Wednesday, March 16, 2011

EL “MILAGRO”

Cuando después de cuatro horas de cabalgar llegamos a un lugar llamado “el Tablón”, donde debíamos tomar el carro que nos llevaría hasta Riobamba, nos bajamos de nuestros caballos, descargamos los sacos de café y los pusimos muy cerca del camión que esperaba dar la vuelta para subir carga y pasajeros. Los caballos serían dejados a cargo de alguien que mi padre conocía, para recogerlos dos días después cuando regresara a la casa después de dejarme en el internado del colegio. Caminamos unos cien metros esperando la llegada del camión que vendría detrás nuestro, cuando de pronto escuchamos gritos desesperados de alguna gente, “el camioooon, el camioooon, auxilioooo”, gritaban asustados. Regresamos y llegamos al lugar de donde venían los gritos, el camión, al hacer una mala maniobra para dar la vuelta en la estrecha carretera, había caído al río, a unos cuatro metros fuera de la carretera, y estaba ahora dentro del río sin que hubiera una forma inmediata de sacarlo. El chofer estaba ileso, no habían daños a la poca carga que llevaba, pero, definitivamente iba a tomar por lo menos un día sacar al camión del lugar donde estaba, se necesitaría otro camión, o un tractor para pode sacar del río al camión accidentado.

Mi padre vio en el hecho de que no habíamos sufrido ningún daño en este accidente, ni la carga ni nosotros, una señal milagrosa de que Dios estaba con nosotros, de que Dios me daba una bienvenida al Seminario, de que, sabiendo que yo iba camino de hacerme sacerdote, Dios nos empezaba a proteger. Recuerdo sus palabras de gratitud, su resignación a la tardanza en el viaje, su interpretación inequívoca de que este evento no era nada más que una señal de buena voluntad del Cielo. Nunca vi a mi padre tan tranquilo frente a un inconveniente. Su actitud era una muestra de que no sólo que le gustaba, sino que estaba convencido, de que mi ida al seminario era una cosa buena para la familia.

El accidente del camión nos retrasó el viaje, no podíamos seguir adelante hacia Riobamba hasta que el camión fuese rescatado. Mi padre se dirigió hacia el otro lado del río, allí pidió y recibió posada. Esa noche fuimos recibidos con demostraciones de cariño por una familia que vivía en una casa cerca al río. La familia consistía de cuatro personas, el padre, la madre y dos hijos pequeños. A mi papá le llamaban los adultos “compadre Timo”. La casa tenía paredes de bareque, una mezcla de tierra apisonada y carrizo, piso de tierra y techo de paja, tenía una sola habitación. La cocina estaba en una esquina y su fuego calentaba el interior de la casa. El humo de la cocina salía a través del techo de paja y en una esquina, cercados por una precaria pared de adobe de unos veinte centímetros de alto, estaban los cuyes. Pese a que afuera hacía mucho frío, en el interior de la casa la temperatura era agradable. Alumbrados solo por la mortecina luz de un candil, a las seis y media de la tarde nos sirvieron un locro de papas con choclo y queso, luego unas papas con refrito de pan con queso con achiote y un pedazo de cuy a la braza. Fue una deliciosa cena y la comimos con mucha hambre y gran gusto. Después de la cena comenzó una agradable conversación, de ella pude colegir que esta era la misma gente que trece años atrás había alojado a mi madre y a mi padre el día que viajaban a Pallatanga para que mi madre diera a luz. Esta era entonces, la segunda vez que a mí me alojaban, con el mismo cariño, con la misma buena voluntad que el día anterior a mi nacimiento. Poco después de la cena y cuando eran aproximadamente las ocho de la noche, se apagó el candil y nos acostamos a dormir.

Los dueños de la casa nos cedieron su cama. Esta tenía unas pesadas cobijas de pura lana de borrego. Eran muy abrigadas, jamás había dormido con tanto peso sobre mí, tenían un olor muy fuerte a sudor viejo, a humedad, a cuerpos sucios, el cuerpo me picaba, las pulgas y los piojos deben haber tenido una fiesta esa noche en nuestros cuerpos. Me sentí incómodo, pero el cansancio de un día largo y agitado me permitió dormir. El peso de las frazadas me molestaba, me destapé, pero poco después sentí el frío del páramo hasta en los huesos, poco después, a pesar de las pulgas y los piojos me dormí.

A la mañana siguiente nos despertamos muy temprano, casi no había amanecido todavía, pero los gallos hicieron su trabajo de despertadores. Poco después sentí que la dueña de la casa prendía el fuego con el rescoldo del fogón, ella se alistaba a darnos el desayuno y así lo hizo antes de que fueran las siete de la mañana. Hacía mucho frío afuera, pero dentro de la casa el fogón encendido mantenía la temperatura en nivel agradable. Bajamos al río para lavarnos las manos y la cara, hacía mucho frio y el agua estaba helada como para intentar bañarnos. Poco después desayunamos con unas deliciosas tortillas de maíz con queso al achiote, azadas en un tiesto de barro, lo acompañamos con agua de panela caliente que es el café de los pobres.

Poco después bajamos a la carretera, atravesamos un precario puente de dos palos y vimos que había gente esperando un tractor que venía en auxilio del camión accidentado. A las nueve de la mañana el camión había sido rescatado del agua y el chofer empezaba a intentar arrancar el motor, le tomó algún tiempo hacerlo, pero finalmente arrancó, todos nos alistamos a subir al camión y seguir nuestro viaje. Aprovechamos unos instantes para despedirnos de nuestros anfitriones de la noche anterior y agradecerles por su hospitalidad. Era un agradecimiento genuino y profundo a esta gente que no tiene casi nada en la vida pero que lo da todo cuando tiene la oportunidad de hacerlo, lo hace por solidaridad, lo hace porque le sale de su alma noble el hacerlo, sin dudas, sin titubeos, sin cálculos mezquinos. Su generosidad es ilimitada, ese es nuestro pueblo, esa es nuestra gente. Su nobleza es monumental y su generosidad no lo es menos.

El resto de nuestro viaje a Riobamba fue sin más inconvenientes. Llegamos cerca del medio día, nos alojamos en el Hotel Guayaquil, un modesto hotelito en un edificio de dos pisos, de color verde en la calle Guayaquil, frente a la vieja estación del ferrocarril. Nuestra habitación estaba en el segundo piso, era pequeña, muy modesta, con una sola cama. La ducha y el servicio higiénico en la habitación eran lujos que en este hotel no existían. Sobre una pequeña mesa en una esquina de la habitación sólo había una lavacara y un pedazo de jabón, y debajo de la mesa una jarra con agua. El servicio higiénico en un compartimiento y la ducha en otro eran comunes para el piso donde había alrededor de diez habitaciones. No había agua caliente en la ducha, así que bañarse era una proeza que no todo el mundo estaba dispuesto a ejecutar, no tuvimos problemas en ocupar la ducha, desesperadamente necesitábamos bañarnos. Mi padre y yo nos bañamos, nos cambiamos de ropa y salimos inmediatamente al mercado a buscar comprador para los dos sacos de café que habíamos traído con nosotros, no tuvimos problema en encontrarlo. El asunto financiero estaba resuelto, ahora debíamos comprar algunas cosas esenciales para mi internado, entre ellas un par de suéteres, unas medias abrigadas y algo de ropa interior. Listos, ya podíamos al día siguiente ir a visitar al obispo, Monseñor Leonidas Proaño, quien había solicitado conocerme personalmente antes de aprobar mi ingreso al Seminario Menor La Dolorosa, obra episcopal que él consideraba de gran importancia para la formación de las nuevas generaciones de sacerdotes de la diócesis, donde él había comenzado la ciclópea obra de transformar, primero la mente y luego la actitud de la gente hacia los humildes, hacia los desamparados, hacia los millones de indios esparcidos por la Sierra y abandonados a su suerte por un sistema cruel, hipócrita e injusto que les enseñaba a adorar y agradecer a Dios mientras los mataba lentamente de hambre, de ignorancia y de injusticia.

En mi próximo capítulo: EN PRESENCIA DEL OBISPO