Tuesday, August 14, 2012

EL FIN DE UN SUEÑO Y EL COMIENZO DE OTRO

PUENTE DE BROOKLYN EN NYC

Esas fueron las horas más felices que pasé junto a Anita. En la noche del fin del año, volvimos a reunirnos en el mismo lugar y con la misma gente que estuvo la noche de la Navidad, pero esta vez ella empezó a hablar de matrimonio, y, a pesar de que no se arruinó la noche, no pudimos pasarla tan bien como la Noche Buena. Nunca más pudimos Anita y yo disfrutar, juntos, de una reunión familiar como la de la Navidad de 1967.
Tal como ocurrió en los últimos meses del año anterior, el Restaurant Canterbury siguió siendo mi segunda casa de martes a viernes. A las tres de la tarde, después de clases, tomaba el tren en la estación de Union Square y llegaba al restaurant antes de las 3:30 PM. Almorzaba y me ponía mi elegante uniforme de trabajo y empezaba a arreglar las mesas para la primera ronda de clientes que comenzaban a llegar pasadas las seis de la tarde. Muchas veces me quedaba tiempo para estudiar. Las horas mas atareadas eran entre las seis y media y las ocho y media de la noche, seguidas de una segunda ola, esta vez menos intensa, con clientes que llegaban a las nueve y media y se iban antes de las once, eran los que salían de los teatros y se servían una comida ligera (supper) y tomaban esta oportunidad para comentar sobre la obra de teatro que habían visto unos momentos antes. Pasadas las diez y media de la noche el restaurant quedaba vacío y nosotros podíamos irnos a los vestuarios a prepararnos para salir. Antes de las once y media de la noche llegaba a mi departamento, tomaba una ducha y me sentaba a ver por lo menos una parte del programa de Johnny Carson, y luego a estudiar hasta la 1:30 AM para dormir unas buenas seis horas y levantarme listo para ir a la universidad.
Anita y yo continuamos viéndonos, ella venía a verme casi todos los domingos y entonces íbamos al cine o visitábamos lugares de interés. A veces me visitaba los sábados, y entonces la visita era mas corta porque yo siempre debía trabajar a las cinco de la tarde. La llevaba entonces de regreso hasta el terminal de buses de la Octava Avenida y la calle 42 W y allí nos despedimos hasta el siguiente día. Los domingos la acompañaba siempre hasta su casa y yo regresaba a Nueva York entre las ocho y nueve de la noche.

EL PARQUE CENTRAL DE NUEVA YORK DESDE EL AIRE

Nuestra relación se estabilizó alrededor del entendimiento mutuo de nuestra disponibilidad de tiempo y la idea de que nuestro futuro dependía de que yo volviera al Ecuador, obtuviera un buen trabajo y mi situación económica se estabilizara primero, y luego se fortaleciera hasta el punto de ser sólida. Siempre fui transparente con ella, mi primera, inmediata y más importante meta era prepararme académicamente para el futuro, consolidar mis primeros logros en Nueva York, con lo cual aseguraríamos estabilidad económica y tranquilidad mental, sin lo cual la felicidad completa no tendría una base sólida. Ella parecía haber entendido todo esto muy bien, o al menos no trató más de cambiar mis prioridades.
Pero, complicando un poco el panorama hacia el futuro, mi situación migratoria me hacía vulnerable a la siempre latente posibilidad de que las autoridades de inmigración me mandaran a mi casa en Ecuador. Conseguí una prórroga de seis meses para mi visa de turista y con ella seguí trabajando y estudiando, no obstante que con la visa que tenía, ninguna de las dos cosas era legalmente permitida. Sin embargo, dado el bajísimo nivel de desocupación de entonces, tengo la impresión de que las autoridades migratorias se hacían un poco de la vista gorda, o no eran tan estrictas como lo son hoy, y, por lo tanto, había muchísima gente (miles como yo) que trabajaban y estudiaban sin el estatus legal adecuado y con relativa tranquilidad.
Seguí trabajando hasta el 10 de abril y estudié hasta terminar el ciclo de invierno, a fines de marzo de 1968. Los tres semestres que estudié en NSSR fueron un fundamento grande y muy valioso para mi posterior formación académica y profesional.
Ya había tomado la decisión de regresarme para reiniciar mis estudios en la Facultad de Economía de la Universidad de Guayaquil en el ciclo que comenzaba en mayo de ese año y así lo hice. El 12 de abril regresé a Guayaquil. Atrás quedaron Anita, Nueva York, la New School For Social Research y el Canterbury Restaurant; pero traje conmigo una enorme serie de recuerdos del tiempo que viví en la Gran Manzana, la “capital del Mundo”, incluyendo El Play Boy Club y sus conejitas, el Central Park y sus bellas rutas y lagos en medio de los árboles, las Naciones Unidas y su enorme restaurant, los diplomáticos discutiendo la Guerra de los Seis Días, el Club de las Nubes en el Chrysler Building, los trenes subterráneos, los túneles, los históricos puentes, la Estatua de la Libertad, y, desde luego, la gente que allí conocí y que me ayudó a ver el mundo desde una perspectiva diferente.
Jorge Alberto Terreros y Angelita, su esposa, los amigos que me ayudaron desde el primer día quedaron para siempre encasillados en un espacio especial de mis memorias, ellos me dieron todo lo que podían darme y mucho más, me enseñaron a vivir en un mundo distinto, totalmente nuevo y no necesariamente amigable; mi gran amigo y hermano de mis sobrinos Muñoz Romero, “el flaco” César Muñoz y su familia, quienes me hicieron sentir “en mi casa” cuando estaba muy lejos de mi casa, porque me dieron la amistad y el cariño que se siente genuino y se devuelve así mismo con calor humano y sinceridad.
Eran los tiempos de los hippies y de las protestas masivas contra la Guerra de Vietnam en las universidades de todos los Estados Unidos. En nuestra universidad esos movimientos sociales no pasaron inadvertidos. La cultura de la protesta, la rebeldía y la desobediencia habían crecido a enormes proporciones y había penetrado casi todas las universidades de los estados Unidos, las calles y los parques a través de toda la nación americana. Los hippies eran gente mayormente joven que había desarrollado una cultura de rechazo a las enseñanzas de sus mayores y expresaban abiertamente su rebeldía a través de su vestimenta extravagante, de sus gritos, de su falta de limpieza corporal, de su aversión profunda a las “reglas del establishment”. Los hombres no se afeitaban ni se cambiaban de ropa, las mujeres no se peinaban ni se maquillaban, y juntos salían a las calles y a los parques, pero especialmente a las cercanías de las universidades a gritar, a hacer plantones, a mostrar letreros de protesta contra la guerra, contra el gobierno y contra la sociedad tal cual como estaba organizada, y, a fumar mariguana y consumir varias clases de droga, incluyendo cocaína, LSD y morfina. Era la viva expresión de la anti-sociedad y su influencia en la juventud se extendía como un fuego sin control.
Para fines de 1967 y primeros meses de 1968, el Washington Square (o el parque George Washington) y el Greenwich Village y sus alrededores, localizados frente a la Universidad de Nueva York, y muy cerca de mi universidad, habían sido, casi literalmente “tomados” por los hippies y sus simpatizantes. Allí se podían ver, especialmente en las noches, grupos compactos de hippies, hombres y mujeres, con sus banjos, acordeones y tambores, celebrando juntos su juventud y fumando mariguana para refinarse. De 1960 hasta 1968, el número de personas en los Estados Unidos que consumían mariguana había crecido desde unas pocas decenas de miles, hasta más de diez millones. Yo no estuve exento de la tentación, aun cuando me detuve casi al momento mismo de probarla, una experiencia que la repetí ya de vuelta en Guayaquil. No me arrepiento de haberme rehusado a hacerlo. Creo que en definitiva, el haberlo hecho sólo prueba que dentro de mí siempre estuvieron las enseñanzas de mi madre y la fuerza de mi carácter que tiene el mismo origen.
A principios de enero de 1968 visité las oficinas de ARTHUR ANDERSEN & CO. (“AA&CO”), una de las cinco firmas de Contadores Públicos de los Estados Unidos y del mundo y probablemente la mas prestigiosa de ellas, para presentar una aplicación para trabajar en sus oficinas de Guayaquil, las que estaban a punto de abrirse por esos días. Dos meses después, a principios del mes de marzo, recibí una carta de ellos, llamándome e para una entrevista con su departamento de personal para el 24 de marzo. Acudí a la cita, y en ella, un profesional de apellido Brown me entrevistó por más de cuarenta minutos. Salí de esta entrevista muy optimista, primero porque pude conocer la clase de empresa que era AA&CO, y segundo porque me fue muy bien en la entrevista.
Esta fue la primera vez que pude, fuera de la universidad, poner a prueba a un alto nivel, mi inglés recientemente aprendido.

EL MALECON DE GUAYAQUIL POR LA NOCHE

Me sentí orgulloso de mi mismo y con mucha más confianza que nunca sobre lo que podía venir en el futuro para mí. Tres días después de esta entrevista recibí una carta de AA&CO para una nueva entrevista, esta vez para un desayuno con un socio y dos gerentes de la firma. Me fue excelente en esta entrevista, pude responder muy bien a cada pregunta de los entrevistadores y fue entonces que el socio, de apellido McAllister, me dijo que se habían comunicado ya con el señor José García, el hombre que iba a estar a cargo de las oficinas de la Firma en Guayaquil y él había mostrado mucho interés en conocerme y entrevistarme, para, eventualmente ofrecerme una posición en su staff de auditoría, que para entonces sólo estaba en etapa de formación. La entrevista en Nueva York sólo debía ser considerada la antesala de la entrevista definitiva que debía realizarse en Guayaquil.

GUAYAQUIL, LA BELLA

Mi relación con Anita cambió radicalmente cuando a fines de marzo le hice saber que mi decisión irrevocable era regresar a Guayaquil a mediados de abril, después de terminar mi trimestre en la Universidad. Pese a que en muchas ocasiones discutimos el asunto y que ella parecía haberse hecho a la idea de mi regreso, no le gustó la idea de que me regresara tan pronto. Me acusó de haber estado jugando con ella y de que en el fondo nunca estuve interesado en una seria relación. Nada mas lejos de la verdad, pero me fue imposible convencerla. Desde luego, traté de calmarla, sin éxito.
Mi decisión era irrevocable, volvería al Ecuador y seguiría estudiando en la Facultad de Ciencias Económicas mientras esperaba mi oportunidad en AA&CO, nunca estuve más convencido de estar en lo correcto, aunque me dolía en el alma el tener que romper con la chica que amaba y con quien había tenido una hermosa relación de mas de tres años.
Nada fue suficiente para convencer a Anita de que no había estado jugando con ella, y por eso ella decidió que debíamos romper nuestra relación. Sin regresar a ver, y sin despedirse, descendió las escaleras de la estación del subway en la ruta al bus que la llevaría hasta Hackensack, N.J., donde ella vivía. No la volví a ver y no volví a saber de ella sino hasta muchos años después, cuando de vacaciones ella vino al Ecuador en el año 1977. Nos reunimos en un almuerzo para conversar y hablar sobre nuestras vidas, ella se había casado con un irlandés, de quien se había divorciado sólo un par de años después, tras una amarga experiencia. En su matrimonio ella había tenido una hija, en quien Anita había encontrado la razón de su vida, mientras que yo, que me había casado en 1973 con Fanny, la chica que finalmente escogí para ser mi compañera para el resto de mi vida, era muy feliz con mi familia, ya tenía a mis dos primeros hijos, era el VP ejecutivo de COFIEC, el banco industrial más grande del Ecuador, y simultáneamente era el Gerente de Northwest Ecuador Company, una compañía en proceso de liquidación.

En mi próximo capítulo: DE REGRESO EN GUAYAQUIL