Friday, September 10, 2010

SIGUE EL DURO CAMINO


CABALGANDO EN EL PARAMO

A las cinco de la tarde y cuando la neblina empieza lentamente a subir hacia las montañas viniendo desde la costa, pero mezclandose con el viento helado del páramo, llegan a Pangor, un pueblito de no mas de veinte casas, habitado por gente muy humilde, mestizos, casi indios puros. Allí es donde mis padres planean pasar la noche pidiendo posada a esa gente pobre, muy pobre, pero generosa, de un corazón inmenso, que nunca le niega una posada y un bocado de comida a quien lo necesita. Ayudar al viajero es considerado por esta humilde gente casi como una obligación religiosa. Este es un pueblo de veinte casitas de adobe, pisos de tierra y techos de paja, sus habitantes viven para criar ovejas, chanchos, gallinas y cuyes, pero además cultivan papas, habas, mellocos y ocas. Nunca se quejan del frío, porque este es su eterno compañero, y porque además, siempre usan un pesado poncho de lana que ellos mismo la tejen. Sienten frío sólo cuando se bañan en las aguas gélidas del vecino río que trae aguas del páramo. Se bañan tres o cuatro veces al año y nunca lo hacen con entusiasmo. Así es su vida, se han acostumbrado a ella y casi nunca se quejan por sus limitaciones.
Los olores dentro de la casa son una mezcla de ropas y cuerpos sucios, de sudores repetidos, de excretas y orines de los cuyes que comparten el espacio dentro de la casa con sus humanos criadores, y de pesadas cobijas de lana que sólo se lavan una vez cada seis meses. Pulgas y piojos habitan en abundancia en este ambiente tan propicio para ellos. Es en este lugar donde la madre que espera a su hijo en un par de días, y su marido, deben, mas bien tienen, que pernoctar. Mi madre, religiosa como es, reflexiona y piensa que la madre de Jesús, y su esposo, José, debieron acampar en un pesebre, y compartir el espacio con ovejas y vacas en lechos de paja. Hace una profunda reflexión y concluye que debebería sentirse feliz de compartir este destino con la Santa Madre de Dios y su Familia. Es, sin duda, una formidable forma de buscar alivio, qué mejor destino puede haber para una madre cristiana?, ella mismo se pregunta y su respuesta, sin palabras, es una tácita aceptación de las humildes condiciones en que debe acampar, y entonces decide que quedarse esa noche es lo más razonable, más no llega al punto de considerar siquiera el quedarse a dar a luz allí.
El cansancio es enorme, han cabalgado por más de doce horas subiendo y bajando el páramo y están a sólo unas seis horas de llegar a su destino, la hospitalidad de la gente de Pangor es inmensa, ellos comparten sin remilgos su pobreza de cuya dimensión no parecen estar plenamente conscientes. Con una generosidad admirable, brindan su casa, su cama, su comida, su abrigo, pero más que todo eso, su enorme simpatía y solidaridad humanas. Ellos invitan a sus huéspedes a quedarse, le sugieren a mi madre que se quede a dar a luz a su hijo en su casa. Mi madre les agradece su bondad y su generosidad pero les dice que ha decidido avanzar hasta Pallatanga donde su familia la espera. Ellos lo comprenden, pero tienen dudas sobre si mi madre podrá lograr su propósito.
En otras condiciones habría sido imposible para mis padres descansar, peor dormir, pero su cansancio es tan grande que, poco después de las siete de la noche se quedan dormidos, a sabiendas de que hay una jornada más, no tan larga ni tan dura como la anterior, pero que hay que hacerla, sobre todo porque hay un día menos para el parto.
Igual que el día anterior, a las cuatro de la mañana vuelven a emprender el viaje, las mulas han descansado también y, aunque mi madre empieza a sentir los primeros síntomas del parto, los dos emprenden la segunda y definitiva jornada para llegar a Pallatanga. Es una madrugada oscura y llena de neblina, la esplendorosa noche anterior ha sido reemplazada por una helada llovizna y con visibilidad casi nula. Mi padre conoce bien este camino, lo ha recorrido a pie decenas de veces reparando la línea del telégrafo, y sin embargo, siente que hay riesgo, la obscuridad es casi total, el camino es tan estrecho que en él sólo cabe un animal a la vez, no hay forma de hacer el viaje uno junto a otro, hay que ir en fila, así que él se adelanta para actuar como guía, sintiendo y oyendo el paso de la mula que le sigue, que es la que lleva el poco equipaje de la pareja, y de la que cabalga mi madre. Camina despacio para no distanciarse. Así caminan más de media hora, pero, de pronto escucha un grito desesperado de mi madre: “Timoooo, auxilioooo, por Dios, estoy en el suelo, ayuuudameee!”.


CERCA DE PANGOR, EN EL VIAJE A PALLATANGA

La obscuridad es casi total, pero mi padre tiene una linterna de mano. Se baja de su montura, amarra a su mula y regresa enfocando su linterna buscando a mi madre. Unos veinte pasos atrás encuentra a la mula en que ella cabalgaba, la amarra y sigue buscando a mi madre, veinte pasos más hacia atrás y la encuentra en el suelo, tratando de incorporarse, adolorida y quejándose de dolores de parto. Cuando mi padre por fin la encuentra, ella dice, con palabras llenas de angustia, “por Dios, ayúdame, me muero del dolor, mi hijo está en peligro, he perdido de vista a la mula, me duele mucho mi vientre, estoy empezando a sangrar, por Dios, por lo que más quieras, por favor, ayúdame, casi no soporto este dolor, me he golpeado la cabeza y el vientre, me duele todo el cuerpo”, y agrega “Timo, por el amor de Dios, sigamos, vuelve a subirme a la mula, debemos llegar pronto, no hay tiempo que perder”. “Luquita”, dice mi padre, “creo que debemos esperar aquí a que amanezca para poder seguir el viaje, en una hora habrá salido el sol y podremos seguir nuestro camino con más seguridad”. “no, Timo, por favor, no, no” dice mi madre, “una hora es demasiado tiempo, debemos seguir para encontrar ayuda, pronto dejará de lloviznar y al amanecer empezará a abrigar, por favor, sigamos nuestro camino”. Su determinación no deja espacios para discusión, el viaje se reanuda en medio de intermitentes quejidos mezclados con palabras de aliento hacia mi padre y esporádicos monólogos dirigidos al niño por nacer. “Aguante un poquito más mijito, usted es valiente, ya mismo llegamos, no se me adelante, ya llega el día, la luz, el calorcito de Pallatanga y sólo entonces usted debe llegar, ni un minuto antes”. Era una manera de auto animarse y animar a mi padre que estaba a punto de rendirse.
Al continuar el descenso desde la sierra hacia el valle de Palltanaga, el cielo se despeja y llega la mañana con el sol primero tímidamente asomando sobre las montañas de oriente y alumbrando las cimas de la cordillera al occidente, y luego esplendoroso, alumbrando todas la montañas en ese maravilloso e interminable repetir diario de su camino de veinticuatro horas, las nubes han pasado ya en su viaje a las alturas, de pronto, mi madre exclama eufórica "timo, ya estamos por llegar, ya casi lo hemos logrado" si, allí, a la distancia se puede ver las casitas esparcidas del pueblo de Pallatanga, el pueblito querido, el pueblito de los viejos, el pueblito de los hijos, el pueblito del niño que está por llegar, el pueblito que parece un nido de pájaros allá, abajo, en el abrigado y querido valle.

PALLATANGA, COMO UN NIDO DE PAJAROS EN EL ABRIGADO Y QUERIDO VALLE

Mi madre está muy alegre en medio de sus dolores, y casi gritando dice; “benditos sean Dios y la Virgen Santísima”, mi madre no se puede aguantar la emoción y lo grita a todo pecho, “timo, lo vamos a lograr, lo vamos a lograr, mi hijo va a nacer en Pallatanga”, “alabado sea el Señor”.
Después de una hora más de cabalgar en el lento pero seguro paso de las mulas llegan a Pallatanga. Lilita, Florcita, el varón de cuatro años, y Pancho de dos, salen jubilosos a recibir a los viajeros, se oyen gritos de alegría, “mamita” gritan los chicos, “qué me ha traído mamita” grita el mayor de los varones. Mi madre contesta, “un ñañito”, y agrega, “pero debes esperar un ratito más hasta que nazca, lo hará ya mismo”. Pancho, que en su media lengua repite todo lo que oye a su hermano, dice, “que me me me tajite mamita? Y los dos rodean a su madre para abrazarla y besarla. Es una escena de suprema felicidad, la madre y sus hijos abrazados, ella casi llorando de la emoción, ellos, felices porque ya no van más a estar sin su madre. Letty, la hija mayor de la familia no está, ella ya se ha casado y vive en Guayaquil, sólo están, a cargo de los chicos y de la casa, Lilita, de 14 años y Florcita de 11.

En mi próxima entrega: LLEGA UNA NUEVA VIDA

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