Monday, August 23, 2010

LA FAMILIA CRECE, VUELVE LA VIOLENCIA


MI FAMILIA EN 1947
UN FOTOGRAFO DE MANGA VENIA A PALLATANGA UNA VEZ AL AÑO

La vida sigue tan dura como siempre, mi madre sigue trabajando incansablemente para llevar adelante a nuestra familia que sigue creciendo, mi padre hace lo que honestamente le es posible para ayudar a llevar el peso de la casa, pero su éxito es limitado.
Cada vez que me acuerdo de sus esfuerzos de limitado éxito , me acuerdo de mis lecciones de economía en la U en NYC, cuando estudiábamos a uno de los mas famosos economistas del siglo XX, John Maynard Keynes, ingles, autor de la “Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero”, quien sostenía que en épocas de recesión, había que activar la economía a través de la demanda, incrementando el empleo, aunque esto tuviera que hacerse a través de obras públicas en que se cavaran huecos que luego había que volver a tapar, porque esto generaba ingresos a la gente, ingresos que luego se usaban para demandar bienes y servicios que ponían a trabajar a las empresas,que a su vez creaba mas empleo, y por lo tanto más demanda.
Mi padre siempre se mantuvo ocupado, muy ocupado en muchas cosas, aunque casi ninguna de ellas era productiva y por tanto no generaba ingresos. Era casi como cavar huecos y volverlos a tapar, pero sin obtener un salario por ello.
La familia seguía creciendo, mis hermanas, Lilita y Florcita, nacidas en 1929 y 1931, respectivamente, ayudaban a mi madre llevando pequeñas canastas de pan para vender en el pueblo los sábados y domingos. Con su arduo trabajo, mi madre se convirtió en el principal sostén de la familia. Mi padre, por su lado, entró en un hibrido de actividades comerciales, agrícolas y de servicios, en ninguna de ellas con demasiada suerte y, por tanto con poco éxito. Compraba granos (alverja, lenteja y frejoles) a los agricultores de la zona, también compraba aves, principalmente gallinas, pollos, pavos y hasta ganado vacuno a los campesinos de Pallatanga y los vendía en Bucay. También cultivaba la tierra en Azazán, en la finca de la abuela y en otros terrenos, trabajando a medias con los dueños de los predios, y, finalmente volvió a conseguir empleo como “reparador” de las líneas del telégrafo entre Pallatanga y Pangor (un pueblo infestado de pulgas, como lo llamaba mi mamá). El trabajo de mi padre consistía en dar mantenimiento y ejecutar reparaciones a la línea del telégrafo, la única conexión de Pallatanga con el mundo exterior, en un segmento puramente montañoso, frío y agreste de aproximadamente 30 kilómetros, que separaba Pallatanga de Pangor y que demandaba trasladarse a pie y cargando los implementos de trabajo, que incluían cables y herramientas con un peso de alrededor de treinta libras, cada vez que el telegrafista del pueblo, que era su jefe, le hacía saber que la línea estaba fuera de servicio. Trabajo agotador y sin horario fijo, que incluía noches de dormir fuera de casa, a la intemperie y en el gélido frío del páramo.
Cuando mi padre regresaba de sus frecuentes viajes de trabajo, mi madre no lo dejaba entrar a la casa sin haberse bañado y haber lavado su ropa para desinfectarla y evitar que las pulgas, los piojos y otros insectos del campo entrasen en su casa y la infestaran. De hecho, mi madre hervía la ropa de mi padre, antes de ponerla a secar y llevarla a la casa. La vida, siendo dura, muy dura para la pareja, había mejorado respecto de los primeros años del matrimonio. Los ahora esporádicos arranques de violencia doméstica desatados por mi padre eran cada vez mas espaciados, pero no menos temibles, la violencia sólo entraba en cortos períodos de descanso, para después regresar con más fuerza…
Fué por esa época que, después de llegar de uno de sus viajes, arremetió contra mi madre mientras esta dormía, con látigo en mano, la azotó hasta el cansancio y la dejó en el suelo, con su espalda y casi todo su cuerpo sangrando, casi inconsciente. Esta es quizás, la más violenta de sus arremetidas contra su esposa y compañera, pero tal vez la última, porque al haberla presenciado mis hermanas, ellas le imploraron que pare los azotes y, a riesgo de ser ellas también atacadas, le reprocharonn su conducta, llenas de miedo pero envalentonadas por su desesperación, llegan hasta a intentar quitarle el látigo conque mi padre atacaba.

Tardarían varias semanas en sanar las llagas en la espalda de mi madre, pero ella jamás comentó el incidente con nadie, y sólo consoló el llanto de sus hijas enjugándolo con su propio llanto y resistiendo el inmenso dolor que por todo su cuerpo sentía. Miguel Ángel Izurieta, tío de mi madre, quien era el Teniente Político de Pallatanga y la única autoridad del pueblo, tomó conocimiento de este bárbaro acto de violencia doméstica, pero archivó el caso por considerarlo “cosas entre marido y mujer”.
Tal era la cultura machista de ese entonces, cultura que aun hoy se da en ciertos segmentos de la sociedad ecuatoriana. Hay una dosis de cinismo en nuestra sociedad, condenamos la bestialidad de los Talibanes y criticamos el trato que dan a sus mujeres, pero esa conducta poco difiere de la que hasta ahora existe en esta parte del mundo. No se trata de un asunto de religión, es mas bien un asunto cultural, de una cultura perversamente anquilosada en nuestros pueblos, que sigue sobreviviendo al progreso y al avance de la civilización.

Profundamente cristiana como era, mi madre probablemente llegó a la conclusión de que esa era la cruz que le tocó cargar, y que más valía la integridad de su familia que todo el sufrimiento del mundo que debía soportar. A nosotros los hijos varones, los más jóvenes de la familia, nuestra madre nunca nos habló de esa carga tan violenta y pesada que le tocó llevar por tantos años. Creo que a la postre eso fue preferible, porque ello evitó que sus hijos pudiéramos rebelarnos contra nuestro padre con consecuencias no predecibles, o guardarle rencor aún después de su muerte.

Mi madre murió llevándose su secreto a la tumba, y mi padre nunca buscó la ocasión, ni tuvo el valor para contarnos esta negra etapa de su vida. Que Dios lo perdone por lo que hizo, mi madre seguramente lo perdonó mucho antes de morir, y, yo, como su penúltimo hijo, después de escribir sobre este drama familiar, dejo a su alma en paz, sabiendo que antes de morir, mi padre probablemente se arrepintió mil veces de estas faltas contra la mujer que tanto lo amó, contra la madre de sus hijos que él también amó. Tal vez era ese el perdón que mi padre le pedía a mi madre cuando su cuerpo aún estaba en el ataud, con palabras que no alcancé a escuchar, mezcladas con lágrimas, el día de su sepelio, el 25 de julio de 1969, antes de que sus hijos la lleváramos a su última morada en el Cementerio General de Guayaquil.

Hoy, después de 41 años de la muerte de mi madre y de 19 de la muerte de mi padre, sus cenizas reposan juntas para siempre, en una misma urna en la Iglesia de María, Madre de la Iglesia, en Puerto Azul, en Guayaquil, allí los visito siempre y les agradezco con mucho amor, a los dos, por haberme dado la vida…

En 1930 nació otra niña en la familia, a la que le ponen el nombre de Violeta, quien, afectada por una severa gastroenteritis, muere antes de cumplir un año. Nunca pude saber cómo era ella. En 1931 nace otra bella niña, blanca, pelo castaño, casi rubio con ojos también verdes aceituna, herencia de los abuelos maternos a quien le ponen por nombre Flor (la llamamos Florcita). Al principio no le hizo muy feliz a mi padre esta niña que viene a ser la tercera mujer en un mundo machista que valora y aprecia a las niñas, tanto menos cuanto mayor es su número en la familia. Su actitud negativa sin embargo cambió pronto y Florcita se convirtió en su mimada, en la niña de sus ojos.
En mi próxima publicación: MAS DOLOR, SUDOR Y LÁGRIMAS
Publicado en Agosto 23 de 2010