Monday, February 28, 2011

MI ADOLESCENCIA

Llegué a Guayaquil para hacer mis estudios secundarios en abril de 1954. Tenía algo más de once años y una curiosidad inmensa por conocer el mundo más allá de Pallatanga. Había terminado la primaria en un pueblito de un poco mas de trescientos habitantes, en una escuelita con grandes limitaciones físicas y de personal, no eran los mejores profesores los que se animaban a ir a vivir en Pallatanga para ejercer su profesión, por eso,cuando llegué a Guayaquil y me matricularon en el Colegio Nacional Aguirre Abad, yo temía que hubieran grandes diferencias de conocimientos entre mis nuevos compañeros de clase y yo. Ese no era realmente un problema. El problema era otro. Mis compañeros eran guayaquileños, eran de la “gran ciudad”, y yo venía, primero, de la Sierra, y segundo, de un pueblito tan pequeño del que nadie había oído hablar. Era como un pollito en una laguna llena de arrogantes patos.
Todos los chicos del primer curso en el Aguirre Abad teníamos alrededor de doce años, unos meses más, o unos meses menos, pero había importantes diferencias de estatura y de peso. Yo era pequeñito, de no más de un metro cuarenta y cinco centímetros, seguramente era medio “chapudito”, porque venía de la Sierra, y, obviamente, hablaba con el inconfundible acento de mi pueblo. Me empezaron a llamar “longo”, que era una forma muy despectiva que usaban mis compañeros, y en general todos los estudiantes, de llamar a sus compañeros serranos. Otras veces me llamaban simplemente “serrano, come papa con gusano”, que era otra forma muy ofensiva que los guayaquileños han usado desde hace muchos años, para molestar a la gente de la Sierra. Nunca me molestó que me llamaran serrano (porque lo soy, y a mucho orgullo), si me molestaba, y mucho, que le añadieran la rima de la papa con gusano… o que me dijeran longo
Al principio tuve, honesto es confesarlo, miedo de reaccionar, y decidí que era prudente esperar por unos días hasta que “les pase la gana de joder”, pero eso no ocurrió. Los muchachos seguían su cantaleta y mi reserva de paciencia se iba agotando. Finalmente, algo así como un mes después de comenzadas las clases, decidí que haría lo que sea necesario para poner freno a las burlas de algunos compañeros. Un día, al salir de clases, un compañero de estatura muy similar a la mía, se me acercó a provocarme, viniendo desde atrás, me tiró de los pelos y me dijo “longo serrano, vas hoy a comer papas con gusano?, mi paciencia se había colmado, sin contestar lo empujé hacia la calle y le caí a puñetes, no le di tiempo de reaccionar, los compañeros nos rodearon y empezaron a azuzarnos a seguir la pelea, pero esta concluyó en pocos segundos, el provocador chorreaba sangre por su nariz y empezó a correr. Algunos compañeros me alzaron en hombros, buena Romerito, gritaban, se la diste, bien hecho, no te joderá más… Y así fue!
De hecho, Maridueña (así se llamaba el provocador), no volvió a molestar. Poco tiempo después un chico más grande que Maridueña comenzó de nuevo la cantaleta, los compañeros volvieron a azuzar por la pelea, ésta se produjo, esta vez hubo más compañeros rodeándonos y gritando por uno u otro de los contendores, la pelea duró más que la primera, pero el resultado fue el mismo, Vicuña (ese era el nombre de mi contendor) sangraba por la nariz y no quiso seguir la pelea, esta vez yo había recibido unos golpes también, tenía un par de chichones en la cabeza, pero gané la pelea y Vicuña se fue a su casa refunfuñando y amenazándome para “la próxima”.

Al día siguiente llegó Vicuña al colegio, acompañado de su tía. Esta pidió audiencia con el inspector general, don Telmo Ollague. Ante él, la tía de Vicuña acusó a un estudiante “grandulón”, de apellido Romero, de haber pegado a su sobrino, abusando de su talla. Ollague me mandó a llamar.
Cuando me presenté ante Telmo Ollague y la tía (aún acompañada de Vicuña), Ollague se echó a reír mientras preguntaba a Vicuña, “es este el grandulón que te pegó?”, Vicuña avergonzado bajó la cabeza y asintió. La tía tomó a su sobrino por la mano, hizo un gesto de disgusto y decepción al mismo tiempo y se lo llevó con ella, allí terminó el interrogatorio. No hubo una próxima pelea con Vicuña ni con nadie. Así me gané el respeto y hasta el afecto de mis compañeros de mi clase “primero-primera” en el Colegio Aguirre Abad, en el año lectivo 1954-1955. Aprendí entonces que en la vida hay ocasiones en que la provocación debe ser parada a raya, que los provocadores no son otra cosa que fantoches, fanfarrones, a menudo son personas con complejo de inferioridad que la disfrazan con arrogancia mal disimulada. Aprendí que a esos fanfarrones hay que ponerlos en su sitio, ellos no pueden disimular más su complejo porque han sido descubiertos, han sido puestos en evidencia.

Pasaron los tres primeros meses, las calificaciones del primer trimestre llegaron, y mi gran temor de no haber respondido a la altura de los compañeros de Guayaquil dejó de serlo, Mis calificaciones no eran brillantes, pero tampoco eran malas, había superado el primer obstáculo en mi educación secundaria, no tenía porqué sentirme más como un pollo en una laguna de agresivos patos. Había aprendido a nadar…
Empecé a tratar de hablar con menos acento serrano, de sustituir las ersres por la erre, de acentuar menos las eses y en general de adecuar mi modo de hablar al de los guayaquileños, no creo que lo conseguí totalmente, pero para fines de ese año escolar, era evidente que había dado grandes pasos en la dirección que intentaba. No es que me avergonzara el hablar con el acento de mi pueblo, pero me hacía menos difícil la vida el hablar con menos acento serrano.

Me gustó el colegio, hice amigos, me gané el respeto y el aprecio de muchos y dejaron de tomarme como objeto de burlas y desprecios. Ya podía contar con amigos, algunos me llamaban Romerito, por mi pequeña estatura, pero también por algo de cariño.
Me gustaban las clases de educación física en la cancha de hockey sobre patines que estaba ubicada donde hoy está el Palacio de Justicia. Algunas veces íbamos a jugar futbol en las canchas del Reed Park, en la Atarazana, desde allí, algunas veces nos escapábamos a recoger ciruelas en las lomas donde hoy se ha extendido el cementerio general, o nos escapábamos al puente del Salado, frente al American Park y alquilábamos botes de remo para ir en busca de ostiones, para lo cual hacíamos una “vaca” y lográbamos reunir un sucre para comprar limones. Desde el puente Cinco de Junio, remábamos hasta cerca de San Eduardo, acercábamos el bote a las rocas de la orilla y allí cogíamos los ostiones, luego nadábamos en El Salado, debajo del puente Cinco de Junio. Otras veces después de las clases de educación física nos quedábamos en el parque Centenario, jugando en los columpios y las resbaladeras de la esquina de Vélez y Pedro Moncayo. Los veinte centavos (“dos reales”) que me daba mi hermana Flor todos los días, me los gastaba en los helados de los carritos que tenían la ruleta. En un día de suerte me comía hasta dos helados. Eran lindos días, yo era evidente e inocultablemente un niño pobre, pero no recuerdo haber sido nunca un niño triste… no recuerdo haber tampoco haber sentido envidia de ninguno de mis compañeros que tenían mas recursos que yo.
El profesor de música, don “Carlitos” González, quien nos enseñaba, entre otras cosas, a cantar tarantelas, me escogió un día para el coro del colegio. Era para mi la gloria, yo, el pequeño Rafico, de Pallatanga, en el coro del Colegio Aguirre Abad, cantando tarantelas?, era casi un sueño. La alegría no me duró mucho, porque cuando nos dijeron que mandáramos a hacer el uniforme del coro, que no era sino un pantalón azul marino y una camisa blanca de manga corta, mi hermana Florcita me dijo, con mucha pena, que no había dinero para eso. Tuve que renunciar al coro! Allí se acabó, antes de nacer, mi carrera de cantante…

En mi próximo capítulo: EL COLEGIO AGUIRRE ABAD