Wednesday, February 15, 2012

UN POCO DE PODER PERSONAL E INDEPENDENCIA

La Editorial González Porto (ese era el nombre de mi nuevo empleador), que tenía sus dos sedes centrales en Barcelona, España y Ciudad de México, iba a abrir una sucursal en nuestra ciudad, e iba a ser gerenciada en Guayaquil por un joven ecuatoriano nacido y criado en Ibarra, provincia de Imbabura, de 24 años, sin ningún conocimiento de la ciudad de Guayaquil, y, por tanto, estaba buscando personas jóvenes que se encargara de cobrar a los clientes las letras de cambio por sus ventas a crédito de los libros. Hernan Daza era el joven ejecutivo, y su familia había tenido nexos de amistad con la familia del marido de mi hermana Letty. Aprovechando el contacto, Letty le pidió y el aceptó, que yo fuera reclutado para un puesto de cobrador. Mi conocimiento en detalle de la ciudad (producto de mi trabajo anterior como repartidor de pan) era un activo valioso para mi nuevo trabajo.
Fue en septiembre de 1958 que yo empecé a trabajar en mi nuevo empleo. La compañía ya tenía documentos por cobrar a sus clientes en Guayaquil, originadas en las ventas hechas por sus agentes que trabajaban desde Quito. Me asignaron un portafolio de clientes entre los cuales había abogados, ingenieros, banqueros, profesores y simples ciudadanos que habían comprado sus libros en la Editorial que era hoy mi empleador. Hugo Larrea Bellolio, un chico de dieciocho años era el otro cobrador, pronto hicimos una gran amistad y nos ayudábamos mutuamente en nuestro trabajo. Como el número de letras por cobrar diariamente no era muy grande, Hugo y yo empezamos a visitar juntos a nuestros clientes, caminando sin cesar por las calles de Guayaquil, las que conocíamos como a las palmas de nuestras manos. Cada uno de nosotros tenía una carterita de cuero en la que guardábamos las letras por cobrar y el dinero y/o los cheques que nos pagaban los clientes, de hecho, nos ayudábamos mutuamente a cuidar los valores que portábamos, aunque la delincuencia en Guayaquil, en esa época no era tan peligrosa como hoy
Mi nueva remuneración inmediatamente tuvo un substancial incremento sobre la que tenía en la panadería. Mi sueldo básico era de $150 mensuales, pero ganaba una comisión sobre cobranzas, del 5%. Estaba tan feliz que no sabía que iba a hacer con toda la plata que ganara. Para el final del primer trimestre en mi nuevo empleo, yo estaba promediando un ingreso de 600 sucres mensuales, una suma astronómica comparada con mi sueldo anterior, y muy buena para cualquier joven adulto y padre de familia, pero mucho mejor para un chico de dieciséis años como yo, sin cuentas que pagar ni compromisos que cumplir. Me sentía poderoso con tanto dinero en mi bolsillo. Abrí por primera vez una cuenta bancaria y comencé a ahorrar en ella.
Invitado por mis hermanos, me mude a vivir con ellos en la calle Diez de Agosto, frente al entonces Teatro Central, pero pronto resulto obvio que mi decisión no era la mejor. Como llegaba del colegio a altas horas de la noche, mis hermanos debían bajar del tercer piso a abrirme la puerta para que yo entrara. Un dia que me quede a estudiar para un examen y llegue a la casa a la una y media de la madrugada, llamé para que me abrieran la puerta y ninguno de mis hermanos quiso hacerlo. Tuve que quedarme afuera e ir a dormir en una banca de la estación de bomberos junto a la Panadería La Delicia, donde había gente que me conocía y me cuidaría. Mas me molestó aquella noche la actitud de mis hermanos que los mosquitos, que no dejaron un espacio de mi cuerpo sin picar, pero eso me dio la pauta que necesitaba para buscar mi independencia.
Busque y encontré una casa de familia donde por una pensión de 200 sucres mensuales me daban casa y comida. Fue mi grito de independencia. La casa estaba ubicada en la calle Sucre 540 y Boyacá, a solo unos cuantos metros de distancia (casi al frente) del Colegio Municipal Nocturno Cesar Borja Lavayen, a donde me había cambiado en razón de la distancia y de que era un buen colegio municipal, donde todos los estudiantes eran jóvenes adultos, que como yo, trabajaban a tiempo completo y eran autosuficientes.
Fue por esa época que acordamos con mis hermanos mayores que uniéramos esfuerzos y trajéramos a nuestra madre, junto con el ultimo de nuestros hermanos (Guido), a vivir en Guayaquil porque ella ya había cumplido su tarea de criarnos y encarrilarnos, y, por tanto había llegado el momento de que ella dejara su duro trabajo de la panadería y viniera a vivir con sus hijos en la gran ciudad. Lo consultamos con nuestra madre y ella nos hizo ver que eso implicaba dejar solo a nuestro padre en Pallatanga, un asunto que ella, comprensiblemente, consideraba que sería problema. Consultamos con nuestro padre y el acepto quedarse porque debía cuidar sus tierras, sus sembríos y sus animales.
Lo discutimos también con nuestras tres hermanas mayores, quienes ofrecieron su ayuda, y así el plan se concretó. Finalmente logramos traer a Guayaquil a nuestra madre. Conseguimos un apartamento en la calle Chile, casi en la esquina con la calle Sucre, donde, una hormiguita trabajadora como ella siempre fue, comenzó a buscar, y encontró, personas que quisieran comer en nuestra casa como comensales, y así ella también pudo generar ingresos para cubrir los gastos de la casa. Nuestro apartamento estaba a solo una cuadra del Colegio Cesar Borja Lavayen donde yo ya estaba cursando el tercer año de colegio.
Uno de los comensales de mi madre era el señor Dienner, un ciudadano europeo que decía ser alemán y de quien nunca logramos saber cómo fue exactamente que llego al país. Era un buen hombre, hablaba muy poco y comía como un pajarito, pero mi madre decía que era como un reloj suizo a fin de mes a la hora de pagar por su mensualidad. Nunca logramos satisfacer nuestra curiosidad sobre el señor Dienner, a quien simplemente no le interesaba hablar sobre su pasado y peor sobre la Segunda Guerra Mundial. Solo nos había dicho que el recibía una pensión del gobierno alemán. Solo unos meses más tarde el señor Dienner murió llevándose su secreto a la tumba.
La montaña rusa de mi vida iba a hacer un nuevo y brusco viraje. Ya no solamente sería un chico de dieciséis años independiente, maduro, autosuficiente, sino que además, iba a ser parcialmente responsable de ayudar a mantener un hogar, el nuestro, bajo el mando de nuestra madre, pero apuntalado con los ingresos de sus hijos y ayudando a nuestro hermano menor, Guido, el mimado de todos. el último, el apairote, que tenía que terminar la primaria y comenzar sus estudios secundarios.
Yo creo ahora, como lo creía entonces, que lo que yo estaba haciendo no era nada extraordinario, estaba simplemente haciendo lo que había que hacer, estaba poniendo mi cuota de esfuerzo para mantener la familia unida. De hecho, yo encuentro por lo menos extraño que ahora hay mucha gente, especialmente en la política del país y del mundo que encuentra detestable que los adolescentes trabajen, porque “pobrecitos, hay que protegerlos, hay que evitar que el trabajo les saque de su actividad principal que son los estudios”. Son gente que siempre debe haber tenido a mamita y papito fondeando sus estudios hasta que se graduaron de la universidad, gente que no ha conocido ni ha vivido una vida con esfuerzo propio, que ha vivido siempre en la comodidad conseguida con el esfuerzo de otros.
Yo creo que fui bendecido por la oportunidad de trabajar y estudiar simultáneamente desde muy temprana edad, por la oportunidad de ser autosuficiente, de tener responsabilidades de adulto mientras todavía era un niño, y de haber salido adelante con mi propio esfuerzo, con mi propio sudor y también algunas veces con mis lágrimas. Eso me hizo un individuo fuerte frente a la adversidad, me hizo responsable de mi propio destino, nunca tuve que seguir mi camino con muletas provistas por la familia ni por nadie. Si yo tuviera que vivir nuevamente, no dudaría ni un instante en volver a embarcarme en esa montaña rusa a la que ya disfruté.
Mi nuevo horario de trabajo ya no me permitía la siesta que tenía cuando trabajaba en la panadería, a cambio, ya no tenía que despertarme a las cuatro de la mañana con la voz de Lolo diciéndome; Rafico Ya!; ahora era la dulce voz de mi madre que, rascándome la cabeza, se sentaba al filo de mi cama y me decía al oído “mijito, ya son las siete de la mañana, el desayuno está listo, es hora de levantarse”, que bello cambio!.
Mi cambio al colegio Cesar Borja Lavayen requirió de un permiso especial del Ministerio de Educación, porque este era un colegio para chicos mayores de dieciocho años y yo solo tenía dieciséis. El permiso se consiguió después de usar lo que en Ecuador se conoce como “algunas palancas”, porque entonces, como ahora, en el país solo se bautiza el que tiene padrinos.
El negocio de la Editorial en Guayaquil tomó rápido impulso, principalmente debido a que había una buena fuerza de ventas encabezada por cuatro ciudadanos españoles exiliados del franquismo, que eran gente preparada para las ventas y hacia buen uso de su condición de extranjeros al momento de ejecutar una venta en un ambiente donde la gente se fascinaba con sus historias (ciertas o inventadas) sobre lo que los ecuatorianos hemos llamado siempre la “madre patria”. Como resultado del incremento en las ventas, pronto el portafolio de cobranzas se incrementó de tal manera que los cobradores teníamos cada vez mas (bienvenido) trabajo y por tanto más comisiones. Como resultado, mi amigo y colega Hugo y yo ya no podíamos caminar juntos para hacer nuestras cobranzas y empezamos a tener que hacerlo solos. Como resultado, tuve que comprarme una bicicleta para poder cubrir el territorio que se me había asignado. Esta me costó 1540 sucres, que los financie a dieciocho meses plazo y con letras de cien sucres mensuales. Me llené de orgullo, ahora ya era dueño de un vehículo, y eso me dio independencia, libertad de movimientos, me sentía con poder más allá de lo que podía haberme imaginado. Era increíble como la autonomía de movimiento me dio la sensación de independencia, de poder, de libertad. Cambió mi vida
Todo iba como a pedir de boca, podía hacer mi trabajo más eficientemente, podía tener una cartera por cobrar más grande y por tanto podía ganar más dinero a través de mis comisiones. De hecho, en los dos primeros meses en que usé mi bicicleta, mis ingresos aumentaron en un 100%. Ahora ganaba más de mil sucres mensuales, ganaba tanto que no podía creerlo, pero, de pronto la realidad me castigo sin misericordia.
Un dia que hacia una cobranza al Abogado Rigail (quien entonces era el intendente General de Policía), en el edificio que esta junto al entonces Banco de Descuento, en la calle Pichincha, en cuestión de veinte segundos, me robaron la bicicleta. Todo ocurrió tan rápido que hasta ahora me pregunto si los ladrones no habían ya estado cazándome desde antes y lo que hicieron fue solo ejecutar una operación que la habían planeado de antemano. Habiendo dejado mi bicicleta con candado, subí veinte escalones hasta el primer piso del edificio, solo para constatar, después de timbrar tres veces, que la oficina de Rigail estaba cerrada. Cuando bajé, mi bicicleta ya no estaba en el sitio que la dejé, había desaparecido como por encanto. Los contrabandistas que hacían su mercado en los bajos del edificio pusieron cara de idiotas, cuando llorando, les pregunté si habían visto quien se había robado mi bicicleta. Me sentí mareado, desesperado, no sabía qué hacer. Solo atiné a caminar aun llorando hacia nuestra oficina que quedaba a pocas cuadras, en la esquina de la calle Vélez con Escobedo. Allí le conté mi tragedia a Hernan Daza, mi jefe.
En mi próximo episodio: CONOCIENDO VICIOS Y VIRTUDES DE GENTE IMPORTANTE

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