Monday, August 27, 2012

DE REGRESO EN GUAYAQUIL


Regresé a Guayaquil volando por Ecuatoriana de Aviación en abril 12 de 1968, trayendo de regreso a mi país, aparte de una maleta llena de esperanzas, mi viejo set de TV de 29 pulgadas (blanco y negro), mi radio de transistores Hitachi y una maleta con mis efectos personales que incluían dos ternos nuevos que me costaron 99 dólares cada uno, media docena de corbatas y unas cuantas camisas de vestir. Bien guardados en un maletín de mano venía la parte más importante de mi equipaje y mi más importante recuerdo de Nueva York, los cuatro mil dólares que pude ahorrar durante el tiempo que viví, trabajé y estudié en esa gran ciudad.

Era casi una fortuna para mi, mi reserva para el tiempo que tomara encontrar un trabajo que me permitiera seguir estudiando mientras esperaba la tan ansiada respuesta de Arthur Andersen. Claro que iba a extrañar a Anita; su voz, su perfume, sus abrazos, sus besos y todo lo que hicimos juntos, pero yo sabía que todo eso iba a quedar atrás, habíamos roto para siempre, y yo no quería ser el que tuviera que mirar hacia atrás. Me prometí a mi mismo que haría mi mejor esfuerzo para mirar hacia adelante, para comenzar una vida nueva, con fe, con decisión, con optimismo, con firmeza, con valentía, sabiendo que no iba a ser fácil.

Por algunos meses después de mi regreso seguí pensando en ella, seguí soñando (dormido y despierto) con ella, ninguna chica que conocía hasta entonces me llenaba como lo hacía ella. A veces pensaba que no iba a poder sobreponerme anímicamente nunca de mi estado de tristeza y añoranza, pero me mantuve firme en mi decisión de olvidarla. Mas temprano que tarde empecé a sentir que mi estado de ánimo iba mejorando y empecé a ver una pequeña luz al final del túnel. Yo ya lo había decidido, pronto tenía que encontrar una chica joven, bonita, inteligente, tierna, alegre en su trato personal (para compensar por mi tristeza) y madura en su forma de ser. Yo era el tipo de persona que sentía la necesidad de tener alguien a quien confiar sus inquietudes, contar sus sueños, compartir sus penas y alegrías.

Fue entonces que empecé a salir con Fanny, la joven tímida, de apenas dieciocho años, que con el pasar de los años se convirtió en la súper mujer que ahora es, mi amada esposa, la que me ayudó a navegar las agitadas aguas de la transición a mi nueva realidad, la que sin saberlo, me ayudó a cruzar el puente entre el pasado y el presente, la que fue testigo de mis inconstancias, de mi inmadurez y mi miedo a comprometerme por casi cinco años, hasta que se le agotó la paciencia y un día me dijo que ya no quería saber nada de mi, que quería terminar conmigo para siempre y se mantuvo firme en ello por mas de dos meses, hasta que yo, triste y arrepentido, hice un acto de contrición y fui a pedirle que me perdonara, que se casara conmigo y que compartiera su vida con la mía. Sólo así logré que me perdonara por mis flaquezas. Nunca he hecho nada más correcto en mi vida que pedirle perdón a Fanny y nunca el premio por haberlo hecho fue tan grande y tan valioso.

Como le dije a mi hija Angie, un día que ella y yo decidimos escarbar hacia lo mas profundo de nuestras memorias: “me siento tan feliz de que las cosas sucedieran de la forma que sucedieron, porque de no haber ocurrido lo que ocurrió, yo no habría tenido la familia que hoy tengo, la mujer que tengo y los hijos que hoy tengo”, le dije. No habría sido tan feliz como he sido por los últimos 39 años de mi vida y como lo soy hoy día. Al final de cuentas, colocar las bases en el edificio de mi vida no fue fácil ni fue rápido, me tomó cerca de cinco años el hacerlo, tuve que madurar primero, pero lo hice con la maestría de un experto constructor, y el resultado está a la vista. El edificio sigue sólido y firme y seguirá estándolo por el resto de mi vida.

Mi madre y algunos de mis hermanos estuvieron a recibirme en el aeropuerto el día que llegué desde Nueva York. Extrañé a mi madre cada día que estuve ausente, su compañía y su sola presencia le daban a mi vida la paz, la calidad, la calidez y la abundancia que sólo su espíritu sereno y su generosa sonrisa podían hacerlo. Nunca había estado alejado de ella por tanto tiempo, me sentí inmensamente feliz de volverla a ver, pero la encontré pálida, débil y triste. Algo me decía que no estaba bien; que su salud, que en los últimos años había sido frágil, estaba en un franco deterioro. No se lo dije a ella, pero se lo dije a mi hermana Lilita y ella estuvo de acuerdo. A pesar de que su adorable sonrisa y sus ojos brillantes estaban aún presentes, ellos estaban, sin duda escondiendo la pena y el dolor que había venido sintiendo su cuerpo por algún tiempo y que pretendía ocultarnos para no causarnos pena ni preocupaciones. Le dije cuando llegué, “mamita, voy a estar con usted, voy a cumplir mi promesa y la traeré a vivir conmigo; voy a tener un lindo trabajo, y ya no va a tener que andar de aquí para allá, sufriendo porque no puede llenar sus necesidades; voy a ser totalmente responsable de que no le falte nada y que su salud sea atendida como es debido”, Era sólo una manera de auto recordarme que esa iba a ser mi responsabilidad, y sólo mía y que la asumiría con amor y con ternura.

Antes de empezar a buscar un apartamento, amoblarlo y mudarme a vivir con mi madre, debía hacer algunos arreglos, pero no quería esperar mas. Renté dos habitaciones en el piso donde vivía mi hermana Letty, en la calle Luque No. 631 y Boyacá, en pleno centro de Guayaquil, y allá nos mudamos inmediatamente con mi madre. El primer paso estaba dado, ella y yo empezamos una nueva vida, suficientemente cerca del resto de la familia como para sentirnos bien pero no tan cerca como para incomodar a nadie.

Las cosas nos iban muy bien, ella y yo teníamos una química muy especial y nos acomodábamos a vivir juntos como la tierra y el sol. El trabajo en Arthur Andersen tuvo que esperar hasta enero del siguiente año, los reclutamientos para el año 1969 ya habían sido hechos, pero, gracias a la ayuda y la recomendación del decano de la Facultad de Economía, el Eco. Enrique Salas Castillo, logré conseguir un trabajo en la compañía ACERO COMERCIAL ECUATORIANO, donde desempeñé las funciones de Jefe de Cobranzas con un sueldo de aproximadamente $200 mensuales, hasta enero del año siguiente.

Era suficiente para mantenerme ocupado, pero además, ayudaba a preservar en alguna medida los ahorros que había logrado traer de Nueva York, que, a propósito, habían sido reducidos materialmente por los préstamos solicitados por mis dos hermanos mayores, uno de los cuales nunca me pagó el suyo ($600), mientras el otro, que había, con el dinero de mi préstamo, convertido parte del solar de su casa en un criadero de pollos, me devolvió el préstamo de $1,000 un año después del plazo originalmente pactado, casi como haciéndome un gran favor al devolverme mi dinero.

En nuestra familia, que ha sido siemprem una parte del Huerto del Señor, se han dado casos increíbles de inaceptable conducta con respecto del dinero. He aquí uno de ellos, quizás el peor de todos, un caso que debe estar haciendo a mis padres ponderar en sus tumbas si sus enseñanzas sobre solidaridad, nobleza personal y honradez, cayeron en un saco roto.

Permítanme este breve desvío del tema, pero esta historia vale la pena contarlo por lo que es casi increíble, pero verdadero:

Capítulo Uno: Hace unos diez años, como en una de esas novelas cursis que hacen llorar a los televidentes un “honorable” miembro muy cercano de nuestra familia a quien prefiero, por obvias razones no nombrar, hizo un préstamo a una sobrina muy querida que deseaba financiar su viaje a España en busca de trabajo. Listo estuvo el primero para prestar el dinero solicitado por nuestra sobrina ($4,000), siempre y cuando ella firmara una hipoteca sobre el único bien patrimonial que tenía (un terreno de diez mil metros cuadrados en un privilegiado sitio muy cerca de Pallatanga), que heredó de nuestra fallecida hermana mayor, Letty. El bien solicitado en garantía tiene un valor comercial equivalente a veinticinco veces el valor del préstamo. La urgencia conque necesitaba el dinero hizo que la persona que lo pedía no tomara nota de la fecha del vencimiento ni de las usurarias tasas de interés sobre el valor tomado en préstamo, estipuladas en la hipoteca.

Capítulo Dos: Tres años después de tomado el préstamo ella regresa al país y se acerca a pagar los cuatro mil dólares recibidos, para encontrarse con la sorpresa de que “el honorable y bondadoso” prestador no le quiso recibir el pago porque argüía que la deuda, a la fecha, era de veinticinco mil dólares y que “ o le pagaba todo, o no le pagaba nada, y se ejecutaría la hipoteca”, esto es, se quedaría con el bien hipotecado cuyo valor, como se dijo antes, era de veinticinco veces el valor prestado.

Capítulo Tres: Intimidada por el tono amenazante de los argumentos del prestamista, la deudora le pide al primero que le acepte en “abono a la cuenta” los cuatro mil dólares que ella había podido acumular después de tres largos años de trabajo y sacrificio, sólo para recibir una rotunda negativa del acreedor: “ya te he dicho que me pagas los veinticinco mil dólares o me quedo con el terreno hipotecado”.

Capítulo Cuatro: la deudora consulta con un abogado sobre su caso y este le aconseja ir a un juez; depositar el pago de los cuatro mil dólares, declarando que es un “abono a la deuda” y que los intereses, una vez liquidados por el juez, “serán pagados oportunamente”. El Juez que conocía la causa, primero se da cuenta de que los intereses que el "prestamista" estaba cargando a su sobrina incluían intereses sobre intereses, un delito que es penado por la Ley, y entonces calcula el valor correcto de los intereses. Despues de esto, la deudora se allana a decisión del juez y paga dichos intereses. El juez además manda en su sentencia que “el acreedor debe recibir el pago y levantar inmediatamente la hipoteca sobre el inmueble dado en garantía”.

Capítulo Cinco: El acreedor, que inmediatamente cobra el dinero, no se allana totalmente a la decisión del juez, y, por el contrario, envía a un sujeto de malos antecedentes, con el título de abogado, a intimidar al abogado de la deudora para que deje de actuar en el caso, “o se atenga a las consecuencias”, claramente amenazándolo con agresiones físicas.

Capítulo Seis: Desde entonces, el juez de la causa se ha venido absteniendo de exigir al acreedor que cumpla con su obligación de levantar la hipoteca y liberar el bien dado en garantía, en una clara evidencia de que él también está bajo algún tipo de presión, sea esta de agresión física o de otro tipo de “presión” a la que usualmente se allanan ciertos jueces.

Capítulo Siete: Continuará…Ya veremos si el juez actúa con “la Ley como la Norma a seguir”, o si se sigue absteniendo de actuar, de esta forma convirtiéndose en cómplice y encubridor de un delito flagrante. Pero lo que queda más claro que el agua es que el "honorable prestamista" nunca estuvo interesado en cobrar el préstamo, sino en quedarse con la garantía, a sabiendas de que eso causaría un grave daño, tal vez un irreparable daño, a la persona que cometió el gravísimo error de confiar en su honestidad (y a su familia). Sujetos de esta clase no se dan en todas las familias, pero, desafortunadamente en la nuestra si ha aparecido uno...

Ahora vuelvo al tema central de estas MEMORIAS: mi madre sufría de hipertensión arterial (que es una de las cosas que he heredado de ella) y necesitaba visitar a su médico personal, su primo el Dr. Joffre Lara Montiel, quien, con paciencia y amor de hijo y competencia de gran médico cardiólogo, mantenía la enfermedad de mi madre bajo control. Gracias a Dios, pensaba yo, ese frente estaba bien cubierto. Pocos meses después, con enorme tristeza constatamos que su salud era más frágil de lo que jamás nos imaginamos.

Chapada a la antigua, y obligada por el hecho de que en nuestra casa no teníamos un refrigerador, mi madre iba al mercado Central tres veces por semana, a comprar las legumbres frescas y la carne o el pollo con que ella preparaba la comida para los dos, esa comida que sólo ella sabía hacer y que hoy, cuarenta y tres años mas tarde aún extraño.

Entre tanto, yo volví a la Universidad, volví con fuerza, con decisión, mas decidido que nunca a graduarme de economista con las mas altas calificaciones, era como si me hubieran dado cuerda, nadie me paraba, los estudios especiales que había hecho en la Universidad en Nueva York me habían preparado, no sólo para ser el mejor, sino para demostrarme a mi mismo que cada paso que di allá había sido un paso seguro, un paso firme, un paso gigantesco hacia adelante en mi formación profesional. Seguí obteniendo, de lejos, el primer lugar entre los estudiantes de mi clase, mis promedios estaban en el orden de 9.8 a 9.9 sobre diez. Quería demostrarle también a Pepe García, el Gerente de Arthur Andersen que no se equivocaría el momento de contratarme para trabajar en su Firma. Ya faltaban pocos meses para enero de 1969, y era en ese mes que Pepe me había dicho que vuelva para contratarme como miembro de su staff de Auditoría.

El primer día laborable de enero del año 1.969, a las nueve de la mañana me presenté a la entrevista con Pepe García, este vestía un traje azul marino, con camisa celeste y corbata roja, su secretaria me anunció y Pepe salió a recibirme con una sonrisa amplia y un apretón de manos seguido de una palmada en la espalda. “pasemos a mi oficina, Rafael”, me dijo, “Muchas gracias señor García”, le dije, mientras él me contestaba “llámame Pepe solamente”. “Gracias Pepe”, le dije, haciendo un gran esfuerzo para poder llamar por el primer nombre a una persona a quien yo debía el máximo respeto y consideración. Después de todo, esa era la norma que me habían enseñado mis padres en el trato con “los mayores” y “con los superiores.”

Yo vestía un traje gris (que me había comprado en Nueva York poco antes de regresar al Ecuador), con zapatos negros brillantemente lustrados, camisa blanca y corbata azul, con lo cual quería y creía lucir muy profesional en aquel día. Las oficinas de ARTHUR ANDERSEN & Co., estaban ubicadas en la parte oriental del tercer piso del edificio PYCCA, en la calle Boyacá, entre la Avenida Nueve de Octubre y la calle Vélez, junto a lo que entonces era el teatro Ponce. El área de la recepción, la sala de conferencias y la oficina del Senior de Auditoría estaban totalmente alfombradas con una alfombra azul oscuro, que le daba al lugar un carácter muy profesional, elegante pero austero.

La oficina de Pepe García que era de aproximadamente veinte metros cuadrados, estaba elegantemente decorada. Tenía un escritorio de madera lacada de color marrón claro y la silla donde Pepe se sentaba era de cuero con un espaldar alto de color negro. Habían dos sillas con descansa brazos, también de madera, frente al escritorio de Pepe. En una de ellas Pepe me pidió que me sentara una vez que habíamos entrado a su oficina. “Te tomas un café”, me preguntó Pepe y yo le indiqué que no, que prefería un vaso de agua. Después de unas pocas frases de cortesía, comenzó nuestra entrevista, que incluyó una introducción sobre nosotros.

Pepe era un CPA graduado en la Universidad de La Habana, en su nativa Cuba, en los primeros años de la década de los sesenta, mientras que su experiencia en Auditoría y Contabilidad Pública la había hecho enteramente en la oficina de la Firma en Miami. Pepe tenía 36 años, medía aproximadamente 1.80 ms. de estatura, tenía una nariz ligeramente grande, de piel blanca y pelo negro medio ondulado y con muestras de una temprana calvicie, era de vestir elegante y de sonrisa a flor de labios, y una persona que no bien conocerlo, inspiraba confianza.

“Debo admitir”, me dijo Pepe, “que he esperado este día con entusiasmo”, y agregó: “creo que me equivoqué al posponer hasta ahora esta cita, yo debí haberte contratado hace nueve meses, cuando recién llegaste de Nueva York, porque uno de los hombres que había contratado decidió irse antes de los tres meses, y por eso me has hecho falta”, y siguió hablando; “quiero que te incorpores a nuestro staff lo antes posible, mientras más pronto, mejor”, y concluyó diciendo “Bienvenido a nuestra Firma”.

Mientras Pepe hablaba, yo sentía como que estaba viviendo un sueño, cada palabra suya era como música a mis oídos, era como si estuviera en medio de una sinfonía que me transportaba muy lejos, elevándome a lo más alto de mis aspiraciones personales. No atinaba a encontrar las palabras más adecuadas para las circunstancias, estaba medio aturdido de la emoción. Finalmente, y antes de que Pepe empezara a creer que estaba entrevistando a un mudo, le dije: “Pepe, estoy enteramente a sus órdenes, pero deme diez días para entregar mis cosas en orden a mi empleador, y aquí estaré el diecinueve de enero a las nueve de la mañana”, y agregué; “gracias por su confianza, haré lo máximo que esté a mi alcance para no defraudarle”.

Mis responsabilidades, los programas de entrenamiento que la Firma ofrecía a su staff, mi remuneración y otros detalles inherentes a mi incorporación a la Firma, me los explicó Pepe durante el almuerzo al que me invitó ese día.

Nunca me he sentido más feliz que aquel día de enero de 1969. Llegué a mi casa y abrazando fuerte y largamente a mi madre le conté los detalles de lo que había pasado aquella mañana. Ella no cabía en su felicidad y me besó más que nunca, lo hizo como solía hacerlo cuando yo era un niño, como cuando yo era un pedacito de arcilla al que ella, como gran escultora, estaba dando forma cada día.

En mi próximo capitulo: EN LA PISTA Y LISTO PARA DESPEGAR