Wednesday, March 9, 2011

EL AGUIRRE ABAD O EL SEMINARIO

El colegio Aguirre Abad estaba muy cerca de la casa en que yo vivía con mi hermana Flor, en la calle Luque y Boyacá. Vivíamos en la casa de mi hermana Letty, quien arrendaba a Flor una habitación en el segundo piso, habitación que compartíamos, ella dormía en su cama y yo en un pequeño colchón en el suelo. El colchón era suficientemente cómodo y liviano para alzarlo en las mañanas y desplegarlo en las noches.
Al estar recién llegado de Pallatanga, en Guayaquil todo era novedoso para mí, pero si hay algo que me empezó a fascinar eran las revistas de cómicos que en esa época llegaban mayormente desde México, y que incluían “El Pato Donald”, “el Ratón Miguelito, “El Llanero Solitario”, “El Peneca”, "Superman", "El Conejo de la Suerte" y otras. No podía comprarlas porque mi presupuesto no lo permitía, pero si las podía pedir prestadas a mis compañeros de clase.
Flor solía despertarme muy por la mañana para que me levantara a estudiar. Un día me levanté, me bañé y salí a la terraza de la casa “a estudiar”, pero en realidad estaba leyendo una revista de cómicos. Flor, cuyo sentido del deber ha sido siempre comparable al del inspector Javert de Víctor Hugo, vino silenciosamente desde atrás y me pilló leyendo la revista cómica. Su inmediata reacción fue hacer uso de sus manos para torcerme la oreja hasta causarme un intenso dolor, y, paralelamente me dio un discurso encendido sobre mi irresponsabilidad, amenazándome con enviarme de regreso a Pallatanga si me volvía a pillar con una revista cómica. Confieso que la amenaza realmente no me asustó, porque en el fondo, yo aún extrañaba a Pallatanga, extrañaba a mi madre, extrañaba la comida, extrañaba el campo libre, extrañaba las montañas, extrañaba el clima, y, claro, extrañaba a mis amigos. Más me dolió el jalón de orejas, más me dolió el tener que dejar de leer las revistas cómicas que tanto me gustaban y a las que tanto me había acostumbrado. Pero tuve que hacerlo.
Al final del año, mis calificaciones me permitían pasar al segundo año, excepto en dos materias en las que me quedé “suspenso”, porque no había completado el puntaje para aprobar el año. Las materias eran aritmética y castellano. Con la ayuda de Flor, esas materias las aprobé sin problemas en el mes de abril. Nunca me imaginé que no volvería a ser parte del Colegio Aguirre Abad, al que le cogí mucho cariño.
Fue a comienzos de abril de 1955, cuando yo aún no cumplía trece años y había ya aprobado el primer año en el Colegio Nacional Aguirre Abad de Guayaquil y cuando me aprestaba a comenzar el segundo año, cuando comenzaron mis dudas sobre mi futuro. Confieso que tenía sentimientos encontrados al respecto, pues la disciplina prusiana que me imponía mi hermana Flor, más mi franciscana falta de recursos que me impedía disfrutar de cosas que para otros niños eran parte de su vida cuotidiana, empezaron a hacer mella en mí y en mi entusiasmo por volver a Guayaquil. Coincidiendo con esto, y mientras me encontraba aún en Pallatanga en vacaciones, el sacerdote del pueblo, un cura de apellido Oviedo, se había puesto en contacto con mi madre para proponerle que en lugar de enviarme a Guayaquil, me envíe a Riobamba, a seguir mis estudios en el Seminario Menor La Dolorosa, colegio que recién había sido fundado por el obispo Leonidas Proaño, con el objeto de formar los bachilleres que luego serían enviados al Seminario Mayor, en Quito, para hacerse sacerdotes.
Mi madre, lo había discutido con mi padre, los dos habían coincidido en que les gustaba la idea, pero también habían decidido que el asunto no era para su decisión, ellos creyeron entonces (y más de cincuenta y cinco años después los admiro por eso), que debían consultarme, que quien debía tomar la decisión era yo, y que cualquiera que fuese mi decisión ellos la apoyarían. Hablaron conmigo del tema, pero me dijeron que no esperaban una decisión mía inmediatamente, que ellos pensaban que antes yo debía hablar con el cura y que si después de esto, la idea me interesaba, ellos me apoyarían, y que si no, también ellos respetarían mi decisión. Confieso que nunca antes había sentido ese grado de respeto de mis padres por mi opinión, yo estaba más acostumbrado a la obediencia sin reparos, a la idea de que “aquello que te mandan a hacer tus padres, debes hacerlo, sin objetar”.
Sentí una carga de responsabilidad muy grande. Después de hablar con el cura, no había duda de que yo estaría yendo a una institución de educación de primera calidad, que tanto en el aspecto físico, como en el aspecto académico, el Seminario era una institución muy respetable. El cura me habló de que en el camino yo iría desarrollando una “vocación sacerdotal” que sería indispensable para llegar hasta el Seminario Mayor. Me dijo que el colegio tenía canchas de futbol, de vóley, de básquetbol, que tenía excelente comida, que se enseñaban tres idiomas, en fin, me pintó un excelente cuadro, y confieso que no exageró ni un milímetro.
Siempre me gustaron los deportes, nunca he podido llegar a la excelencia en ninguno (nunca tuve la oportunidad), pero en todos me he desempeñado a un alto grado de autosatisfacción y competitividad, a tal punto que a mis 68 años aún juego golf competitivamente, y espero seguir haciéndolo por más tiempo, hasta cuando mis fuerzas me lo permitan, o hasta que sienta satisfacción de jugarlo. Confieso que probablemente de todo el cuadro que me pintó el cura, el segmento que más me impresionó fue el de la práctica diaria del deporte, y al terminar la entrevista con el sacerdote, yo ya había tomado una decisión. Iría al Seminario…
Mis padres estuvieron a punto de llorar de la emoción cuando les dije que había decidido no regresar al Colegio Aguirre Abad y, más bien iría al Seminario. Creo que para ellos fue como una especie de milagro que esperaban. Conociendo el grado de religiosidad de mi madre, estoy seguro que debe haberle pedido a Dios que me ayude a tomar la decisión de ir al Seminario y, por tanto, debe haber considerado un Milagro el que yo haya aceptado ir. Mi madre Inmediatamente empezó los preparativos para que yo fuera a Riobamba, porque a pesar de que el año lectivo de la sierra ya estaba muy avanzado, el cura había sugerido que yo me integrara inmediatamente al colegio, para familiarizarme con él, con los compañeros, con el clima y con la docencia. Yo estaba totalmente de acuerdo.
Mi madre se apresuró a comprarme y/o hacerme ropa para la sierra, todavía recuerdo con cariño el abrigo de felpa color negro que ella me hizo, a partir de un saco de mi padre. Riobamba es frío, muy frío y yo sólo tenía ropas para el clima cálido de Guayaquil y el templado de Pallatanga. Tomó alrededor de una semana la preparación del viaje, mi madre estaba entusiasmada, creo que en el fondo ella se sentía bendecida por la posibilidad de que un hijo suyo, su hijo Rafico, se pudiera hacer un sacerdote. Mi padre también estaba muy contento, hacía mucho tiempo que no había notado la ternura de la que él era capaz, casi que me trataba como a un amigo, desapareció de pronto de su actitud la aureola de autoridad de decisiones inapelables, comenzó a conversar conmigo, cuando antes generalmente sólo se producían monólogos con nosotros en el lado de escuchar y de decir, si papá, o no papá, bueno papá, enseguida papá. El era como otra persona. El día de viajar a Riobamba, él venía conmigo. Tuvimos que viajar a caballo por unos 20 kilómetros, pues el camino piloto estaba interrumpido, llevábamos poco equipaje, en realidad sólo las ropas mías para tres meses de clases, pues las clases terminarían a mediados de julio y luego tendríamos vacaciones hasta octubre. En una mula que mi padre jalaba, mi padre llevaba dos quintales de café para vender en Riobamba y tener los recursos para pagar la pequeña porción de pensión del colegio que nos tocaba pagar (era solo el 10% del valor total de la pensión), porque en realidad yo iba al seminario casi cien por ciento becado.

En mi próximo capítulo: EL “MILAGRO” Y EL SEMINARIO