Friday, April 20, 2012

NO FUI UN GRAN VENDEDOR

El año 1969 se fue volando, mi trabajo por un lado, y las muchas actividades extraescolares en las que me vi envuelto tuvieron su costo en mi desempeño académico y perdí el año nuevamente, otra vez en Química Inorgánica, otra vez el maldito sistema de enseñanza, bien secundado por un incompetente profesor que hacía de su cátedra solo un pasatiempo para justificar un sueldo que nunca se mereció, y, claro, con un estudiante que tampoco esta vez tomó muy en serio la materia, dieron el resultado más lógico. No tuve los puntos necesarios para pasar el año en esa materia, y otra vez me vi forzado a repetirlo enterito, a pesar de haber aprobado todas las demás materias. Que le íbamos a hacer?, la ley es dura pero es la ley. Nunca tuvo esta expresión tan cierta una aplicación más severa conmigo que en este caso.

En Mayo de 1960 empecé mi tercer cuarto año y esta vez pasé en todas las materias y para mayo de 1961 ya estaba matriculándome en el quinto año. Pronto iba a cumplir 18 y estaba consciente de que ya era un hombre tanto por edad como por responsabilidades, al fin del ese año, hice mis resoluciones para el siguiente año y me prometí a mis mismo que volvería a mis estándares de excelencia académica y que no dejaría que nadie me supere en nada. Ya había me decepcionado suficiente a mis mismo y, por supuesto a mi madre al perder dos años seguidos, no tenia excusas, y nunca trate de buscar una, simplemente fallé, punto, pero era suficiente y no lo haría más, y no lo hice nunca más!. Nunca me senti cómodo hablando de este tema con nadie, porque sentía vergüenza de hacerlo, aun ahora no me siento bien al hacerlo, pero me ayuda el hablarles a ustedes de esto porque me redime, me saca de un invisible pero tangible purgatorio de frustración. Me hace entender que esto pasó en mis años de adolescente sin guardianes, los años más delicados de la vida de un joven que muy tempranamente se encontró viviendo sólo, cuidándose, o descuidándose sólo, en un mundo de adultos que tenían sus propias responsabilidades y preocupaciones y que no tenían, y no debían tener, ninguna responsabilidad sobre mí.

El lado bueno de eso es que después de ese par de años de crisis, de falta de responsabilidad (solo académica, gracias a Dios), surgió con fuerza mi carácter de hombre responsable, honorable, soñador, realizador, cumplidor, inteligente, serio, solidario, respetuoso, casi el modelo de hombre que mi madre me dijo que quería que yo fuera. De ella nació y a ella le debo mi carácter, mi forma de ser, mi personalidad y toda la fuerza que impulsó mi vida. Ella continua siendo, cuarenta y tres años después de su muerte, la brújula que guía mi camino, el Norte que sigo en mi camino, y a ella, sólo a ella, y a Dios, les daré cuentas de lo que hice con mi vida cuando llegue a estar a su lado.

Y, sin embargo de todo lo dicho, debo admitir que los años 1958 y 1959, los años perdidos, en el colegio, fueron los años en que mas maduré en muchas formas, especialmente en la forma como comencé a percibir el mundo que me rodeaba y mi rol en el mismo. Maduré en muchas aéreas en las que más tarde me desempeñe con excelencia, tales como mi puntualidad, mi responsabilidad en el trabajo, mi respeto a la autoridad y a la Ley, mi solidaridad con los pobres, mi amor por la patria chica y grande, mi respeto a los principios morales, a la ética en el trabajo y en las relaciones interpersonales, sin lo cual nada de lo que aprendí antes ni después me hubieran servido para llegar a donde llegué con tanto sacrificio. Nunca después de esos años, el dinero se convirtió en una meta de mi vida, este fue solo un medio para lograr el auto respeto que es el más importante de todos los respetos, pero para lograr también el respeto de todos aquellos hombres y mujeres con quienes tuve que interactuar en mi vida. Nunca atropellé los derechos de los demás para hacer prevalecer los míos, nunca fui acusado de nada, por nadie ante la justicia, y nunca me aproveché de ella para atropellar los derechos de nadie. Estoy orgulloso de mí mismo y esa es la mayor herencia que voy a dejar a mis hijos y a mis nietos cuando muera.
En 1961 me cambié de ser un cobrador a ser un vendedor de libros. Teóricamente era un ascenso de categoría, la realidad sin embargo chocó fuertemente contra las expectativas. En primer lugar, como vendedor yo debía vestirme más formalmente, con saco y corbata, lo cual afectaba mi presupuesto, en segundo lugar, debía buscar tutoría de gente mayor y con más conocimientos de la materia que no siempre estaba disponible, en tercer lugar, ya no podía desplazarme por la ciudad a pie o en bus, debía usar taxi, y todo eso seguía agregándose a un presupuesto que cada vez mostraba más gastos, sin que por el otro lado tenga algún ingreso asegurado porque los vendedores no teníamos sueldo. La comisión de vendedor era el 12% del valor de la venta y no tenia cuenta de gastos para reposición.

Pero lo que más me afectó, y tengo que admitirlo aunque no me guste, es que se hizo rápidamente evidente que yo no había nacido con el don de buen vendedor. No tenía la capacidad que parece ser innata en muchas personas, de convencer a lo demás sobre la bondad del producto que ofrecen y consiguen rápidamente convencerla de que lo compre. Vender libros no era lo mismo que vender pan caliente o cobrarle una letra a alguien que ya se había comprometido, con su firma, a pagarla a su vencimiento.

Después del primer trimestre como un vendedor, el resultado numérico era deplorable. Había ganado menos de la mitad de lo que ganaba como cobrador en tanto que había duplicado mis gastos. Había comenzado entonces a meterle la mano a mis ahorros de tres años de trabajo, que no eran muchos, pero eran mi más valioso activo, eran las reservas para tiempos malos, los que habían llegado, disfrazados de tiempos mejores, mas rápido de lo que yo me hubiera imaginado. Al final del segundo trimestre de mi actividad como vendedor de libros, llegue a la conclusión de que vender no era mi línea de negocio. Tuve que admitir entonces mis limitaciones y llegue a la conclusión de que yo no era un buen vendedor, por lo menos no un vendedor de libros, y peor en Guayaquil, a gente profesional, a gente de clase media y alta, a gente con educación generalmente alta y por tanto ilustrada, punto. Pero había que llenar el estomago, y para eso había que ganar comisiones vendiendo libros dondequiera que se pueda.

Me decidí por la provincia de Manabí, una provincia mayormente rural, con gente muy noble de sentimientos, con muy buenos ingresos pero de poca educación y por tanto poca ilustración, gente con la que no necesitaba una alta capacidad de vendedor para convencerle de que compre libros, aunque solo sea para adornar la sala de su casa con una enciclopedia y “apantallar” a los amigos intentando mostrar una cultura que aun estaba por llegarles.

Manabí era una provincia agrícola, con poco acceso a las dos grandes ciudades del Ecuador, Quito y Guayaquil, habitada por gente que después de las cosechas recibía mucho dinero por la venta del café que se iba a los mercados internacionales a través del puerto de Guayaquil, gente que a menudo no encontraba una buena forma de gastarse su dinero. Apunté a ese mercado, y no me equivoqué. Tres eran los elementos básicos de mi estrategia de ventas de libros en Manabí; Uno, me enfocaría en los productores cafeteros, los más conocidos en cada ciudad; Dos, me dedicaría a vender solo La Enciclopedia UTHEA, que era como casi un clon de la famosa y bien conocida Enciclopedia Británica a la que solo Google y Wikipedia, y eso muy recientemente, han podido destronar del mercado internacional, y; Tres, me dedicaría a este mercado en periodos de cosecha, cuando la gente de Manabí estaba con dinero sin destino cierto, y cuando mis viajes no interfirieran con mis estudios en el colegio.

No me fue difícil conseguir los nombres de los potenciales clientes para mis enciclopedias, solo tenía que llegar a una ciudad (eran en realidad pueblos pequeños en los que todo el mundo conocía a todo el mundo) y acercarme a la escuela o al colegio de la misma, para averiguar los nombres de los cafeteros más grandes. Esto lo conseguía en minutos. Luego, me acercaba a las casa de los potenciales clientes y les hacia una corta presentación personal, frente a toda su familia les mostraba mis folletos ilustrativos de la enciclopedia UTHEA.

Nunca tuve un problema para conseguir esta reunión familiar con esta gente muy noble e ingenua casi hasta la candidez. En cierto punto de mi presentación hacia un comentario acerca de lo bonito de su casa, de su sala, de sus muebles, de su comedor, y aquí es donde entraba la punta de mi estrategia; les comentaba que les faltaba una biblioteca donde pudieran lucir los libros que la familia leía y donde se mostrara el ancestral respeto de los manabas por el conocimiento, por la cultura y el estudio de las civilizaciones. “estoy seguro que todos ustedes leen, leen mucho pero desafortunadamente después de leer, sus libros a menudo son arrojados a la basura u olvidados en un rincón, esperando que alguien después de mucho tiempo los encuentre y vuelva a leerlos”. No hay nada como un libro para proveer conocimiento y cultura, y no hay nada como una enciclopedia, para resumir el conocimiento contenido en muchos libros, y no hay ninguna enciclopedia como la UTHEA”, agregaba yo, mostrándoles el folleto muy bien presentado a todo color, con los veinte volúmenes de mi enciclopedia, desplegados a lo largo y a lo ancho del folleto que una vez abierto ocupaba buena parte de la mesa del comedor. “Imagínense ustedes como se vería en esta sala esta maravillosa enciclopedia una vez colocada en un lindo mueble”; y continuaba; “seria la admiración de todos; amigos, familiares, autoridades, visitas de dentro y fuera de esta ciudad, y de toda persona que entre en esta casa y se dé cuenta que la gente que vive en esta casa es gente culta, gente ilustrada, gente que lee y que conoce el mundo y sus culturas”. El argumento era casi infalible.

Silencio total en la reunión por unos minutos, por allí de pronto salía una hija o un hijo que decía, “es cierto papá, nosotros deberíamos tener esa biblioteca, mira que los colores de los libros hacen juego con los muebles que compraste recientemente en Guayaquil”, mientras la madre miraba a su alrededor y asentía con la cabeza lo que el hijo o la hija habían dicho. En ese momento yo sabía que la venta estaba hecha y que mi trabajo había dado los frutos esperados. Unos momentos después el padre preguntaba cuanto costaba la enciclopedia y como se podía pagar, en menos de una hora la venta había concluido y yo salía con papeles firmados y con el compromiso de hacerle llegar la enciclopedia en menos de diez días. Muy a menudo mi visita terminaba con una invitación a almorzar o a cenar en la casa, sellando una relación comercial con el comienzo de una relación de amistad y de respeto mutuo.

Mi comisión sobre la venta de una enciclopedia era unos quinientos sucres, el equivalente de casi dos semanas de trabajo como cobrador, en tres o cuatro semanas en viajes a Manabí y vendiendo cinco o seis enciclopedias semanales, estaba generando ingresos por comisiones por unos ocho a diez mil sucres, dinero que era más que suficiente para mantenerme a flote por casi un año, y así pude inmediatamente volver al estándar de vida que tenía antes, solo que esta vez tenía más tiempo para estudiar puesto que mis ingresos y mis gastos habían llegado al punto de equilibrio. Admito que mi técnica de ventas no era enciclopédica, pero me ayudaba a vender mis enciclopedias, y llenaba mi presupuesto, a la vez que ayudaba a mejorar su autoestima a mis clientes de Manabí.

Gané esa batalla y pude dedicar más tiempo a estudiar y a leer. Nuestro profesor de literatura era don Rafael Díaz Ycaza, y su método de enseñanza a través de la lectura requería de mucho tiempo. Fueron esos los tiempos en que leí libros de literatura Universal como Los Miserables, de Víctor Hugo; Los Hermanos Karamasov y Crimen y Castigo de Fiodor Dostoyevsky; Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, El Paraíso Perdido de John Milton; La Ilíada y La Odisea del gran griego Homero, y muchos otros libros de ese calibre y de esa trascendencia literaria. Mi nuevo trabajo me vino de perlas!.

En uno de esos viajes a Manabí, llegue a la ciudad de Bahía de Caraquez, una pequeña ciudad de unos cinco mil habitantes que estaba unida a otra pequeña ciudad manabita, Chone, por una línea ferroviaria atendida por un auto ferro que hacía dos viajes diarios. Había concluido mi visita a Bahía y debía trasladarme a Chone, para lo cual fui a la estación pomposamente llamada Estación del Ferrocarril Bahía-Chone, y me acerque a comprar mi ticket para el efecto. La persona que atendía la ventanilla era un señor de unos cincuenta y cinco años quien me atendió muy cortésmente, indicándome que podía viajar en primera clase y me costaría cinco sucres el pasaje, pero lo podía hacer en segunda clase y el costo sería únicamente dos sucres. Contento por las ventas que había hecho esa semana, ordené un pasaje de primera, y entonces el encargado de la ventanilla me dio el ticket y me dijo:
“Vea señor, el horario oficial del autocarril dice que debe salir a las ocho de la mañana, pero, normalmente la gente empieza a venir a las nueve y media, por eso el tren sale entre las diez y las diez y media, así que usted que va en primera clase puede venir a las diez”. Me pareció medio extraño todo esto, casi me reí de todo esto, pero especialmente de la sugerencia, pero siguiendo el consejo del encargado de la boletería, así lo hice, llegue a la estación a las diez de la mañana y, en efecto, el autocarril salió a las diez y media, el motorista me había reservado un asiento de primera fila, muy cerca del suyo y allí me senté.

Me llamó la atención que no hubiera ninguna división entre los espacios para pasajeros de primera y de segunda, pero yo estaba satisfecho con mi asiento, así que no hice ningún comentario. Después de alrededor de veinte minutos del lento desplazamiento del auto ferro por las hermosas campiñas manabitas, pero cuando llegamos a una loma, este empezó a disminuir su velocidad cada vez mas hasta que se detuvo por completo. Entonces es cuando el motorista en voz alta dijo, “pasajeros de segunda, por favor bajarse a empujar”, y el carro quedó vacío, con solo el chofer y yo sentados, mientras los veinte y tantos pasajeros de “segunda” empujaban el auto ferro cuesta arriba hasta que llegó a una parte plana y pudo seguir su camino usando su propia fuerza propulsora. Este inesperado evento tomó alrededor de diez minutos y me dejó un recuerdo que ha perdurado por décadas y que me ha servido por muchos años para retomar este tema con mis amigos manabitas.

Esa fue la primera y la última vez que yo viaje en primera clase pagando mi propio boleto. Bastantes años después, ya como ejecutivo de varias empresas internacionales, viajé mucho y di algunas vueltas al mundo viajando en primera clase, pero siempre con mi pasaje pagado por mis empleadores, casi siempre con horarios puntuales, y sin que nunca más haya visto que los pasajeros de la calase turista hubieran tenido que empujar los aviones.

Hice un total de cuatro viajes a la hermosa provincia de Manabí en los primeros años de la década de los sesenta, cada uno de ellos fue muy productivo económicamente, pero, aun mas importante que eso, fué mi conocimiento de la gente de Manabí, su carácter noble, su transparencia, su don de gentes, su generosidad y su amor por la tierra que los vio nacer. Algunos de mis mejores amigos de hoy son manabitas de nacimiento, de corazón, de alma, algunos de ellos son también mis lectores.

Los ingresos que obtuve en mis viajes a Manabí me ayudaron a financiar mis últimos años de estudio en el Colegio Cesar Borja Lavayen, y se extendieron hasta que ingrese a la facultad de arquitectura de la Universidad de Guayaquil ese mismo año. Me gradué como bachiller en Humanidades Modernas con brillantes calificaciones el tres de abril de 1963.

En mi próximo capítulo: EXPUESTO A LA POLITICA