Wednesday, February 8, 2012

UN AMIGO PARA TODA LA VIDA

Mi trabajo era entregar el pan fresco de cada dia a las tiendas de un sector de la ciudad, muy temprano en la mañana. Comenzaba las entregas a las 5:30, todos los días (excepto el domingo), y luego debía cobrar a nuestros clientes por la entrega del dia anterior. Las fundas de pan que se entregaban contenían un valor de entre 10 y 20 sucres. Al comienzo tuve ciertas dificultades para pedalear una pesada bicicleta que al frente tenía una canasta metálica que sostenía la canasta de mimbre que contenía las fundas de pan, la bicicleta era demasiado grande para mí, pero me las arreglé para mover ese vehículo con su carga y, al poco tiempo lo hacía sin dificultad. Encontré que el trabajo era difícil, pero que representaba un desafío que había que vencer, y por eso me empezó a gustar y pronto lo hice bien!
Cumpliendo con mi tarea conocí a mucha gente, adultos casi todos, muchos con mujer e hijos que trabajaban en la misma tienda, esta gente había estado en el mismo sitio por diez, quince o veinte años, y algunos por más de una generación. Eran parte importante de su barrio, conocían a toda la gente de su calle, eran muy trabajadores, algunos de ellos tenían muy poca o ninguna educación formal, pero eran gente profundamente honesta. Ellos notaron que yo era muy joven, quizás demasiado joven y pequeño para hacer el trabajo que estaba haciendo, pero apreciaban y admiraban el hecho de que siendo tan joven y pequeño, trabajara tan temprano y además fuera al colegio por las noches, ninguno de estos hombres y mujeres trató nunca de desanimarme de lo que yo hacía, por el contrario, ellos me daban ánimo para seguir adelante, sembrando la semilla para cosechar más tarde un mejor futuro.

A eso de las siete yo hacia mi última entrega de la mañana, pero a las once volvía a las calles a hacer la segunda entrega del dia, que terminaba a las 12:30PM, a la hora de irme a descansar después de haber cumplido una jornada de intenso trabajo. Mientras tanto, entre entrega y entrega, seguía haciendo limpieza de la panadería.
Mi trabajo era duro, pero a la vez era agradable. Una de las tiendas a las que yo entregaba el pan por la mañana estaba localizada en la esquina nor-occidental de las calles Portete y Chile, era de propiedad de un hombre solitario, don Pedro Quevedo, un hombre viudo que nunca había tenido hijos y que era un fanático del futbol, cuya tienda estaba a solo una cuadra del barrio del Astillero, la cuna de los dos equipos de futbol más populares de Guayaquil. Don Pedro, más que un aficionado al futbol, era un súper fanático de Emelec, el archi rival de Barcelona, el equipo más popular de la ciudad. Este hombre estaba siempre enfrascado en conversaciones con sus clientes acerca del futbol y de Emelec, hablaba de lo extraordinarios que eran los jugadores de su equipo, entre ellos “el “flaco” Raffo, el “loco Balseca”, el “chino” Ciprino Yu Lee, entre otros.
Don Pedro siempre estaba enfrascado en conversaciones y a veces en discusiones acaloradas sobre el último partido o acerca del próximo. Lo cierto es que el tema para él nunca se agotaba. Su vida giraba alrededor de un circulo que solo incluía su tienda, el futbol como deporte y por cierto, el Emelec, el equipo de sus amores. Sus discusiones con los fanáticos de Barcelona eran interminables.

Por esa época, a pesar de que yo había siempre amado y practicado el futbol como deporte, aun no había desarrollado una afición clara sobre ninguno de los equipos de la ciudad, así que don Pedro vio que había la posibilidad de influir para que me hiciera un hincha de su equipo. Un dia viernes, mientras le entregaba el pan de la mañana, me entrego, junto con el dinero del pan del dia anterior, una entrada para el partido del domingo, en el estadio Capwell, que quedaba a unas pocas cuadras de la tienda de don Pedro. Hecho esto, don Pedro me sugirió que nos encontráramos el domingo, a la entrada del estadio, para poder ver juntos el partido. El partido era nada menos que el clásico del Astillero, en el que se enfrentaban Emelec y Barcelona disputando la punta del campeonato local de futbol.
Así lo hice. El dia del partido, a pesar de que llegamos unos cuarenta y cinco minutos antes del inicio del partido, el estadio, que tenía una capacidad para quince mil espectadores, estaba ya completamente lleno y ya no cabía ni un alfiler parado en las graderías del lado de la calle Quito, así que tuvimos que dar la vuelta y buscar un asiento en la parte más baja de las graderías, del lado de la calle Pio Montufar. El juego comenzó a las seis en punto de la tarde. Yo me sentía emocionado, nunca había visto una multitud tan grande en un espacio tan pequeño y menos en un ambiente de tensionada emoción como la que se podía sentir aquella tarde y noche.
Las luces se prendieron a eso de las seis y media de la tarde y me sentí transportado a otro mundo, en un estadio iluminado, con miles de aficionados llenando el estadio y gritando sin cesar para alentar al equipo de sus amores. El estadio me parecía inmensamente grande, gigantesco. El ruido de las barras, el sonido retumbante de los tambores podría haberse oído a kilómetros de distancia. Las barras estaban divididas en partes casi iguales, los hinchas del Barcelona vestían camisas amarillas y los de Emelec, que blandían sus banderas azules al viento, vestían camisas azul celeste, los colores de la camisa de su equipo.

El partido era vibrante, los dos equipos atacaban sin cesar, y se defendían con orden. Al final de los primeros cuarenta y cinco minutos del partido, Barcelona le había sacado una ventaja de un gol al Emelec. Don Pedro, que nunca dejó de alentar a su equipo, se pasó los quince minutos de descanso, discutiendo sobre que el gol de Barcelona debió haber sido anulado por una posición fuera de juego de uno de los jugadores atacantes. Poca o ninguna atención le prestaban los hinchas que estaban cerca de nosotros, y cuando me preguntó a mi si estaba de acuerdo, me limité a decirle que no me había fijado en ese detalle porque la jugada había sido demasiado rápida. Don Pedro debe haber estado equivocado, porque los periódicos del dia siguiente no mencionaron siquiera el supuesto off side, y tampoco lo hicieron los comentaristas deportivos esa noche.
Al comenzar el segundo tiempo del partido, las barras intensificaron los gritos de aliento a sus equipos, la multitud estaba en un estado de semi locura. Unos diez minutos después de iniciada la segunda etapa, Emelec igualó el score mediante un soberbio gol ejecutado por “el flaco Raffo” tras una linda combinación entre “el Loco” Balseca y Raffo, el goleador del equipo. Fue una obra maestra de endiablado dribbling del número siete de Emelec, el inolvidable “loco” que dejó en el suelo al defensor de Barcelona encargado de cuidarlo y cuando vio la posición descubierta de su compañero Raffo, hizo el pase preciso para que el goleador fusilara al arquero de Barcelona que quedó en el piso, mordiendo el polvo y golpeando el suelo con sus manos en señal de rabia y frustración. Un Golazo para el recuerdo. Locura en el estadio, las graderías de madera vibraban tanto que parecía que iban a colapsar; las banderas azules echadas al viento parecían olas del mar embravecido. Era el éxtasis en el estadio Capwell, el único estadio de la ciudad, y el estadio del equipo de Emelec.
Con el partido empatado a un gol por bando, don Pedro estaba eufórico, saltaba de su asiento en cada ocasión que un jugador de Emelec hacia un buen pase. En un momento de calma, se volvió hacia mí y me dijo con voz enronquecida; “ya ves Rafael, cuando estos dos jugadores deciden jugar su mejor futbol, no hay nadie, pero nadie que pueda detenerlos”.
Los minutos avanzaban y el estadio era una verdadera caldera hirviendo, era como un manicomio lleno de locos eufóricos. Cuando faltaba solo unos pocos minutos para concluir el partido, un defensor del Barcelona cometió una falta contra el “flaco” Raffo y lo derribó dentro de la zona de las dieciocho yardas cuando el goleador se apretaba a fusilar nuevamente al portero. Sin dudar un solo instante pero ante las protestas de los jugadores y los hinchas del equipo amarillo, el árbitro del partido decretó la pena máxima. El propio “flaco” se encargó de ejecutar y convertir e gol, dejando sin chance al guardapalos amarillo. Un par de minutos después finalizó el partido, ganó Emelec por 2-1 y en cuestión de cuatro o cinco minutos el estadio quedó solo con hinchas de camisas azules que eufóricos festejaban la victoria y hacían mofa de sus oponentes. Los amarillos habían salido del estadio sin mirar hacia atrás y deseando no haber venido al estadio.
Nunca vi a don Pedro tan feliz como aquella noche. Ese fue el dia en que me convertí en hincha de Emelec y así se lo hice saber a don Pedro, el estaba tan contento que me ofreció comprar las entradas a todos los clásicos del Astillero de allí en adelante por el resto del campeonato. “tú vas a ser mi compañero para venir al estadio a todos los clásicos de aquí en adelante”, me dijo, y yo complacido acepté su oferta. Ese dia aprendí una gran lección y gané un amigo para toda la vida.
Don Pedro era un hombre solitario, sencillo, de alma muy noble y corazón de abuelo, que había encontrado un refugio para su soledad en su amor por el futbol y por Emelec, el equipo que sin ninguna duda hubiera dado la vida por siempre verlo victorioso. Don Pedro tenía unos cincuenta años y había perdido a su mujer a los cuarenta y cinco. Nunca tuvo hijos y desesperadamente necesitaba tener un verdadero amigo.
Después de la muerte de su esposa, Emelec se convirtió en la razón de su vida. Yo me convertí en el amigo verdadero que el necesitaba. Veinte años más tarde, el dia que me gradué con los máximos honores como economista en la Universidad de Guayaquil, le invite a venir a la ceremonia de mi graduación, y, a pesar de que entonces ya estaba muy enfermo, asistió al paraninfo de la Universidad, y, mientras me abrazaba y sollozaba de la emoción, me dijo que con mucho orgullo se sentía feliz de verme cerca de la cima a donde el siempre creyó que yo llegaría. Me dijo que en cierta forma el me veía como al hijo que nunca tuvo y que siempre quiso tener. Don Pedro murió en el Hospital Luis Vernaza solo unos dos meses después de mi graduación y a su funeral solo asistieron once personas, entre ellos yo. Los demás acompañantes en el velorio eran vecinos del barrio del Astillero.
Esa fue la primera vez que sentí que había perdido un gran amigo, un amigo que nunca olvidare.

En mi próximo capítulo: ENAMORADO POR PRIMERA VEZ

A TRABAJAR A LA EDAD DE 14

Mientras tanto, mi mamá y Letty, sentadas en la mesa, conmigo de por medio, se miraban entre si y me miraban de reojo, sin saber que decir o que hacer. De repente yo me levanté y caminé directo hacia mi padre con mis brazos abiertos y mirándolo a los ojos; el me recibió en sus brazos, nos abrazamos fuertemente y mientras lo hacíamos, el me besaba en mi cabeza y en mis orejas mientras sollozando me decía: “mijito, yo te quiero mucho”. Entonces, yo también comencé a llorar a lágrima viva mientras apretaba a mi padre en un abrazo profundo, en un abrazo que no necesitaba palabras para expresar mis sentimientos. Ya más tranquilos todos, mi padre se sentó en su puesto y me sentó en sus piernas, en la misma forma en que solía hacerlo cuando quería compartir conmigo su plato cuando yo tenía cinco años.
Lloramos por algunos minutos, y con sus ojos aun enrojecidos por el llanto pero con voz calmada y aun musitando me dijo: “hijito, no sé lo que vamos a hacer contigo, no sé lo que va a pasar, pero quiero que sepas que te quiero y te queremos todos por lo que eres, y no por lo que pudieras haber sido”, y continuó hablando; “tenemos que ver, tenemos que hablar con el resto de la familia y encontrar alguna solución que sea buena para ti”. Inmediatamente después, como despertando de una pesadilla y buscando un puente para acomodarse a la cruda realidad, mi padre continuó hablando, y esta vez muy tranquilo me dijo: “ bueno mijo, ahora muéstreme esos diplomas y la libreta de calificaciones del colegio, vamos mijo!, vaya buscarlos que yo quiero verlos, necesito verlos!”
Una decisión acerca de mi futuro debía tomarse muy pronto, porque mis padres debían regresar a Pallatanga y a su vida normal en nuestro pueblo. Para todos nosotros estaba bien claro que mis padres no tenían los recursos para matricularme en un colegio comparable al que yo ya no podía volver, pero, no sólo eso, sino que en Guayaquil no había un colegio comparable, ni siquiera en el resto del país, por lo tanto, era claro que yo no podría volver a un colegio como el Seminario. No obstante, también era claro para casi todos que yo debía continuar mis estudios secundarios, el no hacerlo, simplemente no era una alternativa aceptable para nadie en la familia. Mi madre nos había metido en la cabeza desde que éramos muy pequeños, la idea de que la única forma de subir la escalera de la vida era a través del estudio y que el hacerlo no era una opción, sino una obligación sin alternativa.
La idea que alguna vez mi padre había sugerido (mas por su deseo de tenerme cerca a que por privarnos de la educación), de que volviera a vivir en Pallatanga ayudándole a él en sus variadas actividades, nunca fue aceptable para mi madre, y en este campo, era la opinión de ella la que siempre prevalecía, gracias a su convicción profunda, a su sutil pero firme forma de encaminar sus ideas, y a que, a la postre, era ella la que se encargaba de pagar los costos. Mi padre en cambio solía pensar que volver al pueblo y convertirme en agricultor o comerciante, no era más que seguir una tradición de generaciones y no había nada de malo en ello; después de todo, el decía, “yo soy agricultor, mis padres fueron agricultores, mis abuelos y mas antepasados lo fueron, entonces, porque no?”, y una vez añadió “yo estaré siempre junto a él, no solo como padre, sino como tutor, estoy seguro que Rafico puede hacerse un buen agricultor, o un buen comerciante”.
Mi mamá en cambio estaba radicalmente opuesta a la idea de que yo retornara a vivir en Pallatanga y me hiciera un agricultor, para ella, regresar a Pallatanga era como regresar a la “edad media después de haber vivido en la edad moderna. En los siguientes dos días se discutió el asunto en un concilio familiar más amplio en el que participaron mis padres y mis tres hermanas mayores como consejeras, al cabo de los cuales era claro, y se llego al consenso de que la única alternativa posible era que yo encontrara un trabajo que me permitiera auto sustentarme y estudiar en un colegio nocturno al mismo tiempo, y que había que buscar ese trabajo inmediatamente.
No iba a ser fácil, simplemente porque encontrar un trabajo nunca ha sido fácil en nuestro país, pero era aun más difícil encontrarle un trabajo a un adolescente, casi un niño de 14 años, un trabajo en el que me pudiera desempeñar bien y me permitiera ganar suficiente para poder auto mantenerme y a la vez me permitiera ser un estudiante a tiempo completo en un colegio nocturno.
Dos días después y gracias a mi hermana Lilita y su esposo Lolo, pudimos ver una luz al final del túnel. Ellos estaban casados desde hacían seis años y tenían ya cuatro hijos. Lolo era el dueño de una panadería en el centro de Guayaquil, casi en la esquina de la avenida Colon y la calle Chimborazo, a solo unas dos cuadras de la vieja casona de la Universidad de Guayaquil. Mi hermana Lilita se ofreció voluntariamente a hablar con su esposo para ver si él me podía emplear a tiempo complete en su panadería.
Casi inmediatamente Lilita nos hizo saber que por coincidencia, Lolo estaba buscando una persona que a partir de las cuatro y media de la mañana hiciera diariamente el trabajo de barrido y limpieza de la panadería, limpieza de sus vitrinas y perchas, y el arreglo del pan recién salido del horno, en las vitrinas, para su venta a partir de las 5:30 de la mañana que era la hora de llegada de los clientes más madrugadores que venían a comprar el pan y la leche para su desayuno.
El trabajo incluía la limpieza de las refrigeradoras donde se almacenaba la leche que se vendía junto con el pan de la mañana. El trabajo estaba hecho casi como un anillo al dedo para mí, porque este me permitiría estudiar en la noche y trabajar en el dia. El horario era de 4:30 AM a 12:30PM, mi sueldo seria ciento cincuenta sucres mensuales, e incluía alojamiento y comida en la casa de mi hermana, a sólo dos cuadras de la Panadería “La Delicia”.
Bingo!, ya tenía trabajo y podía comenzar inmediatamente. Este trabajo me calzaba como un guante. Mi dia comenzaría muy temprano, pero también terminaría temprano, me permitiría hacer una siesta para completar mis seis horas de sueño y luego hacer mis tareas escolares, estudiar, y luego asistir al colegio nocturno cuyas clases se iniciaban a las siete de la noche y terminaban a las once. Ahora había que buscar un colegio que me aceptara cuando casi se acababa el primer trimestre escolar y así no perdería un año con el cambio de la Sierra a la Costa. Lo encontramos, sería el Colegio particular Eloy Alfaro, Sección Nocturna, donde mi hermana Letty era profesora de primaria en la sección diurna. La pensión mensual era de $50, que yo la podía pagar con mi sueldazo.
No me sentí como haber conseguido el mejor trabajo del mundo o como haber alcanzado el cielo con la mano pero me sentí muy contento de poder seguir mis estudios y ser autosuficiente. Alli termino terminó abruptamente mi niñez y comenzó mi vida de adulto con todas sus responsabilidades; comenzaba muy temprano, cosa que al común de los mortales no le ocurría sino bien pasados los veinte años y terminados los estudios secundarios.
El colegio escogido era bueno, mis compañeros en el tercer año eran jóvenes adultos de más de dieciocho años que también habían comenzado temprano sus vidas de trabajo. Lo mejor de este colegio era el profesor de matemáticas, el emblemático don Nicolás Escandón, famoso en todo Guayaquil por su capacidad para enseñar las matemáticas, y, también por su temperamento fuerte. Escandón, que había sido en su juventud un “Hermano Cristiano de La Salle”, era un hombre de muy baja estatura, que trabajaba un promedio de doce horas diarias como profesor en varios colegios de la ciudad y se daba el lujo de corregir diariamente y en el más grande detalle, los deberes de más de trescientos estudiantes de la ciudad. Nunca nadie llegó a descifrar su secreto de resistencia al trabajo y de capacidad para el detalle. En Escandón encontré el profesor que necesitaba para desarrollar mi innata capacidad para las matemáticas y las ciencias exactas.
Mi trabajo, era muy fuerte, especialmente debido a que tenía que levantarme muy temprano. Los niños de la edad que yo tenia entonces, normalmente duermen desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana, esto es, entre ocho y nueve horas. Yo podía dormir apenas cuatro horas, y, mientras las madres despiertan a sus hijos con abrazos y con besos, yo debía levantarme a las cuatro de la mañana a la voz de mi cuñado Lolo que golpeando la puerta de mi cuarto fuertemente decía: “Rafico, YA!, era una sola llamada y yo debía estar listo en quince minutos para salir con él a la panadería, todos los días, de lunes a sábado (domingo descansaba). Algunas veces llegué a odiar esa voz…Rafico YA!, que me sonaba como “despierta ocioso que ya es hora de trabajar!”, o algo parecido. No ha pasado esa frase al archivo de mis frases favoritas, pero ella me recuerda del viejo refrán que dice “al que madruga Dios le ayuda”, que en esos días, yo prefería pensar más bien en el otro refrán que dice “no por mucho madrugar amanece más temprano!
No me tomó mucho tiempo aprender mi trabajo. Al final de la cuarta semana ya estaba haciendo eficientemente todo lo que se me había enseñado a hacer, y todo aquello que se me pedía hacer aunque no fuera parte de mi trabajo. En realidad las tareas asignadas las hacía en la mitad del tiempo asignado. Fue por esta época que el hombre encargado del triciclo de reparto de pan a las tiendas se enfermó y dejó de asistir a su trabajo.
Lolo, mi cuñado, entonces pensó que yo, a pesar de mis cortas piernas y mi edad, podría sustituir temporalmente al “mono Rivera” el repartidor del pan. Lolo me pidió que lo intentara, y lo hice, pero creo que no tenía alternativa. Hubo que bajar el asiento de la bicicleta hasta donde no daba más, y tuve que extremar mis fuerzas para manejar el triciclo, pero lo hice!, y por varias semanas, hasta que el “mono Rivera” regresara a su trabajo, yo fui el repartidor de pan de “la Delicia”. De repente me encontré a mi mismo en las calles de Guayaquil, manejando un triciclo hecho para ser manejado por un adulto, cargando una enorme canasta llena de fundas de pan y entregándolas de tienda en tienda a lo largo de las calles Chimborazo (a la ida) y Chile (al regreso, comenzando a las cinco de la mañana y terminando a las seis y media. Mi destino de viajero empezaba a tomar forma!
The old U of G building at Chile St. in 1930. This was the point of start of my route to deliver bread in my tricycle when I was 14

Así es como yo comencé mi Carrera como un chico conocedor de los detalles y lo trucos de las calles de Guayaquil. Mi trabajo requería muchas cosas, pero entre las más importantes, requería saber tratar y manejarse con adultos que tenían varias veces mi edad, algunos de los cuales no eran muy educados ni conocían la palabra cortesía, pero todos, sin distinción eran gente honesta, gente trabajadora, gente sacrificada, la mayoría de ellos eran serranos que habían venido a Guayaquil desde muy jóvenes, que amaban a su tierra pero querían mucho a Guayaquil, porque allí ellos se formaron, porque allí hicieron sus familias, porque allí estaban sus hijos educándose y formándose como hombres de bien, sin prejuicios y de vergüenza de sus orígenes humildes, tal como yo...
Yo tenía que manejarme con números para hacer las cuentas y cobrarles lo justo; yo tenía que ser paciente, debía ser puntual (el pan que llegaba tarde no lo aceptaban): tomé mis primeras lecciones de diplomacia cuando tenía que reírme de un mal chiste o tenía que aguantarme una palabra o una expresión grosera dirigida hacia mi cuando insistía en cobrar lo que me debían. Fue aquí donde empecé a aprender el lenguaje de la calle, la lengua de la gente común, de los barrios de Guayaquil. Esta fue para mí, la universidad de la vida, en su más genuina expresión.
Para la mayoría de la gente con quien yo trataba, su condición de dueño de una pequeña tiendita en la gran ciudad de Guayaquil era como la realización de un sueño, era el punto de partida para dejar atrás las pobrezas y las limitaciones del pasado, era el pasaporte para que sus hijos pudieran educarse en la gran ciudad, era el puente estrecho y peligroso que les permitiría a sus hijos pasar a una nueva vida, llena de desafíos pero también de esperanzas, era el precio para obtener la visa para que sus hijos entraran a la universidad.
En Guayaquil hay miles de exitosos profesionales médicos, abogados, ingenieros, arquitectos, economistas y otros profesionales cuyos padres fueron parte de ese grupo humano con quien yo trataba allá, en la segunda mitad de la década de los cincuenta. La mayoría de estas gentes eran serranos por nacimiento, de origen humilde, generalmente agricultores que venían de todas las provincias de la Sierra, dejando atrás a sus padres y al resto de sus familias, estaban orgullosos de su origen serrano, y sin embargo eran guayaquileños de corazón genuinamente guayaquileños que amaban la ciudad que los acogió, porque era su destino escogido. Guayaquil era su nueva casa y entonces era lo que hoy y siempre ha sido, una ciudad luchadora, rebelde, industriosa, orgullosa de su pasado y forjadora diaria de su gran futuro.

Yo era uno más de ellos, excepto que nunca aspiré a ser dueño de una tienda. Por alguna razón que debe estar enraizada en los genes de mi madre, siempre aspiré a ser parte de un mundo más ancho, de un mundo sin límites visibles, donde solo el cielo era el limite, y yo sabía que para llegar a eso había un solo camino, un camino que no estaba sembrado de flores, un camino que sería difícil, que comenzaba con trabajo muy fuerte y que exigía cada vez más sacrificios. Allí estaba la semilla, era solo cuestión de tiempo y sacrificio para que germinara, y ya había comenzado a germinar, solo faltaba darle tiempo, sangre, sudor y lagrimas...

En mi proximo capitulo: