Sunday, August 29, 2010

MÁS DOLOR, SUDOR Y LÁGRIMAS



PALLATANGA, EL LUGAR QUE MIS PADRES TANTO AMARON Y DONDE NACIMOS CASI TODOS SUS HIJOS

Transcurren cinco años y dos niños más nacen y mueren antes de cumplir dos años, otra niña a la que nuevamente le nombraron Violeta, y, por fin, el primer varón a quien le ponen el nombre de mi padre. Pero, oh ironías del destino, por fin llegó, después de cinco mujeres el varón tan esperado, pero este también muere afectado por la gastroenteritis, el flagelo que en esa época causaba la mayor parte de la mortalidad infantil en el Ecuador, especialmente en la población pobre. Mi padre lloró inconsolable, al fin llegó el varón que tanto había esperado, el que llevaba su nombre, su quinto hijo, y se muere. Su tristeza y la de mi madre son desoladoras, nada hay que los consuele, pero dos años después, en 1938 vuelve a nacer un varón a quien le ponen el mismo nombre que al primero, el nombre de mi padre, y esta vez el niño es saludable y vive, ese es mi hermano Pepe que hoy tiene 72 años. Pepe, un niño de color moreno, de carácter taciturno, solitario, poco comunicativo y que siempre pareció sentirse tanto más cómodo cuanto menor era el número de personas a su alrededor. El tenía un notable parecido físico, excepto por el color de su piel, con mi padre. Pepe desde muy joven mostró su inclinación por los negocios, probó su suerte como comerciante, como criador de aves, y como agricultor, pero nunca dejó de luchar por obtener una educación superior y de buscar el bienestar de su familia. Se casó muy joven, a los 22 años y cuando tenía ya tres hijos decidió volver a la Universidad, se graduó de economista y luego desempeñó funciones muy importantes en el área contable y financiera en varias empresas y también en el sector público. Finalmente, siguiendo su instinto de empresario, en 1976 fundó una firma de Contadores Públicos que llegó a ser la numero cuatro en el país, y es hasta hoy, muy importante.



PAREJA DE VIEJOS PALLATANGUEÑOS QUE CONOCIERON Y RECUERDAN A MI MADRE

Pepe siempre amó el campo, la agricultura, la ganadería y un poco también la soledad, y ellas han seguido siendo parte esencial de su vida. Hoy, como propietario de dos haciendas ganaderas, es un pionero de la ganadería lechera moderna en Pallatanga. Ama la naturaleza y a los animales, adora los caballos y tiene en sus establos los más hermosos caballos de la región. Siempre ligado a Pallatanga, ha intentado por dos veces, ser su alcalde. Tal vez sea su espíritu solitario, que sólo lo acerca a la gente en época de elecciones, lo que ha impedido a Pallatanga tenerlo como alcalde, o quizás sea que Pallatanga y su gente no están listos para tener un alcalde con sus méritos y su experiencia administrativa y gerencial. Cualquiera que sea el caso, él sigue amando a y viviendo en Pallatanga. Esa es la vida que le gusta, esa es la vida que ha escogido, una vida de sacrificio, de soledad y de trabajo en el campo. Uno de los sueños de Pepe es construir un asilo de ancianos pobres para Pallatanga, una obra que él la ha venido madurando desde hace algún tiempo, y que la quiere hacer en memoria de nuestra madre, a quien, el recuerda, igual que todos su hijos, como una mujer dedicada a ayudar a los necesitados. Su plan es construir el asilo en los terrenos donde vivieron nuestros ancestros paternos, en Azazán, a tres kilómetros al noreste de Pallatanga


LA CALLE PRINCIPAL DE PALLATANGA- AUN HAY CONSTRUCCIONES DE LA EPOCA DE MI NIÑEZ

En 1940 nació mi hermano Pancho, el más guapo chico que Pallatanga haya visto nacer hasta entonces. Blanco, de ojos azules, alto como los abuelos maternos, de pelo rubio, ensortijado, cara ancha y cachetón, frente más bien pequeña, con una permanente sonrisa a flor de labios y equipado con una capacidad inagotable de “caerle bien” a todo el mundo por sus bromas, su ironía, su capacidad innata para el chiste, para la burla graciosa y el sarcasmo burlón que le resbalaba a la víctima sin herirla, mientras divertía a la audiencia, cualquiera que esta fuera. Pancho se sentía a gusto en todas partes, lo mismo le daba tomarse un whisky con sus amigos de Guayaquil como un coctel con la más refinada de las compañías, un canelazo con sus amigos de Pallatanga, o una chicha con los indios de los recintos cercanos a su pueblo. Todos lo querían por eso, por su espontaneidad, por su gracia, por su carisma. Su mera presencia imponía respeto y despertaba simpatía simultáneamente.
Pancho podía, sin ningún esfuerzo, mantener la atención y hacer reír a todo el mundo en una reunión, en cualquier parte y a cualquier hora, tanto como también podía arengar a su pueblo a reclamar sus derechos y exigir justicia.
Por otro lado, Pancho hizo de su vida un homenaje a la aventura, nunca hizo planes de largo plazo para su vida, todo lo improvisaba, esperando que su capacidad de sortear riesgos le permitiera salir airoso de los más graves peligros. Se casó muy joven, a los dieciocho años, con una mujer dos años mayor que él, compañera de colegio, ambos sin mayor preparación para la vida, porque sólo llegaron a cuarto año de colegio secundario, por eso él se vio precisado a improvisar habilidades y a buscar empleos aquí y allá, viviendo siempre apretado en el presupuesto familiar, siempre fiando y con dificultades para pagar sus deudas. Vivió y murió en su ley, pero, amó a Pallatanga como lo han amado sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos. Gracias a él y a sus amigos en el Congreso Nacional, Pallatanga se hizo cantón, se ubicó en el mapa político de la República del Ecuador y Pancho fue su primer Alcalde (entonces Presidente Municipal). Pancho murió a causa de un terrible accidente en el que el vehículo que él manejaba regresando de inspeccionar obras municipales en un alejado recinto perteneciente a su jurisdicción, se despeñó por una ladera de doscientos metros de profundidad. Su sepelio fue una masiva pero dolorosa demostración del amor que le tenía la gente de su pueblo. Acercándose a su sarcófago lloraban los indios de las montañas, diciéndole “taita Panchito porqué te vas”, También lloraban los habitantes del centro parroquial, tanto como sus hijos, sus hermanos y sus amigos de Guayaquil, Riobamba y Quito. Pallatanga lloró la muerte de Pancho y su pueblo lo sigue amando y recordando todos los días.
Mi madre siempre nos dijo que, aunque ella recordaba poco a su propio padre, a Pancho lo consideraba como “el vivo retrato de su padre". “Este muchacho es puro Montiel” solía decir ella. El nacimiento del segundo hijo varón, Pancho, casi terminó por calmar completamente las ínfulas machistas de mi padre, pues él dejó de beber y de jugar a los naipes y a los dados y se volvió más hogareño y respetuoso de su familia. Sin embargo, si bien ya no causaba susto y temor a sus hijos cuando llegaba a la casa, él no necesariamente promovía el diálogo y la alegría. Su palabra era la ley y no dejaba espacios para discrepar. El tenía un látigo colgado en una de las paredes del comedor, usualmente lo señalaba en presencia de nosotros para hacer énfasis en su autoridad. Con frecuencia lo usaba, sólo contra sus hijos varones, para castigar lo que consideraba faltas dignas de castigo, que no eran otra cosa que nuestras travesuras de chicos. Promovía la obediencia como norma suprema y no alentaba la discusión aunque esta fuera razonada. Su razonamiento era más o menos equivalente a “mi palabra es la ley”. Sería tal vez por eso que su compañía nos hacía sentir seguros, porque nos sentíamos cerca del "poder". Nos gustaba cabalgar con él, aunque sea al anca de su caballo. Mi padre tenía, sin embargo, sus maneras de mostrarnos su cariño, por ejemplo, a la vuelta de sus frecuentes viajes a Bucay, nos traía plátanos oritos, piña, plátanos morados, y en la temporada de mangos, nos traía mangos de chupar, que eran nuestra mayor golosina.

A mediados de la década de 1930, se produjo un evento que dejaría marcas indelebles en la vida de toda la familia. Mi padre fue acusado de haber violado a una mujer en el pueblo de Chambo, cerca a Riobamba, fue enjuiciado y condenado a una pena de cinco años de prisión. Mi madre y sus seis hijos quedaron desamparados, sin su marido, sin trabajo, sin sustento, sin amigos, con la vergüenza, el hambre, la miseria y el frío como únicos compañeros en la desgracia. No había nadie que se apiade de nuestra familia, “parece que hemos sido abandonados hasta por Dios”, llegaría a decir mi madre en un momento de desesperación. Para colmo de males, mi madre se enfermó con la peste de la “viruela”, una enfermedad temible y muchas veces mortal, que a los que la sobreviven, les deja en su cuerpo las huellas indelebles de su paso, en forma de cicatrices de las ampollas reventadas.
Mi madre sobrevive a la peste, pero su bella cara queda marcada por las huellas de la viruela. Milagrosamente recuperada de la viruela, mi madre se ganaba la vida lavando ropa a familias de Riobamba, trabaja doce horas diarias en esto, solo para ganar lo suficiente para la alimentación de ella y sus tiernos hijos. Por poco tiempo y como una forma de tener cerca a su marido, también trabaja en la proveeduría de la cárcel, de donde consigue algo de alimento para su familia.
Pasa un año y medio en este desamparo, pero no es verdad que Dios haya abandonado a nuestra familia, sólo le ha asignado una pesada cruz para cargar. Finalmente el verdadero violador es capturado, confesó su crimen e indica además que se tomó el nombre del “guarda Romero” para cometer su delito. Mi padre es absuelto definitivamente y sale de la cárcel, le devuelven su empleo y la vida comienza a dar la semblanza de normalidad.


En mi próximo capítulo: LOS CAMINOS DE UNA NUEVA VIDA