Thursday, July 5, 2012

FELIZ NAVIDAD EN NUEVA YORK


Fotos de Nueva York
Esta foto de Nueva York es cortesía de TripAdvisor

Contrario a lo que me pasaba al comienzo del año, época en la cual, yo tenía miedo de abrir mi boca para hablar inglés por temor a no ser entendido, a finales del año 1967, me sentía en Nueva York casi como Pedro en su casa. Hablaba con toda clase de gente, en la universidad, en el tren, con los clientes en mi trabajo, en los almacenes podía comprar lo que necesitaba y quería, y no lo que sólo podía ver a primera vista, sin preguntar a los vendedores por temor a no decir lo que pensaba y comprar lo que no necesitaba. Podía discutir en clase y siempre me quedaba el dulce sabor de la satisfacción interior de poder decir lo que quería hablar, de ser entendido y entender.

Por otro lado, tenía un trabajo muy bien pagado, que se acomodaba a mis necesidades de tiempo como anillo al dedo, podía tener en él dos nutritivas y abundantes comidas entre cinco y seis días a la semana y había completado mis estudios de inglés y dos semestres adicionales en la Universidad con un decente promedio de calificaciones (3.3), y estaba preparándome para mejorar aun mas. En medio de todo esto, sentía la enorme satisfacción de no tener que comer la comida que yo mismo cocinaba y que diariamente me recordaba que no tenía vocación para chef.

Nuestros clientes en el restaurant eran principalmente gente que iba a los teatros vecinos (estábamos localizados en el centro mismo de la famosa área de los Teatros de Broadway), muy cerca de la famosa Times Square. Había entre ellos muchos turistas americanos y extranjeros que venían a la ciudad de Nueva York y no podían perderse una función de sus famosos teatros, también venían a menudo actores y actrices de los mismos teatros y yo tenía la oportunidad de dialogar con muchos de ellos. Algunos se mostraban muy amigables y complacidos de hablar conmigo, y al pagar sus cuentas se mostraban generosos a traves de sus propinas que nunca bajaba del 15% del valor de su cuenta, y a menudo llegaba hasta el 25 y 30 por ciento. Esto era la razón por la cual, al final de la semana, yo estaba ganando un salario (propinas incluidas), de más de $250, o un equivalente en dólares de ahora, de aproximadamente $2500 semanales. Era un platal para un joven como yo, nuevo en Nueva York y apenas en el proceso de adaptarme a la vida de esta linda y generosa ciudad. Como en la legislación tributaria de esos tiempos las propinas sólo eran sujetas a impuestos en la cantidad que el contribuyente deseaba declarar, el valor neto de mi salario era muy cerca del valor bruto.

Tenía como compañero del equipo de servicio en el restaurant a un ciudadano argentino de unos 35 años de edad que había sido algún tiempo atrás un actor secundario en los teatros de Buenos Aires. Se llamaba Horacio Capellatti y era muy ducho en el servicio a clientes como mesero. Horacio hablaba con ese agradablemente especial acento medio italiano de la gente de Buenos Aires, que hace que rápidamente los identifiquemos como “porteños”, ese hablar que pone casi siempre el acento en la última sílaba de las palabras y que arrastra las letras LL y Y, como si fueran una combinación de las letras sha. “Ché Rafael”, me llamaba y yo le decía Ché Horacio.

Era un tipo de lo más simpático, dicharachero, medio fanfarrón, se preciaba de ser un Don Juan con las mujeres, y “guapo”, en el sentido de que se enfrentaba a cualquiera a los trompones en cualquier parte, siempre ganando las peleas. Se pasaba el tiempo tomándole el pelo a todo el mundo y a cada paso sin importarle quien estuviese a su alrededor. Como lo hacen sus lejanos parientes italianos, usaba las manos para gesticular y poner énfasis en casi cada frase que pronunciaba, mientras se movía casi siempre en círculos, como para asegurarse de que su audiencia de todos lados lo escuchaba, le entendía y luego le celebraba sus chistes. Esto era casi una ceremonia que duraba entre media hora y cuarenta y cinco minutos cada día, durante nuestras comidas y antes de vestirnos con nuestros uniformes para empezar nuestro trabajo a las cuatro y media de la tarde. Me caía bien este hombre y la simpatía era mutua. Hacíamos un muy eficiente equipo de trabajo y nunca tuvimos una discusión desagradable en el momento de repartirnos nuestras propinas. Esto último era siempre 50-50 después de entregar a los bus boys su 15% del total.



La noche de la Navidad de 1967, teníamos el restaurant lleno de gente comiendo, casi no teníamos tiempo de hablar entre nosotros los miembros del grupo de meseros, y nuestros cortos diálogos se limitaban sólo a lo indispensable del trabajo; sirve el vino aquí, sirve el postre allá, pásale la cuenta acullá, etc. Los clientes entraban y salían, las propinas de esa noche eran muy generosas y sabíamos que íbamos a salir con mucho dinero para celebrar la Navidad.

Poco a poco fueron saliendo nuestros clientes y el salón principal del restaurant iba quedando vacío, pero nos quedaba un grupo de seis personas en una de la mesas de nuestra área, que seguían consumiendo buen vino y disfrutando su conversación. Horacio, que aparentemente tenía su propio programa para Navidad, estaba poniéndose impaciente y hacía gestos de disgusto con sus manos, mientras pedía que se fuera el ultimo grupo de clientes (sin que estos le vieran u oyeran), cuando ya eran pasadas las once de la noche. Finalmente, como a eso de las once y treinta, uno de los miembros de la mesa pidió que le lleváramos la cuenta, lo cual puso muy contento a Horacio, que inmediatamente les llevó la cuenta. El cliente, presuroso y mirando su reloj, entregó su tarjeta de crédito American Express a Horacio, quien aun más presuroso la llevó a la caja y devolvió la cuenta con la papeleta para la firma del cliente. Este firmó el recibo, y metiendo su mano al bolsillo, sacó un billete de cien dólares y lo dejó como propina en la mesa.

La cara de Horacio era todo sorpresa al ver semejante propina sobre la mesa, abrió sus brazos y sus ojos, y como haciendo la venia de un actor ante su público que le aplaude, se inclinó casi hasta sus rodillas delante del cliente, y en un gesto que nadie esperaba, se sacó de su cabeza la peluca que hasta entonces nadie sabía que tenía y vimos que su cabeza era tan lampiña y brillosa como una bola de billar. En su inglés fuertemente influenciado por el tono de su español de porteño dijo en la voz más alta que jamás le habíamos oído, THANK YOU SIR, THANK YOU MUCH, VERY MUCH AND HAVE A MERRY CHRISTMAS AND A HAPPY NEW YORK, y volvió a repetir su discurso en español, y en italiano…

Tanto los clientes como los pocos empleados que quedábamos en el salón nos echamos a reír a mandíbula batiente sin poder detenernos, y nuestras risas duraron por varios minutos hasta que los clientes, que continuaban mirando sus relojes, siguieron riendo mientras salían por la puerta principal del restaurant a continuar celebrando sus navidades en New York, y nosotros descendíamos a los vestuarios festejando el chiste del ahora “pelado Capellatti” que de allí en adelante se quedó con ese nombre.
Cuando después de varios minutos nuestras risas cesaron y nos dimos cuenta que era casi la media noche, Horacio y yo sumamos las propinas de la noche y después de entregarles a los bus boys un 15% del total y darles $20 extras (dos), nos repartimos el saldo y vimos que nos quedaban alrededor de $160 para cada uno.
IMAGENES DE SANTA CLAUS ESTABAN POR TODAS PARTES

Me sentí esa noche tan rico que decidí tomar un taxi para ir a festejar la Navidad en la casa de Anita en Hackensack, New Jersey, un viaje de casi una hora que me costó $30, que en dólares de hoy hubieran sido unos $300. Mientras el taxi avanzaba por la calle 47 W. y se dirigía hasta la Novena Avenida para luego girar hacia el sur y dirigirse hacia el Lincoln Tunnel, y en medio de por lo menos dos docenas de imagenes de Santa Claus en el camino, yo iba pensando casi en voz alta “QUE FELIZ ME SIENTO; YO TE AMO NEW YORK; FELIZ NAVIDAD NEW YORK, NEW YORK”

Fotos de Nueva York
Esta foto de Nueva York es cortesía de TripAdvisor
LA ESTATUA DE LA LIBERTAD. ICONO SOBRESALIENTE DE NUEVA YORK

Mientras atravesaba el Lincoln túnel, pasadas las doce y media de la noche y seguía mi viaje hacia Hackensack, me puse a meditar sobre los imponderables de la vida, me acordé que sólo hacía un año que tuve una de las Navidades mas amargas de mi vida, en mi propia ciudad, en Guayaquil. Esa noche estuve sólo, había perdido mi trabajo a causa de un gobierno demagógico y corrupto que pagaba con empleos en el Estado los favores políticos que debía a sus seguidores, mientras despedía a quien se había ganado su trabajo con perseverancia, inteligencia y esfuerzo.

La noche de Navidad, en el año anterior, yo estuve aturdido, confundido, asustado, con miedo sobre mi futuro, sin saber que hacer para seguir adelante en un país que ofrecía tan pocas oportunidades a la gente joven. Mientras que ahora, esta noche, justo sólo un año después, estaba extremadamente feliz, había tenido una jornada de intenso pero muy productivo trabajo, estaba en camino a ver a mi chica con quien festejaríamos alegremente la Navidad. Pensé entonces que así es la ruleta de la vida, un día te sientes poco menos que un miserable y pisoteado gusano, y el próximo eres como un pájaro madrugador, que vuela feliz, cantándole a la vida…

No creía entonces, como no lo creo ahora, que existe el llamado “destino” o la mala o buena suerte de la gente. Sólo existe la vida que uno mismo se va creando día a día con su esfuerzo, con inteligencia, con perseverancia, pero claro, siempre con Fe en Dios y Su infinita capacidad de escucharte. Pensé entonces que nosotros no somos otra cosa que el resultado de cómo colocamos cada uno de los ladrillos en el edificio de nuestras vidas, siguiendo la invisible pero siempre presente dirección técnica del Gran Arquitecto del Universo.

Cuando llegué a su casa. Anita me estaba esperando, lucía bellísima en su nuevo vestido rojo con un lasito verde a la altura de su corazón. El perfume que ella usaba esa noche era el más dulce y agradable perfume que yo haya olido hasta entonces (y que se grabó en mi mente por muchos años). Llevaba una rosa blanca junto a su oreja, en el lado izquierdo de su corta y hermosa cabellera casi rubia. Sus labios pintados con un brillante rojo hacían que sus hermosos dientes lucieran más blancos y relucientes cuando me sonreía, mientras sus ojos verde esmeralda estaban llenos de felicidad cuando finalmente llegué a su casa a la una y media de la mañana del 25 de diciembre. Tuve que repartir abrazos y deseos de Feliz Navidad a todos y cada uno de los presentes, casi todos eran hermanos y primos de Anita. Mientras tanto, las mujeres se apresuraban a servir la cena que había estado esperando mi llegada y de la cual Anita había sido parcialmente responsable.

Fue una cena muy al estilo ecuatoriano, con un rico ceviche de camarones como entrada y seguido de un pavo al horno con su respectivo relleno. Hubo vino durante la cena y whiskey después de ella, lo cual nos ayudaba a mantener e incrementar nuestro buen humor y ganas de farrear, y claro que farreamos hasta las cinco de la mañana. Caí agotado a esa hora y me permitieron dormir en un sofá en la sala de la casa de su hermano. Dormí hasta las once de la mañana. Al medio día, Anita y yo tomamos un bus que nos condujo a Nueva York para asistir a la función de gala del Radio City Music Hall con su mundialmente famoso show de Navidad.

En mi próximo capitulo: EL FIN DE UN SUEÑO Y EL COMIENZO DE OTRO

Monday, July 2, 2012

EL DULCE Y AMARGO SABOR DE NUEVA YORK

Ya lo dije antes, a fines de mayo me mudé a mi apartamentito/estudio ubicado en el numero 58 W. de la Calle 72, muy cerca del Parque Central y a solo unos doscientos metros del sitio donde en el año 1980, un loco maniático mató a John Lennon, el más famoso de los cuatro Beattles.

Yo “heredé” este apartamentito cuando unos amigos ecuatorianos que vivían allí, al crecer su familia se mudaron a un apartamento más amplio en el área de Queens. Junto con este pequeño departamento, también “heredé” una cama de tamaño “queen” con sus respectivas sábanas y almohadas, una mesita pequeña a la que le daba el triple uso de escritorio, mesa de estudio y comedor; un colchón inflable para cuando yo tuviera visitas, y un par de sillas. Ese era, inicialmente, todo mi mobiliario en mi “departamento de soltero” en Nueva York, y eso era suficiente, y, consciente de que mi estadía en Nueva York no sería muy larga era más que suficiente para mí y no le agregué mucho después.

Mas tarde compré, por $40 un televisor pequeño, usado, sólo blanco y negro, pues los de color, que ya empezaban a invadir el mercado, aún eran muy caros para mi bolsillo y por tanto eran un lujo que aún no me podía dar. También compré un pequeño tocadiscos y un radio de transistores, y eso me permitía oír la música del Ecuador y de vez en cuando escuchar “la Voz de los Andes” una emisora que desde Quito, daba noticias del Ecuador al mundo.

Siempre fue parte importante de mi vida el mantenerme informado de lo que pasa en el mundo. A los once años, EL UNIVERSO, el gran periódico de Guayaquil era ya parte de mi vida diaria. A través de él yo me enteraba de lo que pasaba en el Ecuador y el mundo, En Nueva York, no dejé de escuchar las noticias, ahora a través de mi nuevo televisor y de mi radio de onda corta. Eso me ayudó además a mejorar mi habilidad para escuchar y comprender el nuevo idioma.

Ver al joven Johnny Carson en su programa “The Tonight Show Starring Johnny Carson” en la NBC, que comenzaba a las once de la noche, un poco antes de la hora en que llegaba de mi trabajo, se convirtió en mi hobby. Al principio me costaba comprender sus chistes y sus agudas pero graciosas críticas al sistema y a los políticos y otros personajes de la época, pero poco a poco fui mejorando mi comprensión y me convertí en un fanático de ese hombre que se mantuvo con un altísimo rating casi hasta 1994 en que decidió abandonar la TV. En los 80’s, viviendo en Salt Lake City, volví a disfrutar del mismo programa, sólo que esta vez tomó un segundo lugar, puesto que mis tres hijos hicieron de “The Smurfs” (Los Pitufos), su programa favorito, y claro, papi y mami tenían que verlo, junto con sus tres hijos, sin recurso de apelación.

Alberto Terreros continuó siendo durante toda mi estadía en Nueva York, mi guía, mi amigo fiel, mi guardián, mi benefactor y mi mentor, en otras palabras, mi “ángel de la guarda”. Él siempre estuvo junto a mí, ayudándome, confortándome, guiándome, consiguiéndome trabajo, y, por supuesto, dándome su apoyo moral y material, enseñándome a desenvolverme en la enorme y complicada ciudad de Nueva York con su extenso y muy eficiente sistema de trenes subterráneos y buses urbanos y suburbanos. Me ayudó a obtener mi licencia de manejo que nunca la usé mientras viví en la Gran Manzana.

Pero, a pesar de su “sabiduría innata” y su gran conocimiento de los detalles relacionados con la ciudad, Alberto no pudo nunca superar las barreras que le imponían su limitado conocimiento del idioma inglés. Muchos años después, en 1979, cuando yo ya era el Director financiero de COFIEC, el más grande banco industrial del Ecuador en esa época, Alberto me visitó en Quito, donde en el piso 10 del edificio del banco yo atendía mis funciones en una enorme oficina esquinera desde la cual se podía ver una gran parte de la ciudad.

Me sentí muy feliz de ver a Alberto, mi gran amigo y guía, y le invité a almorzar en el Hotel Hilton Colón, que estaba frente a mi oficina. En esa ocasión, Alberto me dijo que estaba cansado de vivir en Nueva York, que estaba pensando en regresar al Ecuador, pero que tenía temor de regresar, porque se sentía en Guayaquil como un pez fuera del agua. Pensaba en abrir un restaurante, negocio del cual sabía mucho por sus trabajos en Nueva York. Se me perdió de vista desde entonces, me hubiera gustado continuar con nuestra amistad, poderlo ayudar en su relocalización en Ecuador, pero no supe más de él hasta hace un año, en 2011 en que por fin pude conectarme con mi gran amigo, El está también jubilado, divorciado de su primera esposa, se había vuelto a casar tuvo hijos y nietos, y vive feliz, cerca de su familia…En Nueva York.

Confío en poder volver a ver a Alberto en un futuro cercano, confío así mismo que podré decirle una vez más lo grande que fue para mi el encontrarle en mi camino; lo valiosa que fue su ayuda; lo mucho que aprecio su generosidad y su entrega a la causa de un amigo, yo, y finalmente, lo mucho que su ayuda pesó en mi futuro y el de mi familia.

Así como tuve muchos días y noches felices en Nueva York, también tuve días y noches tristes mientras vivía allá en soledad. Estuve tentado muchas veces a pedir a Anita que se casara conmigo y se fuera a vivir conmigo en Nueva York, lo cual nos habría hecho muy felices, pero resistí la tentación, no quería cometer el mismo error dos veces, y no tengo remordimientos por no haberlo hecho. Extrañaba mucho a Anita, pensaba mucho en ella día y noche mientras viví en Nueva York y muchos meses después de mi regreso a Guayaquil. También extrañaba a mi familia, extrañaba a mi madre, a mis amigos, la música, la comida, los fines de semana remando en El Salado, los viajes a Pallatanga, y, por supuesto extrañaba a mis compañeros de la Universidad.

Mi madre me crio católico y siempre he permanecido católico, tengo ahora y siempre tuve mucha fe en Dios, en Su infinita capacidad de ayuda; en Su inagotable capacidad de perdonar y de dirigir la nave de nuestras vidas hacia puerto seguro; en Su invisible pero siempre perceptible capacidad de enrumbar nuestra barca a las mejores aguas, para pescar en abundancia. Mientras estuve en Nueva York, nunca me perdí la misa del domingo, y si hay algo que sentí siempre dentro de mi, fue la fuerza que EL me daba para afrontar las dificultades con entereza y superar los obstáculos que sin duda aparecían en mi camino. Siempre le pedí Su ayuda; siempre Le pedí por la salud de mi madre y de mi padre; siempre le pedí la fuerza de carácter para no desertar en mi esfuerzo por superarme, de ser mejor, de salir adelante, de superar todas las dificultades, y de permitirme un futuro mejor.

Estuve convencido entonces, como lo estoy ahora, que mis plegarias siempre fueron escuchadas, que mis pedidos no fueron archivados en un perdido file en el cielo, sino que fueron respondidos, mas temprano que tarde, no necesariamente en la forma que yo lo solicitaba, sino en la forma que El creía mas conveniente para mi, la que siempre terminó siendo la mejor respuesta posible. No obstante lo anterior, debo dejar en claro que siempre creí que los logros personales no son obra sólo de la voluntad de Dios, sino que resultan de la combinación de un gran esfuerzo, dedicación, sacrificio individual y persistencia, acompañados de una inquebrantable FE en Dios y de Su capacidad infinita de escuchar a Sus criaturas y darles lo que necesitan. Por eso decidí ser inflexible ante la tentación de una vida fácil y placentera a mi temprana edad, por eso decidí seguir adelante, seguir comprometido con mi mismo y con mi futuro

Mi soledad y mi dura vida de entonces fueron una buena parte de la base del sólido edificio de mi carácter; de mi capacidad de resistencia a la adversidad y de mi temple como adulto, y en definitiva de mi futuro, que nunca estuvo exento de dificultades, pero que se fue trazando con empeño, con decisión, con sacrificio, con tenacidad, tal como se construye una amplia carretera en medio de las dificultades de un terreno quebrado, sinuoso, montañoso, lleno de dificultades…

En marzo de 1968, cuando yo estaba a punto de concluir mi tercer semestre de clases en la Universidad, llegaron a visitarme en Nueva York mis hermanas Letty y Flor y se quedaron por mes y medio conmigo, sentí mucho que debido a mis ocupaciones en el trabajo y en el estudio no pude acompañarles a conocer mejor la Gran Manzana, pero ellas se acompañaban mutuamente, y siguiendo mis indicaciones, pudieron conocer la ciudad y hasta trabajaron un par de semanas en una fabrica de zapatos. Eso les ayudó a recuperar un poco el costo de su viaje. Conocieron, con mi guía, el Museo Metropolitano, la Estatua de la Libertad, el edificio de las Naciones Unidas, el Parque Central, la famosa zona de Times Square con sus esplendorosas luces de neón por la noche, el Brooklyn Bridge, el Zoológico del Bronx; y asistimos a una función del famoso Radio City Music Hall. La pasaron muy bien y me sirvieron de compañía por lo menos por unas pocas semanas. Cuando cruzábamos en un bus el Túnel Lincoln que conecta la ciudad de Nueva York con la vecina New Jersey, mis dos hermanas se pegaron un gran susto (y les costó creerme) cuando les dije que estábamos cruzando el Río Hudson a diez metros por debajo de su lecho.

Cuando ellas se regresaron al Ecuador, dejaron en mi departamento y en mi alma un vacío muy grande. La dulzura de carácter de mi hermana Letty; su habilidad extraordinaria para cocinar nuestra deliciosa comida criolla, y su genuina forma de expresar cariño, fueron para mí como un manto de abrigo temporal para el frío de mi soledad.

Mis hermanas se admiraban de que yo pudiera resistir la presión de un trabajo a tiempo completo y estudiar simultáneamente a tiempo completo, estaban fascinadas de que yo pudiera hablar inglés (un idioma que ellas no entendían), con una facilidad para ellas desconocida. Un día me dijeron que me habían oído hablar en inglés mientras dormía, y, a pesar de que ellas no habían entendido nada de lo que yo hablaba, sabían que yo estaba soñando sobre una discusión en clase, porque las dos eran profesoras y sabían cuando había una discusión académica

Mi capacidad de trabajo había crecido tanto en los últimos doce o catorce meses, que yo no sentía que estaba haciendo un esfuerzo especial, tal era la estamina que tenía dentro de mi cuerpo, que inconscientemente estaba sólo haciendo lo que mi cuerpo me permitía hacer eficientemente. Yo era entonces, igual que ahora, un soldado veterano de guerras ya peleadas y ganadas, solo vale la pena recordar que cuatro de los seis años de mi secundaria y dos de la universidad ya trabajé y estudié a tiempo completo. Crecí peleando para sobrevivir, estaba dentro de mi carácter el ser un luchador para ganar, yo no iba a dejarme ganar por la dureza de las circunstancias sin importar cuales o cuan duras estas fueran.

Claro que me sentía cansado de vez en cuando, recuerdo que algunas veces llegaba a mi departamento a las once y veinte de la noche, cansado y con un fuerte dolor en el lado izquierdo de mi espalda, especialmente en las noches en que me tocaba cargar muchas bandejas llenas de platos para llevar a las mesas y servir a nuestros clientes, pero eso no me causaba gran preocupación, sabía que después una ducha y seis horas de sueño, el dolor se iría y mi cuerpo estaría listo para emprender un nuevo día de trabajo y de estudio. Por otro lado, nunca estuve psicológicamente cansado, siempre estuve listo para continuar persiguiendo mi meta,

Para esa época, Anita comenzó a visitarme en Nueva York casi todos los domingos y la pasábamos muy bien. Paseábamos con frecuencia en el Parque Central que lo teníamos muy cerca, asistíamos a varias clases de shows, al cine y al teatro. También visitábamos los museos, el parque zoológico, la estatua de la Libertad y otros sitios interesantes y divertidos. Fue entonces que ella empezó a hablarme de “casarnos”, una palabra a la que yo le tenía alergia y me causaba escalofríos. Francamente yo prefería que no tocáramos el tema, al menos no en esos momentos, y eso a ella le causaba resentimiento, no obstante lo cual, seguimos saliendo juntos. Yo quería tomarme un poco mas de tiempo, quería conocerla mejor, no quería cometer el mismo error dos veces y casarme sólo porque ella me hacia falta en mi soledad. Además, si bien es cierto que económicamente, juntos podríamos haber sido capaces de llevar adelante un matrimonio, no era este el lugar, ni la situación económica en las que yo aspiraba poder llevar adelante un matrimonio, pero mas que nada, yo me temía que este podría descarrilar mis planes de largo plazo; pero, tampoco quería romper con ella, yo sentía que la amaba, sabía que la extrañaba, me hacía falta cuando estaba ausente. En el fondo de todo esto estaba un profundo temor a equivocarme nuevamente. Yo era un “gato escaldado”. Yo ya me había “quemado” una vez, y le había cogido miedo al fuego.

Había una cosa en la que Anita y yo éramos muy distintos; ella no era ambiciosa. Ella hubiera sido feliz si se casaba conmigo y teníamos niños y vivíamos en algún lugar de Nueva Jersey financiados con nuestros sueldos, trabajando en alguna fábrica sin trascendencia. Mientras tanto yo, estaba viviendo momentos en que mis metas eran muy altas, momentos en que para mí sólo el cielo era el límite, y no estaba dispuesto a renunciar a mis sueños, por nada del mundo. Allí estaba la mayor diferencia entre ella y yo.
En mi próximo capitulo: FELIZ NAVIDAD EN NUEVA YORK