mi primer carro, un Volkswagen escarabajo de color verde, modelo 1965, el que yo consideraba el carro mas lindo del mundo, siendo mi gusto compartido por muchos de mis amigos y amigas de la universidad, en una época en que sólo uno de cada cincuenta estudiantes podía tener un carro propio, y, por lo tanto yo era mirado poco menos que como un súper héroe de las telenovelas y mi carrito como el "cupido motorizado" de la famosa película que por esa misma época apareció en los cines de la ciudad. Fue así como yo entré en el casi exclusivo club de estudiantes de la universidad (los que teníamos carro), en el que sus miembros éramos mirados con respeto y hasta con algo de sana envidia por nuestros compañeros y con coqueta admiración y busca de "afinidad" por nuestras compañeras a quienes les encantaba subirse a mi carrito. Por esa misma época se puso de moda la cumbia colombiana “la cosecha de mujeres nunca se acaba”, que a los muchachos del club nos venía como anillo al dedo, y que disfrutábamos a mas no poder junto con mis amigos y amigas de la universidad.
Fanny y yo no veíamos con alguna frecuencia y de alguna manera disfrutábamos de nuestra mutua compañía, pero mis continuos viajes de trabajo, por un lado, y nuestra falta de genuino interés en esa relación, por el otro, no contribuía a afianzarla. Fanny veía nuestra diferencia de ocho años como una barrera poco menos que insalvable, porque ella era una jovencita de dieciocho y yo era ya un hombre de veintisiete, que disfrutaba de las delicias de un buen ingreso, un buen carro y muchas amistades, pero que además no tenía mucho interés en una relación muy seria. Eso no encajaba en el espíritu y el carácter de una jovencita muy guapa y estudiosa, pero más preocupada por los cantantes y artistas de moda, que en salir con un hombre mayor como yo.

Pero aun así, yo no quería romper con Nena, porque realmente me gustaba y, muy hacia mis adentros, ella siempre fue considerada como "la primera entre iguales" al tiempo de considerar nuestra relación, en un momento en que las oportunidades con otras chicas se facilitaban y se multiplicaban.

En la Firma trabajábamos mucho durante toda la semana, pero las farras del viernes eran parte integral de nuestra vida de estudiantes, estas se prolongaban hasta bien entrada la madrugada del sábado, y manejar y llegar hasta la casa sin tener un accidente era un repetido milagro, hasta el punto en que mi madre adoptiva, mi hermana Lilita me llamó la atención muy seriamente y me advirtió de los peligros de hacerlo, enfatizando el hecho de que este asunto no era un buen ejemplo para sus hijos, que eran además mis hermanos adoptivos. Gracias a Dios, nunca tuve un accidente, a pesar de que en ciertas ocasiones llegaba a la casa tan tarde y con tanto sueño, que me quedaba dormido dentro del carro, a la puerta de la casa. No era, ciertamente esto, una de las lecciones de buen comportamiento que se suponía que el hermano mayor diera a sus hermanos más jóvenes, menos mal que todos ellos dormían hasta bien avanzada la mañana del sábado y no fueron nunca testigos presenciales de mi falta de cuidado.

Entretanto, mi desempeño en la Universidad y en el trabajo era óptimo, perseguía sin descanso la meta de graduarme con excelencia, pese a que debía ausentarme por períodos relativamente largos de la Universidad para atender mis obligaciones de trabajo. Aun así me mantuve siempre al tope de mi clase y me gradué en 1972 con el máximo honor que la Universidad concede a sus estudiantes, el PREMIO CONTENTA.

La Firma, esa maravillosa escuela de profesionalismo, de trabajo y de vida de la que yo formaba parte, seguía compensando mi excelente desempeño con ascensos y mejoras en mi compensación, lo que me daba el empuje necesario para seguir adelante haciendo lo que yo consideraba indispensable para mi progreso personal y profesional.

La vida dentro de mi nueva familia contribuyó también a mi formación como individuo, como profesional y como hombre responsable. Mi hermana y mi cuñado eran incansables en su trabajo, se levantaban diariamente, seis días a la semana, a las cinco y media de la mañana y a las seis y media estaban ya atendiendo su negocio, una despensa localizada en la calle Pedro Carbo y Colón, donde mientras ella trabajaba haciendo los higos en almíbar, el dulce de leche, los cakes y otras delicias que los clientes devoraban diariamente, él atendía personalmente a sus clientes. Su día de trabajo terminaba cerrando la despensa a las ocho de la noche. Con su laborioso trabajo llegaron a educar a sus hijos en dos de los mejores colegios de la ciudad, La Inmaculada y el San José, pero además pudieron construir un patrimonio que hasta hoy es parte del patrimonio de sus hijos, su linda casa en la urbanización Kennedy. De Lolo y Lilita yo aprendí su dedicación al trabajo, su entrega total a las responsabilidades con sus hijos y su inquebrantable solidaridad con la familia. Sin duda, yo aprendí de ellos mas como su hijo adoptivo que lo que pude enseñar a mis sobrinos como su hermano mayor.


En mi próximo capitulo: EN LA RUTA RAPIDA AL EXITO