Thursday, October 14, 2010

PERDIDO EN LA GRAN CIUDAD


TRENES VOLADORES, UNA VISION FANTASTICA DE UN CAMPESINO CUYA IMAGINACION "VOLABA"

Este había sido, sin ninguna duda el día mas largo de mi vida, y el más emocionante también. Pese a que cada cosa que veía en la gran ciudad me llamaba mucho la atención, el cansancio de haber viajado tantas horas me hizo que me durmiera tan pronto llegamos a la casa de mi hermana Letty. Esa noche soñé con una enorme cantidad de cosas, todas nuevas: soñé en los precipicios que había visto en el camino a Bucay; en el paso de los ríos montado al anca del caballo en que cabalgaba mi papá; soñé también, y creo que hasta me desperté, con el pito del inmenso e impresionante tren; con el ronco bramido del barco Galápagos al empezar y al terminar su corto viaje de Durán a Guayaquil. Soñé también con los postes y los árboles que viajaban raudos en dirección opuesta a la del tren; soñé también con los gritos de las vendedoras de piña, y, claro, soñé con nuestro corto, pero emocionante viaje en el “Galápagos”, el inmenso barco que nos llevó a la otra orilla del caudaloso río que separaba Durán, la última estación del tren, de la ciudad de Guayaquil.
Letty vivía en una casa de madera de tres pisos, con el típico portal guayaquileño, la casa era de color pastel, con ventanas venecianas de color caoba. El piso bajo donde vivía mi hermana con su esposo, tenía cinco habitaciones y una cocina, allí vi, por primera vez una cocina a kerosene, un avance tecnológico que aún no había llegado a Pallatanga, donde la cocina era un fogón, con parrillas de hierro y en el que el fuego se alimentaba con trozos de leña. Había un patio empedrado de unos 100 metros cuadrados detrás de la casa, donde había una pila de agua donde nadaban unos cuantos patos y bebían las gallinas que mi hermana criaba. La casa estaba localizada en el centro de la ciudad, en la calle Luque 629 entre Boyacá y Chanduy. Letty nos asignó un cuarto para mi mamá, mi papá y para mí. Esa noche caí rendido, literalmente exhausto, me desperté como a las siete de la mañana, cuando mis padres ya se habían levantado, y mi mamá ya estaba en la cocina, ayudando a mi hermana en sus quehaceres domésticos. Era un día del mes de abril de 1947, y a las ocho de la mañana ya empecé a sentir el calor y la humedad típicos de esa época en Guayaquil. A las ocho y media de la mañana me invitó mi padre a caminar en la ciudad. El tenía que ir al Mercado Central a cobrar a uno de sus clientes el valor de unos quintales de alverja que les había vendido, y claro, me llevó como su compañía y a hacerme conocer la ciudad. Yo estaba cada vez mas deslumbrado por todo lo que veía: las calles pavimentadas, los automóviles, los buses, los grandes letreros de Pepsi Cola, de Colgate, de Firestone, de Michelin, de General Electric, los gritos de los vendedores anunciando sus productos en las calles, etc. Todo era nuevo, todo era grande, la gente caminaba muy rápido, era como si todos anduvieran de prisa por llegar a su destino, mientras yo miraba todo con curiosidad, casi extasiado. En el camino vi a gente que regresaba a sus casas con un indio al lado, cargando una canasta muy grande, y aparentemente muy pesada que mi padre me explicó que estaba llena de víveres comprados en el mercado

GUAYAQUIL-EL PARQUE CENTENARIO-
UN ICONO DE LA CIUDAD


Caminamos unos diez minutos desde la casa de mi hermana Letty y recuerdo que entramos al mercado, por la puerta de la calle Clemente Ballén, inmediatamente tomando hacia la derecha, hacia donde estaban los comerciantes de granos. Llegamos donde uno de ellos, con quien mi padre entabló una conversación que tenía que ver con sus negocios. Derrepente sentí un deseo de caminar alrededor y le dije a mi padre que me permitiera hacerlo. Absorto en su conversación, él debe haberme dado una autorización explícita, o tal vez lo que yo debo haber interpretado como su autorización tácita, y empecé a caminar por mi cuenta, salí del mercado por la misma puerta por donde entramos, y me encaminé hacia la calle Santa Elena, de allí ya no recuerdo para donde fui. Luego de caminar, sin rumbo fijo por unos veinte o treinta minutos, derrepente me sentí perdido, estaba caminando sólo, completamente sólo, dentro de lo que mucho después supe que era el parque Centenario, y empecé a mirar a mi alrededor, primero confundido, luego asustado, después llorando de miedo y finalmente en pánico. Empecé a correr de un lado al otro, como si hubiera perdido el sentido de la orientación, posiblemente debo haber gritado hasta que la gente que pasaba por el lugar debe haber notado mi estado de ánimo y llamaron a un policía. El policía debe haberme calmado, debe haberme preguntado mi nombre y otros datos, pero también, en el proceso, debe haberse dado cuenta que yo no era de la ciudad, que era serranito, que no conocía la ciudad y que estaba perdido.


EL MANZO Y CAUDALOSO RIO GUAYAS,
SIMBOLO DE GUAYAQUIL Y DEL ECUADOR


Debe haber venido un segundo policía, pues muy levemente recuerdo que dos policías discutían lo que debían hacer conmigo. Finalmente, los dos policías me llevaron a una cercana “casa cuna” que quedaba a sólo unas cuadras de distancia del parque Centenario pues asumo que ellos, correctamente pensaban, que allí podrían ayudarme a encontrar mi a familia, como en efecto ocurrió.
Después de unos momentos caminé, de la mano de uno de los dos policías, hacia el lugar aparentemente sugerido por su colega. La casa Cuna estaba localizada en la calle Víctor Manuel Rendón entre Escobedo y Boyacá. Allí me dejaron los bondadosos policías, recomendándole a la administradora de la Casa Cuna que trataran de localizar a mi familia para que yo pudiera volver con ella.
Entre tanto mi padre, que se había percatado de mi ausencia, había empezado a buscarme, sin éxito, alrededor del mercado. Al poco rato había entrado en pánico porque había perdido a su hijo en la gran ciudad, preguntaba a todo el mundo dentro y en los alrededores del mercado si habían visto a un niño de cinco años, caminando sólo por esos lugares, sin encontrar respuesta positiva. La sensación de buscar una aguja en un pajar invadió a mi padre hasta que finalmente, alrededor de las once de la mañana regresa a la casa y comunica a mi madre y a mi hermana Letty lo que estaba pasando. La angustia empieza rápidamente a cundir en la casa, todo el mundo llora desesperadamente y más que nadie mi madre. Toma un largo tiempo, como más de media hora, hasta que los ánimos se calman y se empieza a pensar racionalmente en la mejor forma de actuar para encontrarme. En un improvisado concilio familiar de emergencia se decide actuar. El primer paso es llamar a la policía, al cuerpo de bomberos y a los hospitales, pero esto no da resultados positivos. La angustia empieza a crecer de manera exponencial, a eso de las dos de la tarde, cuando ya habían pasado casi cinco horas desde la última a vez que mi padre me vio, se le ocurre a Letty ir a las emisoras de radio a poner avisos de emergencia. Van a las radios Zenith, El Mundo y América, las mas escuchadas de la ciudad con el mismo mensaje de angustia de los padres y la familia del niño Rafael Romero Montiel, perdido en los alrededores del Mercado Central desde esta mañana, y pidiendo a los radioescuchas su ayuda para localizarlo y devolverlo a su familia.


EL RIO GUAYAS, FRENTE A LA
MODERNA Y PUJANTE GUAYAQUIL

Como era de esperarse, a eso de las tres y media de la tarde, alguien en la casa cuna donde yo estaba, ha escuchado el aviso de Radio El Mundo, dando mis características y mi nombre y pide que llamen a mi familia para avisarles que yo estaba sano y salvo, y no muy lejos de la casa. Menos de media hora después, alcancé a ver a través de la puerta de tela metálica de la casa cuna, a mi hermana Letty, que con un vestido de color lila, llegaba a rescatarme. Grité de júbilo: Ñañita, estoy aquí!, y quería abalanzarme a sus brazos, sin percatarme que la tela metálica nos separaba.
Letty me abrazó y me besó repetidamente y en pocos momentos más yo estaba nuevamente en las calles de Guayaquil, caminando de la mano de mi hermana y en camino a ver a mis padres que aún muy preocupados, pero felices, esperaban mi llegada.
Aprendí entonces que la gran ciudad puede ser peligrosa, que no todo lo que te emociona es siempre seguro y que hay que saber a donde vas y con quien vas, que no hay que solamente conocer la ruta, sino que hay que evaluar los riesgos de tomarla. Desafortunadamente sólo me acordé de ello después de que en Mayo 13 de 2007, fui víctima de un secuestro express en Guayaquil, cuando una banda de tres criminales me asaltaron mientras iba sólo y supuestamente seguro, a cenar en uno de los hoteles de la ciudad. Armados con metralletas me bloquearon la vía, me asaltaron a punta de metralleta, golpearon mi carro y me golpearon a mí hasta hacerme desangrar dentro del carro, hasta someterme a su suprema voluntad. Me llevaron con ellos dentro de mi carro, yo tendido en el piso en la parte posterior del carro, con una pistola apuntando a mi cabeza y con la orden de “cerrar los ojos y no levantar la cabeza”. Los asaltantes, después de robarme todas mis pertenencias y seguir asaltando, con mi carro, a otros carros en las principales vías del norte de la ciudad, finalmente me dejaron dentro del carro y huyeron en otro vehículo cuando creyeron que me habían matado, cuando dejé de contestar sus preguntas y me quedé quieto, simulando estar muerto. Fueron las cuatro horas mas duras de mi vida, pensé que los delincuentes me iban a matar, pensé en mi madre, en mi mujer, en mis hijos, y en lo mucho que los quiero y lo mucho que debo siempre repetirles que los amo.
En m i próxima entrega: MIS PRIMEROS AMORES