Thursday, July 5, 2012

FELIZ NAVIDAD EN NUEVA YORK


Fotos de Nueva York
Esta foto de Nueva York es cortesía de TripAdvisor

Contrario a lo que me pasaba al comienzo del año, época en la cual, yo tenía miedo de abrir mi boca para hablar inglés por temor a no ser entendido, a finales del año 1967, me sentía en Nueva York casi como Pedro en su casa. Hablaba con toda clase de gente, en la universidad, en el tren, con los clientes en mi trabajo, en los almacenes podía comprar lo que necesitaba y quería, y no lo que sólo podía ver a primera vista, sin preguntar a los vendedores por temor a no decir lo que pensaba y comprar lo que no necesitaba. Podía discutir en clase y siempre me quedaba el dulce sabor de la satisfacción interior de poder decir lo que quería hablar, de ser entendido y entender.

Por otro lado, tenía un trabajo muy bien pagado, que se acomodaba a mis necesidades de tiempo como anillo al dedo, podía tener en él dos nutritivas y abundantes comidas entre cinco y seis días a la semana y había completado mis estudios de inglés y dos semestres adicionales en la Universidad con un decente promedio de calificaciones (3.3), y estaba preparándome para mejorar aun mas. En medio de todo esto, sentía la enorme satisfacción de no tener que comer la comida que yo mismo cocinaba y que diariamente me recordaba que no tenía vocación para chef.

Nuestros clientes en el restaurant eran principalmente gente que iba a los teatros vecinos (estábamos localizados en el centro mismo de la famosa área de los Teatros de Broadway), muy cerca de la famosa Times Square. Había entre ellos muchos turistas americanos y extranjeros que venían a la ciudad de Nueva York y no podían perderse una función de sus famosos teatros, también venían a menudo actores y actrices de los mismos teatros y yo tenía la oportunidad de dialogar con muchos de ellos. Algunos se mostraban muy amigables y complacidos de hablar conmigo, y al pagar sus cuentas se mostraban generosos a traves de sus propinas que nunca bajaba del 15% del valor de su cuenta, y a menudo llegaba hasta el 25 y 30 por ciento. Esto era la razón por la cual, al final de la semana, yo estaba ganando un salario (propinas incluidas), de más de $250, o un equivalente en dólares de ahora, de aproximadamente $2500 semanales. Era un platal para un joven como yo, nuevo en Nueva York y apenas en el proceso de adaptarme a la vida de esta linda y generosa ciudad. Como en la legislación tributaria de esos tiempos las propinas sólo eran sujetas a impuestos en la cantidad que el contribuyente deseaba declarar, el valor neto de mi salario era muy cerca del valor bruto.

Tenía como compañero del equipo de servicio en el restaurant a un ciudadano argentino de unos 35 años de edad que había sido algún tiempo atrás un actor secundario en los teatros de Buenos Aires. Se llamaba Horacio Capellatti y era muy ducho en el servicio a clientes como mesero. Horacio hablaba con ese agradablemente especial acento medio italiano de la gente de Buenos Aires, que hace que rápidamente los identifiquemos como “porteños”, ese hablar que pone casi siempre el acento en la última sílaba de las palabras y que arrastra las letras LL y Y, como si fueran una combinación de las letras sha. “Ché Rafael”, me llamaba y yo le decía Ché Horacio.

Era un tipo de lo más simpático, dicharachero, medio fanfarrón, se preciaba de ser un Don Juan con las mujeres, y “guapo”, en el sentido de que se enfrentaba a cualquiera a los trompones en cualquier parte, siempre ganando las peleas. Se pasaba el tiempo tomándole el pelo a todo el mundo y a cada paso sin importarle quien estuviese a su alrededor. Como lo hacen sus lejanos parientes italianos, usaba las manos para gesticular y poner énfasis en casi cada frase que pronunciaba, mientras se movía casi siempre en círculos, como para asegurarse de que su audiencia de todos lados lo escuchaba, le entendía y luego le celebraba sus chistes. Esto era casi una ceremonia que duraba entre media hora y cuarenta y cinco minutos cada día, durante nuestras comidas y antes de vestirnos con nuestros uniformes para empezar nuestro trabajo a las cuatro y media de la tarde. Me caía bien este hombre y la simpatía era mutua. Hacíamos un muy eficiente equipo de trabajo y nunca tuvimos una discusión desagradable en el momento de repartirnos nuestras propinas. Esto último era siempre 50-50 después de entregar a los bus boys su 15% del total.



La noche de la Navidad de 1967, teníamos el restaurant lleno de gente comiendo, casi no teníamos tiempo de hablar entre nosotros los miembros del grupo de meseros, y nuestros cortos diálogos se limitaban sólo a lo indispensable del trabajo; sirve el vino aquí, sirve el postre allá, pásale la cuenta acullá, etc. Los clientes entraban y salían, las propinas de esa noche eran muy generosas y sabíamos que íbamos a salir con mucho dinero para celebrar la Navidad.

Poco a poco fueron saliendo nuestros clientes y el salón principal del restaurant iba quedando vacío, pero nos quedaba un grupo de seis personas en una de la mesas de nuestra área, que seguían consumiendo buen vino y disfrutando su conversación. Horacio, que aparentemente tenía su propio programa para Navidad, estaba poniéndose impaciente y hacía gestos de disgusto con sus manos, mientras pedía que se fuera el ultimo grupo de clientes (sin que estos le vieran u oyeran), cuando ya eran pasadas las once de la noche. Finalmente, como a eso de las once y treinta, uno de los miembros de la mesa pidió que le lleváramos la cuenta, lo cual puso muy contento a Horacio, que inmediatamente les llevó la cuenta. El cliente, presuroso y mirando su reloj, entregó su tarjeta de crédito American Express a Horacio, quien aun más presuroso la llevó a la caja y devolvió la cuenta con la papeleta para la firma del cliente. Este firmó el recibo, y metiendo su mano al bolsillo, sacó un billete de cien dólares y lo dejó como propina en la mesa.

La cara de Horacio era todo sorpresa al ver semejante propina sobre la mesa, abrió sus brazos y sus ojos, y como haciendo la venia de un actor ante su público que le aplaude, se inclinó casi hasta sus rodillas delante del cliente, y en un gesto que nadie esperaba, se sacó de su cabeza la peluca que hasta entonces nadie sabía que tenía y vimos que su cabeza era tan lampiña y brillosa como una bola de billar. En su inglés fuertemente influenciado por el tono de su español de porteño dijo en la voz más alta que jamás le habíamos oído, THANK YOU SIR, THANK YOU MUCH, VERY MUCH AND HAVE A MERRY CHRISTMAS AND A HAPPY NEW YORK, y volvió a repetir su discurso en español, y en italiano…

Tanto los clientes como los pocos empleados que quedábamos en el salón nos echamos a reír a mandíbula batiente sin poder detenernos, y nuestras risas duraron por varios minutos hasta que los clientes, que continuaban mirando sus relojes, siguieron riendo mientras salían por la puerta principal del restaurant a continuar celebrando sus navidades en New York, y nosotros descendíamos a los vestuarios festejando el chiste del ahora “pelado Capellatti” que de allí en adelante se quedó con ese nombre.
Cuando después de varios minutos nuestras risas cesaron y nos dimos cuenta que era casi la media noche, Horacio y yo sumamos las propinas de la noche y después de entregarles a los bus boys un 15% del total y darles $20 extras (dos), nos repartimos el saldo y vimos que nos quedaban alrededor de $160 para cada uno.
IMAGENES DE SANTA CLAUS ESTABAN POR TODAS PARTES

Me sentí esa noche tan rico que decidí tomar un taxi para ir a festejar la Navidad en la casa de Anita en Hackensack, New Jersey, un viaje de casi una hora que me costó $30, que en dólares de hoy hubieran sido unos $300. Mientras el taxi avanzaba por la calle 47 W. y se dirigía hasta la Novena Avenida para luego girar hacia el sur y dirigirse hacia el Lincoln Tunnel, y en medio de por lo menos dos docenas de imagenes de Santa Claus en el camino, yo iba pensando casi en voz alta “QUE FELIZ ME SIENTO; YO TE AMO NEW YORK; FELIZ NAVIDAD NEW YORK, NEW YORK”

Fotos de Nueva York
Esta foto de Nueva York es cortesía de TripAdvisor
LA ESTATUA DE LA LIBERTAD. ICONO SOBRESALIENTE DE NUEVA YORK

Mientras atravesaba el Lincoln túnel, pasadas las doce y media de la noche y seguía mi viaje hacia Hackensack, me puse a meditar sobre los imponderables de la vida, me acordé que sólo hacía un año que tuve una de las Navidades mas amargas de mi vida, en mi propia ciudad, en Guayaquil. Esa noche estuve sólo, había perdido mi trabajo a causa de un gobierno demagógico y corrupto que pagaba con empleos en el Estado los favores políticos que debía a sus seguidores, mientras despedía a quien se había ganado su trabajo con perseverancia, inteligencia y esfuerzo.

La noche de Navidad, en el año anterior, yo estuve aturdido, confundido, asustado, con miedo sobre mi futuro, sin saber que hacer para seguir adelante en un país que ofrecía tan pocas oportunidades a la gente joven. Mientras que ahora, esta noche, justo sólo un año después, estaba extremadamente feliz, había tenido una jornada de intenso pero muy productivo trabajo, estaba en camino a ver a mi chica con quien festejaríamos alegremente la Navidad. Pensé entonces que así es la ruleta de la vida, un día te sientes poco menos que un miserable y pisoteado gusano, y el próximo eres como un pájaro madrugador, que vuela feliz, cantándole a la vida…

No creía entonces, como no lo creo ahora, que existe el llamado “destino” o la mala o buena suerte de la gente. Sólo existe la vida que uno mismo se va creando día a día con su esfuerzo, con inteligencia, con perseverancia, pero claro, siempre con Fe en Dios y Su infinita capacidad de escucharte. Pensé entonces que nosotros no somos otra cosa que el resultado de cómo colocamos cada uno de los ladrillos en el edificio de nuestras vidas, siguiendo la invisible pero siempre presente dirección técnica del Gran Arquitecto del Universo.

Cuando llegué a su casa. Anita me estaba esperando, lucía bellísima en su nuevo vestido rojo con un lasito verde a la altura de su corazón. El perfume que ella usaba esa noche era el más dulce y agradable perfume que yo haya olido hasta entonces (y que se grabó en mi mente por muchos años). Llevaba una rosa blanca junto a su oreja, en el lado izquierdo de su corta y hermosa cabellera casi rubia. Sus labios pintados con un brillante rojo hacían que sus hermosos dientes lucieran más blancos y relucientes cuando me sonreía, mientras sus ojos verde esmeralda estaban llenos de felicidad cuando finalmente llegué a su casa a la una y media de la mañana del 25 de diciembre. Tuve que repartir abrazos y deseos de Feliz Navidad a todos y cada uno de los presentes, casi todos eran hermanos y primos de Anita. Mientras tanto, las mujeres se apresuraban a servir la cena que había estado esperando mi llegada y de la cual Anita había sido parcialmente responsable.

Fue una cena muy al estilo ecuatoriano, con un rico ceviche de camarones como entrada y seguido de un pavo al horno con su respectivo relleno. Hubo vino durante la cena y whiskey después de ella, lo cual nos ayudaba a mantener e incrementar nuestro buen humor y ganas de farrear, y claro que farreamos hasta las cinco de la mañana. Caí agotado a esa hora y me permitieron dormir en un sofá en la sala de la casa de su hermano. Dormí hasta las once de la mañana. Al medio día, Anita y yo tomamos un bus que nos condujo a Nueva York para asistir a la función de gala del Radio City Music Hall con su mundialmente famoso show de Navidad.

En mi próximo capitulo: EL FIN DE UN SUEÑO Y EL COMIENZO DE OTRO

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