Thursday, August 5, 2010

EL TRONCO FAMILIAR





PALLATANGA EN 1945- DOS BELLAS PRIMAS POR EL LADO IZURIETA


El último hijo del matrimonio Montiel Cadena, Francisco, un hombre alto, muy atractivo, blanco, de pelo ligeramente crespo, castaño muy claro, casi rubio, de ojos azules, frente más bien pequeña y nariz romana, se casó en Pallatanga con Luz María Izurieta, la última hija del matrimonio Izurieta Núñez, los fundadores de Pallatanga. Ellos son mis abuelos maternos. Los dos son muy jóvenes y al casarse, lo hacen con el beneplácito de los padres de ambos lados. Con esta unión se consolida una vieja y entrañable amistad entre las dos familias, de ambos lados hay razones para pensar que este matrimonio será muy feliz, ella es joven, bella e inteligente y él es joven, fuerte, apuesto, inteligente y trabajador
Al poco tiempo de casados, a Francisco Montiel Cadena y Luz María Izurieta Núñez les nace en 1907, una hija, Lucrecia Judith, la que será mi madre, una encantadora criatura que hace felices a sus padres, a sus abuelos y a todo el clan familiar. Las cosas van poco menos que a pedir de boca. Lucrecia la recién nacida, viene a consolidar una unión familiar de raíces profundas y que se espera que se convierta en un árbol fuerte y frondoso, pero, el destino no lo quiso así.
Cuando apenas había cumplido veinticinco años de edad, mi abuelo Francisco Montiel Cadena, muere atacado por la inmisericorde enfermedad de la malaria y deja viuda a su mujer y huérfana de padre a mi futura madre cuando ella apenas tenía cinco años. Luz María, la viuda vuelve a casarse después de tres años con un caballero de apellido Torres, con quien tiene un hijo, Alejandro, quien es blanco y pecoso, de pelo negro grisáceo, alto, delgado, de ojos azules, y narizón, casi el retrato de su abuelo Rafael María. Sus hijos, y en particular sus hijas, heredaron algunas de las características físicas del bisabuelo Rafael. Eran altas, delgadas, blancas y pecosas, pelo castaño claro, ojos azules, tenían una belleza cautivadora. Alejandro, el único hermano de mi madre, a quien yo conocí, era un hombre muy alegre, de una simpatía personal innata, vivía su vida para disfrutarla, para contar historias, para reírse de la gente y de las penas, para jugarle bromas a la gente, a adultos y a niños, era un hombre muy simpático de carácter y de físico. Heredó la habilidad de su abuela Mercedes Victoria y se hizo panadero hasta su muerte en la década de 1990. Vivió los últimos veinte años de su vida haciendo pan en su panadería en el cantón El Triunfo, antes llamado “la Boca de los Zapos”, en la carreta de Guayaquil a Pallatanga
Poco tiempo después del nacimiento de su segundo hijo, la malaria vuelve a arremeter contra la familia y esta vez no perdona la vida a mi abuela Luz María, quedando Lucrecia Judith (mi futura madre), huérfana de padre y madre a la tierna edad de ocho años. Sus abuelos maternos toman a su cargo la crianza de mi madre.
Mi madre era de tez blanca y pecosa como la de su abuelo, alta, de un metro setenta y cuatro de estatura, tenía un pelo negro largo con tempranos mechones grises y ligeramente rizado, ojos cafés como los de su abuela Mercedes Victoria, nariz romana, labios finos y sonrisa permanente, de frente amplia, ella llevaba su pelo siempre recogido con un peinado que incluía un moño clásico, asegurándolo hacia atrás con una cinta elástica o una peineta de hueso. Su cara estaba siempre bien cuidada, nunca usó lápiz de labios y el único maquillaje que usaba, en días especiales, era el polvo facial de Tabú que tenía en su pequeño estuche redondo con un pequeño espejo. Nunca le gustaron las joyas, que además no las hubiera podido comprar, usualmente no llevaba aretes, pero en ocasiones especiales llevaba en sus orejas unos pequeños aretes colgantes con una perlita muy pequeña. De una simpatía innata, ella siempre tenía una leve sonrisa a flor de labios, sonrisa que invitaba a devolvérsela y así comenzar una agradable tertulia que terminaba invariablemente en una amistad duradera. Jamás escuché a mi madre hacer una crítica negativa a nadie, siempre estuvo del lado de los débiles, pero nunca en contra de los fuertes, siempre mantuvo en su carácter la predisposición a ayudar.
Don Vicente Granizo, un pallatangueño que conoció en su juventud a mi madre, a quien llamaba “mi comadre Luquita”, y que murió, hace menos de dos años a los 98 años de edad, describió a mi madre diciendo casi textualmente, “ella era una mujer muy bella, siempre tuvo un porte distinguido, su andar era pausado, nunca parecía estar de prisa, pero siempre estaba en el sitio adecuado a la hora en que debía estar”. “Mi comadre”, agregó don Vicente, “siempre me pareció una obra de arte, no solo por su belleza exterior, que la tenía, y mucha, sino sobretodo por su carácter, por su temple, por su inquebrantable forma de ver las cosas con amor, con dulzura y con sencillez”. Don Vicente continuó describiéndola así: “Sin intentarlo siquiera, y por supuesto sin que ella lo supiera, su presencia era sentida, admirada y respetada por donde ella iba”. Todo el mundo la quería, todos la respetábamos y la admirábamos”, y finalmente agregó, “cuando ella se casó con mi compadre Timo, muchos jóvenes envidiaban a él por haberse casado con una mujer tan bella”, y Don Vicente concluyó, “Pallatanga nunca fue igual después de su muerte, y hoy, cuarenta años después, mucha gente sigue recordándola con amor y llora cuando recuerdan su partida final”.
MI padre, José Temístocles Romero (“Timo”), a sus veintidós años de edad trabajaba como peón en la hacienda de Rafael María Izurieta. El era físicamente atractivo, pequeño de estatura, blanco, de pelo negro que le combina bien con sus ojos café claros, tenía cejas muy espesas y un bigote negro fino que le iba bien con su siempre afeitada barba. Su estatura era de sólo un metro sesenta, tenía brazos y manos fuertes y callosas. Era el hombre de confianza de don Rafael María, a quien se lo recomendó altamente su tío Juan Celio Romero, el teniente político del pueblo. Timo era un hombre que hacía de todo, cuidaba y entrenaba los caballos de Rafael María, supervisaba a los demás peones y a menudo le servía como guardaespaldas a su patrón. En poco tiempo, Timo se convirtió en el hombre más importante de la hacienda, después de su dueño.
En las siguientes líneas quiero describir, hasta donde eso es posible los eventos que según mi imaginación y los relatos que escuché de ellos mismos, llevaron a la unión y al matrimonio de mis padres:


PALLATANGA EN 1925-A LA IZQUIERDA EL TIO JUAN CELIO, TUTOR Y MENTOR DE MI PADRE


“Buenos días, señorita Luquita”, le dice Timo al acercársele la nieta huérfana del patrón, que montaba un enorme caballo negro de pura raza en su camino a la escuela. Ella es una bella chica de 15 años cuyo largo y sedoso pelo negro se mece al ritmo de su caballo galopando. “Cómo está usted esta linda mañana, patronita” dice Timo. “estoy muy bien, gracias Timo” responde ella, y agrega “ciertamente, es una linda mañana, pero, debo ir a la escuela, me gustaría ir a un paseo por el campo, a través de esas montañas”, dice mientras señala detrás suyo la masa inmensa de las montañas de la cordillera occidental, que son parte de la hacienda de su abuelo.
“Cierto” dice Timo y agrega “en verdad, lo único que le falta a este día para ser perfecto es que usted tenga vacaciones para pasear” y agrega, “que tenga usted un lindo día señorita Luquita, monte con cuidado y que regrese pronto”, y dicho esto, Timo se apresta a volver a trabajar. El día es corto y las tareas son muchas.
“Hasta luego Timo”, dice Luquita y acelera su caballo para llegar a tiempo a sus clases, acompañada sólo de un leve recuerdo de sus madre que ha fallecido hace cerca de siete años, y por la siempre presente orquesta de pájaros cantando en su camino a la escuela. Es su último año en la escuela, está en el sexto grado y, dentro de poco tiempo ella habrá culminado la primaria, el más alto grado de educación que en su pueblo podían tener los jóvenes
En mi próxima entrega: EL AMOR LO VENCE TODO