Wednesday, December 22, 2010

EL SIGLO XX LLEGA A PALLATANGA


PALLATANGUEÑOS CONSTRUYENDO CON SUS MANOS
EL CAMINO PILOTO EN 1950

Fue a mediados de 1950, cuando yo estaba en cuarto grado de la escuela, que con un retraso de cincuenta años, el siglo XX llegó a Pallatanga. Lo hizo a bordo de vehículos motorizados, que eran artefactos del mundo moderno que en nuestro pueblo se desconocían. Por muchos años toda la gente del pueblo incluyendo los niños escolares, entre ellos yo, habíamos trabajado en las mingas ayudando en la construcción del camino piloto que uniría a Pallatanga con Riobamba. Era una obra de ingeniería de caminos que desafiaba a la geografía agreste de la sierra, a la mismísima cordillera central, que requería subir montañas de más de cuatro mil metros de altura, sólo para volverlas a bajar, atravesar cañones profundos hasta llegar a los ríos que se alimentaban de las grandes montañas, y volver a subir, sólo para volver a bajar hacia el lujuriosamente fértil valle de Pallatanga. Era un camino que con ligeras variaciones debido a lo empinado de ciertos trechos, seguía el mismo trazado del viejo camino de herradura que ancestralmente unía los dos puntos, en efecto, era casi el mismo camino que mis padres siguieron diez años atrás, cuando viajaron a lomo de mulas para hacer posible mi nacimiento en Pallatanga.

Por fin, en el verano de ese año, se anunció que pronto llegarían LOS CARROS a Pallatanga. Esta vez iba en serio. Tanta había sido la espera y la desesperación de la gente por este evento, que recuerdo que una viejecita de ochenta años que alguna vez había viajado fuera de Pallatanga y había visto un carro, a manera de predicción pesimista,alguien la oyó decir que “antes vería volar un burro que rodar carros en Pallatanga”.

Nunca vi volar un burro, pero si fui testigo de la llegada del siglo veinte a Pallatanga, a bordo de una fila de vehículos jeep, verdaderos gatos motorizados que por poco trepaban los árboles. Ellos eran verdaderas reliquias de la Segunda Guerra Mundial, fue un verdadero evento histórico en la vida de mi pueblo, tal vez el evento más importante del siglo XX para Pallataga y los pallatangueños. Era el momento culminante de un sueño de mucho tiempo, UNIR A PALLATANGA CON LA CIVILIZACION Y EL PROGRESO, ERA UNIR A PALLATANGA CON EL MUNDO MODERNO.


LOS PRIMEROS JEEPS, ABRIENDO CAMINO
PARA LLEGAR A PALLLATANGA

El día de la llegada de los carros ocurrió en medio de la expectativa de todo el mundo; ancianos, adultos, jóvenes y niños, mujeres y hombres estábamos alerta todo el día, los últimos trabajos para permitir el paso de los carros se estaban dando en un escarpado lugar llamado Panza, a unos diez kilómetros del pueblo, allá, arriba en la cordillera. Se acercaba la noche y el paso aún seguía cerrado, muchos hombres, con pico y pala seguían trabajando en el estrecho pero peligroso sitio para permitir el paso de los carros. Finalmente, a las seis y media de la tarde, y cuando ya la noche empezaba a llegar, el bendito paso se abrió, esto hizo que la llegada de los carros a Pallatanga fuera en la noche, como para causar el mayor efecto visual a los que allá, mil metros más abajo y a diez kilómetros de distancia, en el valle, con ansiedad esperábamos la llegada de los carros.

Con casi toda la gente del pueblo mirando hacia el norte, hacia la montaña por donde serpenteaba el pequeño camino piloto construido a brazo limpio de la gente. A las siete de la noche, y ante una emoción incontenible de todos los habitantes del pueblo, se divisaron las primeras luces de los carros que bajaban lentamente por el sinuoso camino hacia el pueblo. Aún estaban a unos cinco kilómetros montaña arriba, pero sus luces alumbraban la noche como si fuesen inmensos rayos de sol en medio de la obscuridad. La gente se abrazaba, gritaba de la emoción, algunos lloraban, otros reían y todos estábamos felices, las luces cambiaban de dirección a medida que los carros tomaban las curvas del camino, pero se venían acercando. La emoción crecía, se veían tantas luces y tan fuertes y claras como jamás se habían visto en este pueblo, las campanas de la iglesia se echaron a volar, nunca habían sonado tanto tiempo ni con tanta insistencia, era la gloria…

Pallatanga estaba a punto de entrar al siglo veinte, era increíble para todos, estábamos viviendo un momento histórico. Un fuerte olor a canelazo (bebida caliente que contiene aguardiente, agua de canela, azúcar y limón y que la toman mucho en la sierra, “para el frío”) se percibía por todos lados, las mujeres repartían esta bebida entre todos los adultos, mientras a los menores nos daban agua de canela caliente. Las luces continuaron zigzagueando mientras los carros descendían lentamente la montaña hasta desaparecer por unos minutos cuando los carros tomaban las curvas en los cerros ya vecinos.

Cuando los carros llegaron a la parte llana del camino, las luces desaparecieron por un momento dejando a lo lejos sólo un resplandor, añadiendo suspenso a este histórico momento De pronto volvieron a verse los destellos luminosos a una distancia cada vez más cercana, hasta que, finalmente, a las siete y cuarenta minutos de la noche llegaron a Pallatanga, uno tras otro un total de veinticinco jeeps y ocho motocicletas. Los jeeps eran de aquellos vehículos livianos que las tropas americanas habían usado en sus combates en la segunda guerra mundial, vehículos para todo terreno, con doble transmisión, los únicos que podían circular, aunque muy despacio, en el camino virgen que los palltangueños habían construido con sus callosas manos durante muchos años de esfuerzo comunitario.

La llegada de los carros desató un festejo que duró una semana. Se hicieron fiestas, banquetes y comelonas que por poco acaban con la población de gallinas, pavos, cerdos y cuyes del pueblo. Se consumió aguardiente hasta intoxicar a medio pueblo y sus visitantes. Nunca antes había habido en Pallatanga una celebración semejante. Había olor a gasolina y aceite lubricante por todo lado, eran olores nuevos para los pallatangueños, olores del progreso, eran los olores del siglo veinte que llegaba por primera vez a este pueblo a bordo de una columna de jeeps.

Los niños, incluido yo, no encontramos una diversión más excitante que correr a lo largo y ancho del pueblo atrás de los jeeps para subirnos en la parrilla trasera que le servía al jeep de parachoques. Así tomábamos un paseo gratis. Los choferes de los jeeps, al principio tolerantes, luego empezaron a perder la paciencia con los chicos, pero ya era tarde, los muchachos ganamos la pelea. Nos tuvieron que tolerar por bastante tiempo después de la inauguración de la carretera.


CHICAS DE PALLATANGA ENTUSIASMADAS
CON LOS JEEPS Y SUS PILOTOS

Los héroes de la jornada eran, obviamente los choferes de los vehículos recién llegados, la gente los veía con curiosidad, con respeto y admiración. Eran considerados y admirados como muchos años más tarde lo fueron Yuri Gagarin o Neil Armstrong y los otros astronautas que llegaron a la luna. Las chicas del pueblo se morían de ganas por “conocer personalmente y luego salir a pasear con los choferes”, y algunas de ellas quedaron con recuerdos de esos choferes para el resto de sus vidas, recuerdos que se materializaron nueve meses después de la llegada de los jeeps… Los perros del pueblo fueron los únicos que declararon la guerra a los jeeps. Perseguían a estos por largos trechos hasta quedar exhaustos, pero solo para tomar aliento y perseguir con la misma furia al próximo jeep que pasaba por sus predios.



NIÑOS DE PALLATANGA AGRADECIENDO A
VELASCO IBARRA POR LA NUEVA CARRETERA

Fue en la administracion del Presidente Velasco Ibarra en los años sesenta que finalmente se construyó la nueva carretera Riobamba-Cajabamba-Pallatanga-Bucay, que es la que hoy une el centro de la república con la Provincia del Guayas y que hizo de Pallatanga no solo un punto en el mapa de la nación, sino un lugar de comercio, de creación de riqueza, de turismo y de descanso para familias de todas partes de la nación.


VELASCO IBARRA EN PALLATANGA,
INAUGURANDO LA NUEVA CARRETERA

Unos tres días después de la llegada de los “jeeps” a Pallatanga, la era del cine también llegó a nuestro pueblo. En una improvisada sala al aire libre, detrás de nuestra escuela, con una pequeña pantalla hecha con sábanas desplegadas sobre una pared, y utilizando para la proyección la energía del motor de un jeep, se estrenó en Pallatanga la película en blanco y negro “Bayoneta Calada” basada en una historia que se desarrollaba en la Guerra de Corea. No recuerdo en detalle el argumento de la película, pero si recuerdo que trataba sobre la estratagema de un batallón de tropas americanas que quería escapar de una zona copada por soldados chinos y norcoreanos. Lo que sí recuerdo muy claro, es que a los pallatangueños les era tan nuevo el asunto del cine, que en las escenas nocturnas de la película, de todos los lados de la audiencia apuntaban a la pantalla con sus linternas de mano encendidas, intentando dar más luz a las escenas, hasta que alguien decidió parar la película y explicar al auditorio que no debían encender las linternas durante la exhibición, que la luz de las linternas sólo arruinaba la escena en la pantalla. Un poco avergonzados por la reprimenda, los autores de las luces especiales nunca más volvieron a prender sus linternas.

Fueron días de mi infancia que jamás olvidaré y me dejaron una lección muy grande: Nada es imposible cuando un pueblo se empeña en alcanzar el progreso. Nada es imposible cuando hay la decisión de alcanzar las metas que se persiguen.

En mi próximo capítulo: MI HERMANA LILITA, MI PROFESORA

Monday, December 13, 2010

EL GRAN TERREMOTO Y EL GRAN INCENDIO



AMBATO, EN EL CENTRO DEL ECUADOR Y
EPICENTRO DEL GRAN TEREMOTO DE 1949

Eran los tiempos de mi niñez, cuando no habían relojes con alarma despertadora, no se necesitaban, porque los gallos despertaban a la gente invariable y exactamente a las cinco y media de la mañana, cuando el sol aún no salía pero empezaba a desperezarse en el oriente, esa era la hora en que casi todo el mundo empezaba sus tareas, incluyendo los niños escolares, a quienes nos despertaban nuestros padres para que nos preparáramos para la escuela y repasáramos las lecciones.

Al amanecer del cinco de agosto de 1949, los gallos no cantaron. “Cosa más rara” nos dijo mi mamá en el desayuno, “algo va a pasar”, “las gallinas y guardián (nuestro fiel y valiente perro) no quieren comer y los gallos no cantaron esta mañana”, agregando “guardián corre de lado a lado y se da vueltas como que siente que viene alguien que no le gusta, o que alguien se va a morir”. Era una mañana inusualmente fría, con vientos fuertes del suroeste como todas las mañanas de agosto, y unas nubes espesas en el oriente que no dejaban ver el sol naciente. Ciertamente no era un día normal. Las campanas de la iglesia repicaron como a funeral, alguien había muerto o estaba agonizando, sólo en esas ocasiones se oía ese lúgubre repique dong… dong…dong,…dong… Todos nos sentíamos como adormecidos, deprimidos, con ganas de no hacer nada, pero había que ir a la escuela, era un día en que nos habían advertido que se celebraría el cuarto aniversario de la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima y del comienzo del fin de la segunda guerra mundial, un flagelo que dejó mas de cincuenta millones de personas muertas y muchos millones mas de heridos, lisiados y discapacitados. Ciertamente había una buena razón para celebrar el fin de ese ´largo, doloroso y trágico suceso.

Fuimos a la escuela y ese extraño sentir de adormecimiento era una cosa colectiva. Yo estaba en tercer grado de escuela primaria, mi profesora era mi hermana Lilita, una mujer admirablemente dotada para “enseñar”. También ella tenía el presentimiento de que este era un día “raro”, un día que además, en pleno verano seco y polvoriento, amenazaba con llover. Muchos niños habíamos traído nuestras cometas, porque en agosto las hacíamos volar en los recreos, y después de la primera jornada de clases que terminaba a las doce del día.


BOMBA ATOMICA ARROJADA SOBRE
HIROSHIMA EL CINCO DE AGOSTO DE 1945

Todo lo anterior era enormemente extraño, además, en pleno mes de agosto y al medio día, súbitamente dejó de soplar el viento, no podíamos elevar nuestras cometas, estas no despegaban del suelo. Era un realmente un día extraño, todos coincidían en lo mismo. En la escuela nos dijeron que no habría clases en la tarde porque todo indicaba que iba a llover muy fuerte. Una cosa extrañamente inusual en pleno verano, época en que en Pallatanga nunca llovía. La celebración del aniversario de la bomba en Hiroshima se canceló sin explicación alguna.

Salimos de la escuela y fuimos a la casa a comer, frustrados por no poder volar nuestras cometas, almorzamos a eso de las doce y media del día y mi madre nos hizo rezar, no solo para agradecer a Dios por los alimentos que nos íbamos a servir, como era su costumbre, sino también implorando la protección Divina que necesitábamos, pero, además, pidiendo “Su Misericordia por lo que pudiera suceder”. Después del almuerzo mi madre me pidió ayudarle con la cosecha de las pepitas maduras de café de las matas que estaban detrás de nuestra casa. Estaba haciendo mi tarea, cuando a eso de las dos de la tarde empecé a sentir que la tierra se movía, escuché un ruido extraño que venía del vientre de la tierra, de los árboles que también se movían, la tierra parecía entrar en convulsiones, yo quería correr hacia la casa y no podía, el suelo temblaba. Era un fuerte temblor, el más fuerte que yo jamás haya sentido. Nuestro perro, guardián, nuestro compañero inseparable, aullaba de una manera muy extraña y buscaba refugio junto a mí. El intenso movimiento de la tierra duró por más de dos minutos. Escuché los gritos de la poca gente que había alrededor, y escuché a mi madre que a gritos nos llamaba para que nos uniésemos a ella y el resto de la familia (excepto mi padre que estaba ausente), en la calle frente a nuestra casa. Cuando llegué, ella estaba con Lilita y tres de mis hermanos, arrodillada e implorando a Dios por nuestras vidas. Todo el mundo estaba en la calle, arrodillándose e implorando la protección Divina, nadie se atrevía a volver a sus casas, muchos decidieron pasar la noche a la intemperie. Al final no llovió, las negras y amenazantes nubes siguieron su camino hacia la Sierra, y al caer la tarde hubo un crepúsculo brillante con un sol de intenso color anaranjado viniendo desde atrás de la cordillera occidental, y, en la noche, la luna llena brillaba en el oriente en un espléndido despliegue de belleza estelar. Parecía que Dios, después del "castigo" nos mostraba Su Misericordia. Fue un día muy raro, de enormes contrastes, de contradictorias señales. Ese fue el día del catastrófico terremoto de Ambato.


EFECTOS DEVASTADORES DE UN TERREMOTO

En Pallatanga no hubo grandes daños, no hubieron víctimas humanas, sólo unas pocas casas averiadas, pero, cuando en la noche, a través del telégrafo se supo la noticia de que en Ambato había ocurrido un terremoto de grandes proporciones, que el número de muertos pasaba de diez mil y había más de cien mil personas sin hogar debido a la destrucción de sus viviendas. Casi toda la provincia del Tungurahua y buena parte de la provincia del Chimborazo habían sufrido la tragedia más grande de los últimos cien años. Desde entonces, nunca se ha repetido en el Ecuador una catástrofe de esas proporciones, la ciudad de Ambato, la cuarta más grande del país, quedó destruida, la ciudad de Pelileo que tenía alrededor de cuatro mil habitantes, casi literalmente desapareció, sepultando en sus escombros a cerca de la mitad de su población.

La ciudad de Ambato quedó semidestruida, en ella murieron también mas de tres mil personas, los sobrevivientes durmieron varias noches en las calles, porque perdieron sus casas o por el temor a que el terremoto se repietiera, pero la pujanza de sus habitantes ha llevado a esta ciudad a ser una de las mas bellas y prósperas del Ecuador. La fiesta de las flores y las frutas ("FFF"), que se celebra todos los años en Ambato durante los dias de carnaval, lleva a esa ciudad a muchos miles de ecuatorianos y cientos de extranjeros.



AMBATO RECONSTRUIDA Y PROGRESISTA,
CON LA VISTA PUESTA EN EL SIGLO XXI

Como lo dice un reportaje periodístico de esa época, "en Pelileo, los sobrevivientes debieron enterrar a sus muertos debajo de las calles, debajo del parque central, debajo de los escombros de sus viviendas, y Pelileo se convirtió en el camposanto de cientos de familias que lo perdieron todo. Los sobrevivientes refundaron su ciudad a 3 kilómetros de distancia de su sitio original".

En Guano, Penipe y Riobamba también hubo víctimas mortales y casas destruidas. Pasaron más de diez años antes de que estas ciudades se reconstruyan y vuelvan a la normalidad. Tal vez sea por esa experiencia que yo aprendí a no entrar en pánico cuando ocurren fuertes temblores y cuando estos ocurren, suelo ser quien, con serenidad, ayuda a nuestra familia o a quien esté cerca de mí, a encontrar el mejor lugar para protegerse.

Por la misma época ocurrió en nuestro pueblo una tragedia que los pallatangueños nunca olvidarán. A las nueve de la noche de un día cuya fecha no recuerdo, hora en que todo el mundo dormía, se escucharon gritos desesperados de gente que pedía auxilio. Un incendio de proporciones enormes había comenzado en la iglesia y empezaba a amenazar el adyacente convento y las casas que estaban a ambos lados. Bomberos, era una palabra desconocida en el léxico de los pallatangueños. Con una cadena de gente usando baldes de lata con agua traída de unos cien metros de distancia, se intentaba sofocar el siniestro, con poco o ningún éxito.

El flagelo duró más de dos horas y consumió enteramente la iglesia, el convento adyacente y la casa del boticario y enfermero del pueblo, don Mesías Tufiño. Al día siguiente comenzó la remoción de escombros. Prácticamente, de la iglesia y del convento no había quedado nada en pie, la única imagen que se salvó de este horrendo siniestro fue la de San Vicente Ferrer. Desde entonces, nadie ha podido explicar el cómo, ni el porqué se salvó la imagen de San Vicente, lo cierto es que hoy, más de sesenta años después de la tragedia, esa imagen ocupa un lugar de privilegio en la reconstruida iglesia de nuestro pueblo, aún se puede notar en la vestidura y en la cara del santo, la coloración ligeramente “ahumada” que le quedó después del gran incendio. Los archivos eclesiásticos de Pallatanga se perdieron y fue solo gracias a la regla canónica de enviar copias de todos los documentos eclesiásticos a la diócesis, que se recuperó casi en su integridad la información que ellos contenían.


LA VIEJA IGLESIA DE PALLATANGA Y EL
CONVENTO (IZQ), ANTES DEL GRAN INCENDIO

Esa fue la segunda ocasión en que conocí el concepto de “pánico” en la cara de la gente. La reconstrucción de la iglesia tomó muchos años, y las imágenes de los santos que reemplazaron a las desaparecidas en el incendio, empezaron a llegar de a poco y nunca se las consideró iguales o mejores a las que desaparecieron el día del flagelo.


LA NUEVA IGLESIA DE PALLATANGA, SIMBOLO
DEL TRABAJO Y LA FE DE SU PUEBLO

Guardando las debidas proporciones, igual que Ambato, Pallatanga reconstruyó su iglesia con el trabajo intenso de su pueblo, mientras su Fe en Dios se mantiene incólume.

En mi próxima entrega: EL SIGLO XX LLEGA A PALLATANGA

Sunday, December 5, 2010

LOS ARRIEROS DE PALLATANGA



CABALLOS, NUESTROS JUGUETES FAVORITOS-MONTABAMOS POR PLACER Y POR EL DEBER

A los nueve años, yo ya era un jinete experto. En la familia, todos montábamos lo que se pudiera montar, desde burros hasta caballos semi entrenados y entrenados y, desde luego montábamos mulares y lo hacíamos con silla y sin ella, o “a pelo” como solíamos decir. Creo que todos los varones de la familia empezamos a montar, si no antes, por lo menos simultáneamente con aprender a caminar, además, nos gustaba tanto que nunca perdíamos la oportunidad de hacerlo. Un día, mi padre había salido en uno de sus viajes hacia Bucay, montado en su mula “mora”, la que por su paso suave, al montarla nos hacía sentir como viajando en un automóvil. El hacía uno de sus viajes llevando carga para vender. Cuando habían pasado unos quince minutos de que mi padre había empezado su viaje, mi madre ha caído en cuenta que él no había llevado su “tonga”, esto es, su almuerzo para ser comido a mitad de camino y en la hora del descanso. Inmediatamente se le ocurre a mi mama que se le puede alcanzar a mi padre si se encuentra un caballo para seguirlo. Como enviado del cielo, pasa por delante de nuestra casa un jinete con su brioso caballo, mi madre le pide de favor que se lo preste para alcanzar a mi padre y entregarle su tonga. Jorge Ramírez es el dueño del caballo y, como casi todos los pallatangueños, no puede negarle un favor tan sencillo a mi madre. Jorge se desmonta de su caballo y mi madre me entrega la tonga y me pide montar el caballo y alcanzar a mi padre. “Corre Rafico” me dice, “y alcanza a Timo para entregarle su almuerzo, pero regresa enseguida que Jorge esperará aquí”. En efecto, yo monté el caballo y empecé a correr hasta desaparecer de la vista de mi madre. Yo corría y corría, pero no logro avistar a mi padre, ha pasado media hora corriendo y nada, hasta que a lo veo a una distancia de unos quinientos metros, en la parte más agreste del camino, una que llamábamos “Los Derrumbos de Sucuso”, le grito y no me oye, sigo corriendo, pero el sinuoso camino no permite avistarlo desde lejos, y nuevamente lo pierdo de vista. Una hora más corriendo y no lo alcanzo. De pronto se me ocurre una idea: “si lo sigo y no lo alcanzo, pero no me quedo a cierta distancia, yo también llegaré a Bucay y allí podré ver el tren y escuchar sus pitos, podré hacerme la ilusión de que voy a abordarlo y voy a viajar, es más, podré ir al cine con mi padre esta noche y mañana regresaré con él. Decidí que era una buena idea, cierto que tal vez no le guste a mi madre, pero, andado como está una buena parte del camino, bien vale jugarse el riesgo de un castigo por sentir la sensación de viajar, por ver una película, por llegar a Bucay y escuchar el cautivante cha ca cha del tren y su ruidoso pero agradable pito que suena como una sinfonía a mis oídos. Pienso entonces, “qué caramba, lo voy a hacer”, y así sigo el camino por mas de seis horas de las ocho que toma llegar a Bucay, y un par de kilómetros antes de llegar, alcanzo a mi papá, le explico que le traigo su tonga y, con cara de inocente le digo que me regresaré inmediatamente para cumplir con el mandado. “no mijo, cómo vas a creer” me dice mi padre, “ya que has llegado hasta aquí, vente conmigo, pasaremos la noche en Bucay, al llegar nos bañaremos e iremos a cenar, después de eso iremos al cine”. Mi plan estaba funcionando a la perfección. Me quedaba, sin embargo, el cargo de consciencia de no haber seguido al pie de la letra las instrucciones de mi madre. En mi interior llegué a justificar por anticipado el castigo que mi imprudencia pudiera causarme.
Ahora sólo faltaba que al regreso mi madre no me crea mi historia, me descubra y me haga pagar el precio de mi aventura. Regresamos al día siguiente, mi padre había hecho un buen negocio en la venta de su carga y de regreso llegamos a casa con arroz, plátanos oritos, piñas, barraganetes y hasta un par de guanábanas que encontramos en el camino. Mi madre estaba menos preocupada que lo que yo esperaba, y no estaba enfadada conmigo. Sus cálculos no diferían mucho de mis planes, excepto que el atraso lo atribuía a la lentitud del caballo y a las dificultades del camino. No fue sino muchos años después, en una cena con toda la familia, que yo me decidí a contar la real historia y, claro, fue una noche de risas y de jocosos comentarios. Ese fue el primer largo viaje que hice solo, y tal vez uno de los más emocionantes. Me gustaba viajar, me gustaba Bucay, me gustaba ver y oír el paso del tren, y me gustaba la aventura…

EL CABALLO ERA ENTONCES LO QUE
EL AUTO ES HOY PARA EL EJECUTIVO

Y, hablando de caballos, de viajes y de Bucay, salta a mi memoria la importancia que tenían para mi pueblo los seis u ocho personajes que en esa época formaban una clase especial de hombres, LOS ARRIEROS, los que conectaban al mundo casi escondido de Pallatanga con el mundo de La Costa, con el tren, con Bucay, con Milagro y, por supuesto con Guayaquil a través de su esforzada actividad.
Así como hay hombres cuyo ego les hace pensar que sin ellos el mundo se paralizaría, hay hombres que se pasan toda una vida haciendo cosas tan importantes para ellos mismo, para sus familias y para el mundo que los rodea, que sin ellos su vida y la de su entorno seria enormemente diferente. De estos últimos eran LOS ARRIEROS de Pallatanga. Su importancia era tan grande para la economía y para la calidad de vida de la gente de nuestro pueblo, que sin ellos, el pueblo hubiera muerto literalmente por falta de oxigeno económico. Sin embargo ni ellos mismo, ni la sociedad en que se desenvolvían se dio cuenta, a su tiempo, de su real importancia y por lo mismo, nunca tuvieron el reconocimiento que se merecían.

UN VIEJO ARRIERO, HEROE
NO RECONOCIDO DE UN PASADO
CASI EPICO

LOS ARRIEROS, eran hombres endurecidos por la vida, endurecidos por el tiempo, por el sol, por el agua de la lluvia, por el lodo, por el polvo de los caminos, endurecidos por un trabajo altamente productivo para la sociedad pallatangueña, para sus familias y para ellos mismo, pero extremadamente duro y riesgoso. Ellos eran dueños de (o alquilaban) una recua de mulas, no menos de seis y hasta de diez de ellas. Recorrían incansablemente de miércoles a domingo toda la jurisdicción de Pallatanga, comprando la producción de nuestros agricultores: café, maíz, alverja, lenteja, frejol, gallinas, pollos, pavos, huevos, manteca de cerdo, etc., y el dia lunes salían del pueblo con su carga hacia el suroeste, hacia Bucay, a venderla allá donde los comerciantes de ese pueblo luego la hacían llegar hasta Milagro y Guayaquil. Regresaban el martes muy tarde, no a descansar, sino a recomenzar el ciclo interminable de su esforzado trabajo.
Estos hombres, endurecidos por el tiempo, por el sol, por la lluvia, por el polvo, por los ríos, por las montañas y por los valles que permanentemente desafiaban, para comprar o para la vender la producción de Pallatanga, llevaban dentro de sí el espíritu fenicio del comercio, el espíritu de crear riqueza a través del intercambio. Estos hombres eran realmente como la sangre que corría por las venas de la economía de nuestro pueblo. Sin ellos nuestro pueblo hubiera sido muy diferente, hubiera sido más pobre, hubiera tenido una economía aún más precaria, una economía de trueque, una economía totalmente primitiva.

ARREANDO SUS MULAS LOS ARRIEROS ERAN
LA SANGRE ECONOMICA DE PALLATANGA

Estos hombres hacían su trabajo todos los días, en invierno y en verano, lo hacían en días soleados y abrigados, como en días fríos y lluviosos. Viajaban generalmente a pie, calzando alpargatas hechas de cabuya, arreando a sus mulas, llevando un látigo de cuero de vaca, mas por el sonido que alentaba a sus mulas a apretar el paso, que para castigar a sus nobles animales que igual que sus dueños no conocían del descanso. La mula era el vehiculo de carga mas importante de la epoca. Una mula llevaba siempre una carga equivalente a unas doscientas libras, en dos sacos de cabuya o de yute atados a sus lomos con cabestros de cuero de vaca, encima de una especie de colchoneta que se acomodaba y aseguraba a su lomo a través de una “cincha” que pasaba de lado a lado de la panza del animal y que se llamaba “enjalma”. En su viaje de regreso desde Bucay, ellos traían a Pallatanga alimentos y otros productos esenciales, como arroz, harina, sal, azúcar, Kerosene, fideos, galletas, sardinas, jabón, especies, ropa y cigarrillos. Cosas sin las cuales la vida de los pallatangueños hubiese sido completamente diferente y aislada de la civilización. Entre otras cosas, ellos traían a Pallatanga la luz, los alimentos, el vestido, la limpieza personal y del vestido. Eran para Pallatanga como los mercaderes venecianos para la Europa medieval en la era de las especies.
Viajar arreando a sus mulas era su vida, los caminos que comunicaban a Pallatanga con Bucay eran su espacio de trabajo, eran como su patio trasero, los conocían al revés y al derecho, sus peligros ya no les asustaban, se habían inmunizado a ellos a base de la permanente repetición de superarlos. En los cruces estrechos en medio de los abismos y de las montañas, sus altísimos silbidos alertaban a sus colegas y demás viajeros para que se detuvieran a tiempo para permitir el “cruce” de bestias y personas. En invierno, cuando los ríos del camino crecían y se convertían en verdaderos peligros para ellos y sus mulas, usaban un método de su propio invento llamado “el veteo” que no era otra cosa que la ayuda que los hombres daban a su mulas, usando cabos largos de cuero, con los cuales de un lado se halaba al animal mientras del otro le ayudaban a sostenerse y aguantar la fuerte corriente que de otro modo los hubiera arrastrado con ella.

LA MULA ERA EL VEHICULO DE CARGA
MAS IMPORTANTE DE LA EPOCA

LOS ARRIEROS merecen mi homenaje de admiración y de respeto, por su valentía, por su coraje, por su gran contribución a la vida económica de mi pueblo. Hace un par de meses tuve la suerte de visitar a uno de ellos, un hombre de más de 90 años quien aun recuerda la dureza de su vida pero que sostiene que la volvería a vivir si la oportunidad se presentara, y sus piernas se lo permitieran.
En cuatro líneas los arrieros recitaban lo duro de su vida:

La vida del arriero
Es muy difícil de llevar
De noche se acuesta tarde
Y muy pronto a madrugar

EL ARRIERO Y SUS MULAS CUMPLIERON UNA
FUNCION SOCIAL Y ECONOMICA MONUMENTAL


Los ARRIEROS y LOS LICANEÑOS son héroes de nuestro pasado y deben ser símbolos de la valentía de nuestra gente en los viejos tiempos de nuestro pueblo. Algún día debería erigirse un monumento a ellos en el parque central de Pallatanga. Doy algunos nombres de esos héroes aún no reconocidos: Alfonso Carrión, Lisandro Morán, Eleodoro Morán, Moisés Muñoz y su hijo, Alfonso Muñoz, Luis Coronado, Gustavo Montenegro, Ranulfo Izurieta y José Antonio Saltos. Mi padre y también mi tío Antonio hacían parcialmente este mismo trabajo. Pallatanga tiene una gran deuda impaga con SUS ARRIEROS.

En mi próxima entrega: EL GRAN TERREMOTO Y EL INCENDIO

Saturday, November 27, 2010

LOS GRINGOS DE PALLATANGA



EL GRAN VALLE DE PALLTANGA VISTO
DESDE SU ENTRADA AL SUROESTE
Había en Pallatanga tres ciudadanos extranjeros a los cuales la gente les llamaba simplemente “los gringos”, eran míster Aitken, míster Hamilton y míster Tomsich.
Míster Erwin Aitken, era un norteamericano nacido en el medio oeste agrícola por excelencia, en uno de los estados que son el granero de los Estados Unidos, como Kansas, Missouri, Oklahoma, Indiana o Minnesota. Había trabajado en la Empresa de Ferrocarriles cuando esta era operada por una empresa Anglo Americana y se enamoró del Ecuador y de una mujer a la que dedicó su vida. Era muy alto, delgado, más bien enjuto, hablaba un español bastante entendible y estaba casado con una señora mestiza originaria del área de Pallatanga, Doña Juanita Orozco. Ellos habían comprado una hacienda muy grande llamada Sucuso, ubicada a unos cinco kilómetros al suroeste del pueblo y unida a este por un estrecho camino de herradura que atravesaba la montaña serpenteándola peligrosamente, y dejando al rio cada vez más hacia lo profundo del abismo que se formaba a la izquierda del camino, mientras hacia la derecha sólo se podía mirar la imponente y casi vertical montaña. La Hacienda comprendía una hermosa llanura muy extensa y fértil de unas doscientas hectáreas que terminaba en una punta, en el sitio donde profundos barrancos formados a través de los siglos por la erosión formaban un acantilado de unos doscientos metros de profundidad, disimulados por una espesa vegetación que cubría los barrancos hasta hacerlos aparecer menos peligrosos de lo que en realidad eran. La hacienda comprendía además unos cerros hacia el lado oeste, con otras doscientas o trescientas hectáreas de laderas a las que míster Aitken les llamaba San Vicente.
Míster Aitken y su mujer tenían varios hijos varones y una hija, la niña era una verdadera muñequita, de tez muy, muy blanca, de ojos celestes como el cielo, de pelo oscuro, casi negro, de mejillas rosadas y facciones muy finas, era casi una copia de Blancanieves, el personaje de los cuentos de hadas que se ha recreado para el cine y que vive en el mundo mágico de Walt Disney. Genevieve era su nombre, y no tenía más de diez años cuando, víctima de la implacable gastroenteritis murió, dejando a sus padres sumidos en la más grande tristeza y a Pallatanga huérfano de la más hermosa criatura que allí ha nacido jamás. Sus hermanos eran Moris, Merwin, Marvin, Erwin y otro cuyo nombre se me escapa, todos ellos decidieron en algún momento de sus vidas regresar a los Estados Unidos y viven allí, sin que hayan mantenido mayor contacto con nuestro pueblo.


LAS MONTAÑAS DE SUCUSO AL
SUROESTE DE PALLATANGA

Erwin Aitken era un agricultor por esencia, era uno que hacia las cosas con un enfoque más moderno que el de los demás agricultores de nuestro pueblo, quienes usaban entonces, y usan aun ahora, el arado con dos bueyes para labrar la tierra. El usaba un tractor que de alguna manera había logrado traer en piezas hasta su hacienda a lomo de mula; usaba una máquina semiautomática para desgranar el maíz, y había hecho un pozo de agua desde donde él y su familia se abastecían del liquido vital, en lugar de tomarlo de las vertientes o de las acequias como lo hacían los demás pobladores de Pallatanga.
Aitken tenía muy buenos conocimientos de ingeniería civil, de agrimensura y hasta de medicina. Era el único habitante de Pallatanga que siempre tenía un buen stock de suero antiofídico para protegerse del peligro que significaba para él y sus peones, la existencia de víboras venenosas en su hacienda. Fue Erwin Aitken quien hizo el trazado del camino piloto que permitió la entrada a Pallatanga de los primeros carros, atravesando la arrugada cordillera occidental que geográficamente separa a Pallatanga de las mesetas del callejón interandino en el centro del país. Dos de sus hijos, Moris y Merwin fueron nuestros compañeros de escuela en los primeros grados de la primaria. Míster Aitken cultivaba en su hacienda, con mayor eficiencia que los agricultores locales, principalmente caña de azúcar para producir panelas, maíz, alverja y fréjol. Siempre fue un personaje respetado y admirado por la población local.

EL VALLE DE PALLATANGA VISTO DESDE
SILLAGOTOLA ANTIGUA HACIENDA
DE LOS TOMSICH
Otro “gringo” que vivía en Pallatanga era Míster Hamilton, un norteamericano igualmente alto, probablemente mayor que Aitken y casado con una hermana de la mujer de este, doña Victoria Orozco. Hamilton había comprado la hacienda “La Tigrera” colindante con la de su paisano y apenas a unos tres kilómetros de Pallatanga, allí vivía con su mujer, con quien nunca tuvo hijos, pero los chicos Aitken le llamaban Tío. Hamilton solo salía al pueblo los domingos, montado en un caballo bayo muy grande. Lo hacía para abastecerse de los alimentos básicos que se vendían en la plaza del pueblo los domingos y, del pan que hacía y vendía mi madre a quien siempre repetía que su pan era el más rico que él jamás había comido. Hamilton causaba la admiración de sus vecinos porque siendo él un hombre mayor, no necesitaba de mucho esfuerzo para hacer que su caballo viniera a su casa todas las mañanas cuando necesitaba montarlo, porque éste obedecía su llamado en inglés; come ooon, come ooon (veeenga, veeenga). No sé cuando ni como murió míster Hamilton, ni que pasó con su hacienda después de su muerte, sólo sé que también fue un hombre muy querido y respetado entre la población local.
Míster Tomsich, el tercer ¨gringo de Pallatanga, era un ciudadano austriaco, un hombre muy alto, de pelo muy rubio y dueño de la hacienda Sillagoto, que en un tiempo atrás perteneciera a un tío abuelo nuestro (Nicolás Cadena). Tomsich producía aguardiente y panelas en su hacienda, una bella y extensa llanura totalmente bajo riego natural¨, y limitada, igual que Sucuso, por enormes acantilados llenos de vegetación . Sus dos hijos, Walter y Oscar vivían con él en su hacienda y le ayudaban en su rudo trabajo. Todos conocían que Tomsich producía la mitad del aguardiente de su hacienda para ser entregada al estado, dentro del concepto de “monopolios del estado” que se manejaba en aquellos tiempos, mientras la otra mitad se vendía a los contrabandistas de la época, a vista y paciencia de los “guardas de estanco” que eran funcionarios encargados de vigilar que TODA la producción de alcohol se entregara al estado. Esa era, un poco más o un poco menos, la proporción en que operaban todos los agricultores de caña de azúcar y productores de aguardiente en el área y en el país. Tanto es esto verdad, que el estado finalmente comprendió que su política monopólica no era adecuada ni económica y unos pocos años después, el monopolio estatal del alcohol se abolió totalmente, dando lugar a la libre producción de alcohol y sus derivados. En los últimos años de su vida, y cuando había quedado viudo, Tomsich por alguna razón se hizo un hombre muy religioso, llegó a hacerse diácono y terminó sirviendo a la iglesia en Pallatanga como un asistente del párroco. Sus hijos y nietos emigraron a Guayaquil y Quito.


LAS BELLAS Y FERTILES PLANICIES
AL SUR DE PALLATANGA

Estos tres ciudadanos extranjeros y sus familias se incorporaron a la vida de Pallatanga y florecieron en nuestro clima y en nuestra sociedad cual plantas nativas, ellos ayudaron en muchos casos a mejorar los métodos y procedimientos de cultivo y de cosecha de los pallatangueños, sus hijos se educaron en las escuelas primarias locales, su vida diaria era casi igual a la de los habitantes nativos. Cuando se fueron de Pallatanga o se murieron los troncos familiares, sus familias emigraron, sus haciendas se retacearon y los pallatangueños los añoraron por mucho tiempo. Su paso por nuestra tierra fue fructífero.
Poco después, en Pallatanga se dejo de producir aguardiente, hoy, casi todas las tierras de Pallatanga se dedican a cultivos de ciclo corto, más lucrativos, como el frejol y el tomate, productos que llenan las mesas de los ecuatorianos con la menestra y las ensaladas nuestras de cada día. Otra actividad muy en boga hoy en dia en Pallatanga es el cultivo de flores, que se hace bajo el concepto de “invernaderos” que ocupan poca extensión de tierra y producen permanentemente durante todo el año. No hay duda que la construcción de la carretera Riobamba, Cajabamba, Pallatanga Bucay, una obra ideada y ejecutada por el presidente Velasco Ibarra en los años sesenta, ha cambiado radicalmente la economía de la zona y le ha dado a su gente buenas razones para amar y trabajar la tierra, una vocación ancestral de sus habitantes, mejorando su modo de vida y las perspectivas para sus hijos. Hoy Pallatanga tiene un colegio técnico agrícola, de allí deben salir los hombres y mujeres que seguirán la tradición iniciada por sus ancestros.
En mi próximo capítulo: EMPIEZO A VIAJAR SOLO

Saturday, November 20, 2010

MÁS SOBRE GALLOS Y GALLEROS




LA CASA DE LUIS GARCIA, DETRAS DE
LA CUAL ESTABA EL "COLISEO" DE GALLOS



Así eran las peleas de gallos, el espectáculo más importante del pueblo, el que todos los hombres adultos esperaban casi con ansiedad para dar rienda suelta a sus emociones. Después de treinta minutos de terminada una pelea y de haberse saldado las cuentas resultantes, el espectáculo se repetía, con la misma emoción, con el mismo griterío, con los mismos espectadores, pero con diferentes gallos, y esto duraba entre tres y cuatro horas, durante las cuales había un mínimo de cinco y un máximo de seis peleas. Esto se repetía, infaltablemente, como la salida del sol todas las mañanas, cada domingo a la una de la tarde. Era el espectáculo más esperado del pueblo, era como el circo romano en Pallatanga…

Un gallo ganador era sometido a un proceso cuidadoso de “recuperación” que duraba no menos de dos meses. Un gallo que ganaba más de tres peleas era convertido en un “gallo reproductor”, y a menudo era vendido a un alto precio a los galleros de Riobamba, de Bucay o de Milagro. Un gallo perdedor, nunca repetía su presencia en la gallera, en la gran mayoría de los casos, solo tenía el honor de ir a la olla a cambiar de sexo y convertirse en caldo o en seco de gallina, era causa de vergüenza para su criador…Así era el Pallatanga en que nací y en el que yo viví hasta los once años de edad!

En Pallatanga había hombres que se dedicaban exclusivamente a criar gallos, uno de ellos era nuestro vecino, que vivía unos cien metros más abajo de nuestra casa, en dirección al centro del pueblo y muy cerca de la plaza. Jaime Muñoz, un hombre de casi dos metros de altura, blanco, de nariz aguileña, pelo gris y unas orejas desproporcionadamente grandes. Jaime era un tipo “pintón”, tenía la apariencia de un gringo de esos que habían llegado al Ecuador para la construcción del ferrocarril o para operarlo, un par de los cuales se habían quedado en Pallatanga a disfrutar de su maravilloso clima, formaron una familia y se hicieron agricultores.



LOS GALLEROS DEDICABAN GRAN PARTE DE
SU VIDA AL CUIDADO DE SUS GALLOS DE PELEA


Jaime criaba gallos como una forma de vida y dedicaba su vida a ellos. Lo hacía con dedicación casi fanática, dedicaba todo su tiempo a los gallos. Era tanta su dedicación a los gallos y tan grande su deseo de criar gallos ganadores, que de repente comenzó a pensar en que el podría "crear" una especie de “súper gallo”, un gallo de una raza completamente nueva y desconocida, al que sería imposible ganarle una pelea, y a eso dedico mucho de su tiempo. Después de cierto grado de análisis, Jaime llego a la conclusión de que la única forma de llegar a su objetivo sería modificando genéticamente al ave de pelea, y por eso, un día se le ocurrió que haría un cruce entre una gallina “fina” y un gallinazo, para obtener como resultado un gallo que fuera tan fuerte y tan sanguinario como el gallinazo, y tan fino y hermoso como un gallo “normal”.


JAIME MUNOZ QUISO "CREAR" UNA NUEVA
RAZA DE GALLOS DE PELEA CRUZANDO UN
GALLINAZO CON UNA GALLINA

Comenzó su experimento, y con bombos y platillos anuncio hasta el dia en que empezaría a criar un polluelo de gallinazo que de alguna manera lo consiguió, tomando al polluelo gallinazo del nido de su madre. El polluelo era tan tierno que aun no tenía plumas, y solo mostraba la pelusa blanca característica de los polluelos de cualquier especie de ave en sus primeros días de vida. Empezó a criar al gallinazo frente a su casa, lo sacaba al sol, le daba alimento para gallos, cuidadosamente le daba el agua requerida para los gallos finos y así el gallinazo fue creciendo. Al llegar esta ave a su estado adulto y aparecer tan feo como todos sus congéneres, Jaime esperaba hacer el “cruce” con la gallina que paralelamente había venido preparando para su “experimento”. Finalmente llego el día D, el día en que el gallinazo debía “montar” a la gallina y puso a las dos aves una junto al otro. Jaime se paso el dia mirando a las dos aves, primero con curiosidad, luego con impaciencia, y finalmente con frustración. Fue un gran desengaño para Jaime, el gallinazo nunca se acerco siquiera a la gallina, peor aún intento “aparearse” con ella. En un arranque de ira incontenida, Jaime agarro al gallinazo, le soltó de las amarras con que lo había tenido siempre en su casa y maldiciendo a Satanás y todos sus diablos lo levanto por el aire y lo dejo ir, maldiciendo también su suerte que según él era tan mala, que había criado un gallinazo maricón.

Su afición por los gallos sin embargo no disminuyó ni un milímetro después de su fracasado experimento genético. Un domingo, claro está, día de peleas de gallos, había sacado a su mejor gallo de la semana y lo mostraba a sus amigos mucho antes de la hora de las peleas, alardeando que este era “el gallo” que iba a ser la sensación de la semana, era un gallo pinto grande, con unas espuelas impresionantes, que además habían sido debidamente “afiladas” para que fueran más letales. De repente paso por su lado un campesino que había llegado a Pallatanga desde el norte del país y cuya forma de hablar era un poco amanerada y, después de saludar muy atentamente a Jaime "Muy buenosh diash tenga ushte sheñor Munozh", le preguntó a Jaime sobre su hermoso gallo, oportunidad que Jaime aprovecho para ponderar las cualidades de esta ave y asegurar al campesino transeúnte que hoy ganaría mucho dinero con este gallo. Pasaron unas horas y cuando eran cerca de las cinco de la tarde del mismo día, a la hora en que ya se habían acabado todas las peleas de gallos, el mismo campesino vuelve a encontrarse con Jaime Muñoz y le pregunta muy educadamente con su acento semi-pastuso: Don Jaimito, su gallo ya peleó? (poniendo mucho énfasis en la o final), y Jaime, a quien todavía no le pasaba la frustración y la ira porque su gallo no había ganado, le contesto al pobre hombre curioso, “si, ya peleó y ya perdeó también… y no preguntes mas, pedazo de pendejo!”

Jaime murió unos años después de que yo me fui de Pallatanga y su viuda, doña Carlita Muñoz de Muñoz (una cañareja que era un dechado de paciencia y de dedicación a su marido) se mudo a Riobamba donde terminó de criar a sus dos hijos: Marco y Susana. Mucho tiempo después supe que Marco, quien físicamente se parecía mucho a su padre, se hizo un hombre de casi dos metros de altura y de doscientas ochenta libras de peso, se había dedicado a la misma actividad de su padre, se hizo un gallero a morir, y también se hizo uno de los galleros más conocidos en toda la provincia del Chimborazo. Nunca he vuelto a ver a ninguno de ellos, pero siempre han permanecido en mi memoria como símbolos del Pallatanga en que nací y en el que viví los primeros años de vida.



LOS GALLOS DE PELEA SON
AVES MUY HERMOSAS



Mi tío Antonio, un tipo con alma y corazón de niño pero de un temperamento fuerte, con una risa contagiosa, a quien su mujer y sus hijos amaban con la misma intensidad con que le temían, estaba dotado de una capacidad inagotable para contar sus travesuras juveniles, matizadas con fantasías y mentirillas que adornaban la historia de sus aventuras, al punto de convertirse en el protagonista de nuestras historias favoritas, que le pedíamos repetir cada vez que nos visitaba, pero Antuco (como le llamábamos) siempre nos contaba una nueva.
Antuco también era un criador de gallos, menos fanático que Jaime Muñoz pero igualmente dedicado a criar gallos para la pelea. Su énfasis, sin embargo no era prepararlos para las peleas en Pallatanga donde, según nos decía en su manera muy graciosa, “solo peleaban los gallos cholos”, sino para venderlos en Riobamba, donde requerían solo de gallos “verdaderamente finos” y tenía un “cliente fijo”, un hombre rico de apellido Gallegos, que creía firmemente en su habilidad para criar “gallos ganadores”. No conocí otra actividad económica medianamente rentable que ejerciera mi tío Antonio, por tanto, asumo que sus gallos le daban los recursos que necesitaba para mantener muy modestamente una familia de ocho hijos, para fumarse de una a dos cajetillas de “dorado” al día y para pegarse un par de canelazos diarios mientras jugaba el “cuarenta” con sus amigos, de quienes siempre se burlaba en una forma caricaturesca pero no ofensiva.


CRIAR GALLOS DE PELEA ES UNA
PASION PARA UN "BUEN GALLERO"



A Antonio le conocía todo el mundo en el pueblo como “el very well”, un mote que se lo había ganado mucho tiempo atrás, cuando después de trabajar en el ferrocarril como brequero, aprendió de los gringos unas pocas palabras en inglés, entre ellas a decir “very well” cuando algo le parecía bien, y lo empezó a decir con tanta frecuencia que pronto en todo el pueblo lo empezaron a llamar con ese nombre. Antonio era un tipo extremadamente simpático, gracioso, dicharachero, Tenía una risa contagiosa, de gruesas carcajadas, era un hombre que le caía bien a todo el mundo y que yo sepa, no tenía enemigos. Debe haber medido un metro setenta y seis centímetros y era de piel trigueña, pelo negro, nariz aguileña y ojos cafés. Antuco se llevaba muy bien con todo el mundo; con viejos, jóvenes y niños, hombres y mujeres por igual. Era un tipo extraordinario por su nobleza, era valiente, nunca utilizo a nadie con propósitos egoístas y amaba a su hermano y a sus sobrinos tanto como a sí mismo. Yo aprendí de él su nobleza de carácter, su falta de egoísmo, su admirable generosidad aun en la pobreza y su inquebrantable solidaridad con sus seres queridos.

En mi próximo capítulo: LOS GRINGOS DE PALLATANGA

Saturday, November 13, 2010

LA VICTROLA, LA MUSICA Y LAS PELEAS DE GALLOS

LA VICTROLA CAUSO GRAN
SENSACION
EN PALLATANGA EN 1950

Fue por esa época que mi padre nos sorprendió a todos en la familia cuando un día, de regreso de uno de sus viajes a Guayaquil, trajo a nuestra casa una Victrola. La victrola era un fonógrafo diseñado por RCA Víctor, los fabricantes pioneros de la música en el mundo. El fonógrafo consistía de una caja de resonancia, dentro de la cual había un pequeño motor que hacía rotar un tablero sobre el cual se colocaba un disco de acetato de 78 revoluciones por minuto. El motor era accionado por un mecanismo que funcionaba con una manivela o “cuerda” que hacía rotar al tablero, mientras una aguja metálica “leía” la grabación en el disco y que debía ser cambiada continuamente para que la “lectura” fuera nítida. La aguja estaba sostenida en una cabeza que era puesta sobre el disco grabado y que se llamaba diafragma. Este aparato musical que fuera una sensación en los Estados Unidos a principios de la década de 1910, llegó a Ecuador en los primeros años de la década de 1940 y, a Pallatanga, por primera vez, de las manos de mi padre, en los primeros años de la década de 1950.




LA MUSICA DE LOS PACHOS LLEGO A PALLATANGA
EN LOS DISCOS DE LA VICTROLA DE MI PADRE

En Pallatanga se conoció la noticia de la llegada de nuestra victrola en cuestión de minutos. Docenas de personas del pueblo vinieron a nuestra casa y se ubicaron fuera de ella, mientras mi padre, con la ayuda del “mecánico del pueblo”, Acevedo Torres, trataba de poner a funcionar este novedoso aparato musical. Tomó alrededor de una hora hasta que Acevedo logró hacer que la victrola funcione, y era como si se tratara de algo mágico, desde esta pequeña caja mecánica, salían las voces de los cantantes. La mayoría de los discos que mi padre había traído junto con la victrola eran grabaciones de “Los Panchos”, el trío mexicano que estaba de moda en el mundo latinoamericano, con sus boleros que hacían suspirar a los jóvenes enamorados. Esto dio lugar a que en Pallatanga se forme un trío, que lo llamaron “Los Trovadores del Valle”, y del cual eran miembros el propio Acevedo, que hacía de segunda voz, Galo Borja, un joven y apuesto muchacho del pueblo, y Sergio Cardoso, un hombre de unos veinticinco años, sastre de profesión, y que tocaba muy bien la guitarra. Este trío tuvo éxito en Pallatanga y después de algún tiempo hizo giras por poblaciones vecinas, donde fueron acogidos con entusiasmo y hasta llego a grabar un disco en los estudios de Feraud Guzmán en Guayaquil. Lo cierto es que la Victrola fue, por muchos años, el instrumento infaltable en las fiestas de los pallatangueños, hasta que años más tarde llegaron los radios, luego los tocadiscos y otros aparatos que reemplazaron a la novedosa victrola de mi padre.




EL GALLO DE PELEA ES UN AVE

IMPRESIONANTEMENTE HERMOSA


Fue más o menos por esta época que yo me empecé a involucrar indirectamente en el espectáculo de las peleas de gallos, una costumbre traída por los españoles a América, y que nuestros antepasados antioqueños y serranos la habían adoptado “de todo corazón”, al punto que prácticamente no había un hombre adulto en el pueblo, que no fuera un “gallero”, esto es, un criador de gallos y un fanático de las peleas de gallos. Nosotros, los “pequeños”, éramos a menudo encargados del cuidado de los gallos, un meticuloso cuidado que incluía asegurarse de que la ración alimenticia diaria fuera exactamente igual todos los días, en la mañana y en la tarde. Debíamos también asegurarnos de que después de cada ración alimenticia, el gallo tomara exactamente veintiún bocados de agua, pero, además, debíamos sacar a los gallos de su jaula, hacerlos correr para que estuvieran en condiciones de “aguantar” una pelea completa y derrotar al adversario de turno. Nunca me gustaron las peleas de gallos, no porque tuviera escrúpulos relacionados con lo violento de las peleas o la sangre que allí se derramaba (era muy temprano para eso), sino porque el cuidado de los gallos me quitaba, a menudo, mi tiempo de juego después de las horas de la escuela, y, si bien pocas veces recibía de mi padre una felicitación por mi trabajo, frecuentemente me traía algún reproche por un trabajo posiblemente incompleto o mal hecho.



LA PELEA DE GALLOS ES SANGRIENTA, SIN CUARTEL

En Pallatanga, las “peleas de gallos”, acaparaban la atención de casi todos los hombres adultos, y de algunos chicos cuyas madres no les prohibían específicamente este espectáculo ( a nosotros, nuestra madre nos había prohibido específicamente este espectáculo. La “gallera” (o el coliseo de gallos, como se llama ahora), estaba ubicada detrás de la casa de don Luis García, junto a la Iglesia, y era el equivalente al “coliseo Romano”, donde muy pocas veces al perdedor se le perdonaba la vida.
Cada domingo, después de la misa del mediodía, todos (o casi todos) los hombres adultos, salían de la iglesia y entraban a la “gallera”, una especie de pequeño coliseo donde en el centro estaba una pista circular de un radio de tres metros, donde se desarrollaban las peleas de los gallos, y alrededor de ella unos graderíos donde el público se sentaba a ver el “espectáculo” y desde donde, a gritos se hacían las apuestas.


LOS GALLOS SON AVES
MUY AGRESIVAS Y VALIENTES


Como si fuera un espectáculo de futbol en un gran estadio, los “fanáticos” declaraban su preferencia por uno de los dos gallos e inmediatamente apostaban con los espectadores vecinos que preferían al “otro” gallo. En sus gritos, los fanáticos identificaban a “sus” gallos favoritos por el color de sus plumas, así habían, el gallo giro, el colorado, el cenizo, el blanco, el pinto o el negro. De pronto sonaba una campana, como se hace en el box al comenzar un match, y la pelea comenzaba. El instinto “peleador” de estas nobles aves hace que inmediatamente se ataquen con sus mortíferas armas llamadas “espuelas”, que son apéndices óseos muy agudos que tienen una pulgada arriba de sus patas, apuntando hacia atrás , y que sus dueños se encargan de afilar para que causen el máximo daño posible al contendor, en algunos casos causándole la muerte.
El árbitro (como en las modernas peleas de box) presenta a los gallos que van a pelear, que están en los brazos de su respectivo dueño, e indica que en pocos momentos comenzará la pelea. La campana suena y la pelea comienza. La gallera está llena a reventar, hay mucho humo de cigarrillos y olor a aguardiente, porque para calmar sus nervios casi todos los espectadores fuman y beben aguardiente. Se cruzan las apuestas o se incrementan, algunos gritan ofreciendo ventaja de dos a uno, de tres a uno, y hasta de diez a uno a favor de su gallo preferido. De pronto el espectáculo se vuelve sangriento, un gallo le causa una herida al otro, la sangre salpica a las tribunas y la ropa de los espectadores se mancha con ella, esto eleva aún más la emoción y la adrenalina de los fanáticos que siguen gritando; daaaale griiiiiro, daaaaaale, acaba con el colorado, ya lo tienes listo, vaaaaamossss, usa tus espueeelassss, voy diez a cinco, otro espectador contesta aceptando la apuesta y grita de seguido, vaaamossss colorado, daaaale que tu sabessss pelear, tu eres bueno, dale duuuurooo. Esto dura por unos tres minutos, los gallos empiezan a mostrar algo de cansancio pero sigue la pelea, de repente suena la campana y el árbitro la para, los dos dueños toman en sus brazos sus respectivos gallos y escupen agua con alcohol en sus cabezas sangrantes, se meten la cabeza del gallo a la boca y tratan de calmar el ardor que debe causarle al animal el alcohol sobre las frescas heridas. De la boca de los dueños de los gallos sale sangre, ellos se limpian con la manga de su camisa o con una pequeña toalla que llevan en el brazo y siguen aplicando el “tratamiento” a su animal hasta que suena la campana para el siguiente round. Un minuto de descanso y nuevamente suena la campana, los dos gallos vuelven a la pelea y siguen atacándose sin pedir ni dar cuartel, pelean dos o tres rounds más, y el agotamiento de los gallos es evidente. Para que la pelea termine y haya un ganador, uno de los gallos debe caer muerto, o “clavar el pico” en el suelo en señal de rendición.


EN LA PELEA DE GALLOS EL PERDEDOR, SI SOBREVIVE, TERMINARA COMO "SECO DE GALLINA"

El griterío se oye a más de cien metros de distancia, y Dios, que está en la iglesia junto a la gallera, debe oírlo como en sonido estereofónico. La pelea termina y los eufóricos ganadores empiezan a cobrar sus apuestas mientras los cabizbajos perdedores pagan y esperan la próxima pelea para resarcirse de sus pérdidas. Ese era el espectáculo más esperado por todos los hombres de Pallatanga y el “coliseo” lucia todos domingos tal como debe haber lucido su lejano pariente en los comienzos de la civilización occidental, en la Roma de los Cesares. El gallo perdedor normalmente no sobrevivia, y si lo hacia, muy pronto terminaba en la olla en calidad de "seco de gallina"

Friday, November 5, 2010

MI DESPERTAR AL SEXO Y OTRAS AVENTURAS INFANTILES



LA CHIRIMOYA, FRUTA DELICIOSA
PERO ESCASA EN PALLATANGA


Fue por la época, entre los ocho y diez años de edad que entre en una etapa de “conocer el mundo a través de las “travesuras” de un niño. La chirimoya, una de las frutas tropicales mas deliciosas, es una fruta que por alguna razón, pese a que se produce muy bien en Pallatanga, nunca se ha cultivado allí extensivamente, por lo tanto, para los chicos de mi edad, comerse una chirimoya bien madura era una especie de “banquete” que nadie se quería perder .

Uno de los pocos árboles de chirimoya que había en el pueblo estaba ubicado estratégicamente detrás del convento y paralelo a la sacristía de la iglesia, era la tentación perfecta para los que como yo, estábamos en la etapa de nuestras vidas en que no había una clara separación entre una travesura leve y una falta seria. La tentación de comernos las chirimoyas que eran de propiedad del cura era enorme, pero para hacerlo solo habían dos caminos: uno, conseguir que el cura, quien no era un dechado de generosidad, nos regalara unas pocas, o, entrar furtivamente al patio del convento mientras el cura no estuviera, para “cosechar” las chirimoyas por él. Mi amigo, compañero de escuela y de grado Prospero Torres y yo, decidimos un día que tomaríamos la segunda alternativa. Sólo debíamos esperar un día que el cura no estuviera en el convento y llevaríamos adelante nuestro plan.


ARBOL DE CHIRIMOYA CON SU FRUTA
A PUNTO PARA SER COSECHADA

En efecto, estuvimos atentos a que el cura saliera del pueblo en una de sus visitas al campo y decidimos ir al convento, hablamos con la empleada del cura, una indígena probablemente analfabeta y sin mucha astucia, y le dijimos que “el señor cura nos había pedido que habláramos con ella para que nos autorizara a entrar al patio del convento y cogiéramos una canasta de chirimoyas. La mujer nos permitió la entrada, y en menos del tiempo que se persigna un cura ñato, llenamos la canasta de chirimoyas y salimos muy orondos por la puerta ancha del convento. Demás está decir que cuando regreso el cura y fue informado por su empleada de la “inesperada cosecha” de chirimoyas, este había montado en “divina furia” y quería saber quiénes fueron los “pecadores” que osaron cosechar sus chirimoyas. Nunca lo supo, porque a su empleada le dimos falsos nombres y por tanto no hubo forma de identificarnos.

Fue por esa misma época que tuve mi primera experiencia con el sexo. Una chica del vecindario, de unos diez años, guapa y pizpireta, de pelo negro como la noche y de tez trigueña y vivarachos ojos cafés, que usaba siempre un lasito rojo en su cabeza, vino un día a nuestra casa mientras yo estaba sólo y con una sonrisa pícara me invitó a que jugáramos “a las escondidas”. Se escabulló debajo de mi cama y me invitó a seguirla “para que no nos encuentren”. Yo estaba confundido, no sabía cómo era que íbamos a jugar a las escondidas si estábamos juntos en el mismo lugar. De pronto ella se alzó el vestido, no llevaba ropa interior y tomando mis manos con las de ella me invitó a tocarle, primero su incipiente busto y luego sus piernas: como una experta ella guió mi mano hacia donde más le placía, luego me invito a subirme encima de ella, haciendo el jueguito de papá y mamá. No me cabe duda que ella era una experta, porque consiguió de mi lo que quería en esta primera vez. Desde entonces, y por varias semanas, hicimos el mismo jueguito, siempre ella tomando la iniciativa, en una especie de ritual sencillo que en mi inocencia (que de a poco había ido perdiendo) me gustaba, pero que mi inteligencia me decía que debíamos mantenerlo en secreto, sólo entre los dos, más por lo furtivo que por otra cosa. Después de un tiempo, y de manera casi intempestiva dejó de venirme a buscar, supongo que ella encontró alguien que con más años y mejores “armas” que las de un niño de ocho años la empezó a divertir mejor que yo, y sencillamente me reemplazó en su jueguito de “las escondidas”. No volvió más a buscarme y confieso que por algún tiempo la extrañé. Luego empecé a buscarla para repetir el jueguito, pero ella me huía. Nunca más lo volvimos a hacer. Muchos años más tarde, cuando ya ella era una señorita muy guapa y de un cuerpo escultural y yo un joven de dieciséis años, con ganas de volver a “jugar a las escondidas” con ella, esta vez mejor “armado” que antes y le propuse que lo hiciéramos, ella me dijo que no sabía de lo que yo le hablaba, me dijo que jamás lo había hecho y jamás haría esas cosas con su amigo y vecino. Su memoria era evidentemente muy frágil, muy selectiva y claro, menos aguda que la mía.

Yo debo haber tenido entre ocho y nueve años y a esa edad, los chicos en nuestro pueblo ya solíamos ser muy útiles en los quehaceres diarios de la casa. Solíamos, por ejemplo, llevar al campo las viandas con comida para los peones, a la hora del almuerzo. Entre las obligaciones que debía cumplir después de salir de la sesión matutina de la escuela, dos veces por semana, a mí me tocaba recoger la leche que nos vendía don Gabriel Robalino, cuya casa estaba a unos dos kilómetros de distancia, allá, arriba, más allá del bosque que llamábamos Barro Loma. Para llegar a la casa de Robalino, buena parte del camino era un estrecho y oscuro sendero llamado “El Siete Capas” que atravesaba un bosque espeso y que, por generaciones se había ganado entre los niños la reputación de ser habitado por un duende que los perseguía y los terminaba devorando.




EL DUENDE, PERSONAJE DE LEYENDAS INFANTILES

El duende, a traves de los siglos y de las distintas civilizaciones ha tenido diferentes descripciones. En Pallatanga la leyenda que que llegaba hasta los chicos de nuestra edad lo describia como un enano que llevaba puesto un enorme sombrero de color rojo, con plumas de pavo real, que a veces vestía una sotana larga que la arrastraba hasta los pies, y que cuando se presentaba a los chicos, llevaba encima una vestimenta de color morado como la que llevan los curas en la época se Semana Santa. Además, el duende, según la tradición que nosotros no sólo que creíamos, sino que por eso mismo nos aterrorizaba, solía presentarse súbitamente caminando cuesta arriba, celebrando una misa, acompañado de una dama vestida de blanco y cuya cara era una calavera, a quien seguía una caja de donde salía una voz muy ronca, que contestaba al cura cuando hacía sus oraciones. Detrás de la “caja ronca”, según se nos decía, iba una bola del tamaño de una pelota de futbol, que rodaba por si sola hacia arriba, haciendo dúo a la caja ronca, con voz fúnebre. Demás esta decir que todo esto nos llenaba de miedo y hasta de terror, y , por lo tanto transitar solos por allí no era una de nuestras preferencias.




EL DUENDE COMO LO PINTAN
EN LAS LEYENDAS MEXICANAS


Demás está decir que a mi edad, yo creía todo esto como si fuera el evangelio, pero debía, muy a mi pesar, cumplir con mi obligación de traer la leche en el pequeño balde. Como me moría de miedo, debía encontrar compañía para mi viaje a recoger la leche, por eso recurrí a un niño de la vecindad, Jorge León (“Patiujo”), de alrededor de doce años que vivía en el camino hacia el “Siete Capas” y, quien por su edad y por su mayor “experiencia” en el camino, me serviría de compañía, y de respaldo. Patiujo aceptó acompañarme, por un precio, el precio era una empanada de queso, de las que mi madre hacía en su panadería. Cerramos el trato.
Después de los dos viajes de la primera semana, Patiujo subió su precio; para la segunda semana exigió dos empanadas. Forzado por las circunstancias (y por el miedo), acepté el “ajuste del precio” y, me sustraje una empanada más de la vitrina para satisfacer a Patiujo. Pero el proceso no paró allí, Patiujo volvió a “ajustar” su precio para la tercera semana y ahora exigió - y obtuvo- tres empanadas por cada viaje.
El precio por la compañía de Patiujo iba poniéndose cada más caro y empezó a desesperarme, ya no era una, ni dos, sino tres empanadas que yo debía furtivamente conseguir para pagarle, pero la gota que derramó el vaso llegó cuando a la cuarta semana Patiujo exigió cuatro empanadas. Era demasiado, ya no podía seguir sometiéndome al chantaje de Patiujo y decidí que yo iba a recoger la leche sólo, aunque fuera a caer en las manos del duende y de su caja ronca. Debo haber pensado algo así como :Qué carajo!
La primera vez que fui solo, mientras caminaba cuesta arriba por “El Siete Capas” sentí que mis piernas se doblaban, llegaban a mis oídos las voces del bosque traducidas al leguaje del duende, sentía calor en mis mejillas, escalofrío, y hasta fiebre. Se me secaba la boca y parecía ahogarme a cada paso, el miedo me hacía ver imágenes y escuchar voces que no existían, pero armado del coraje que nacía de la voluntad de no doblegarme al chantaje de Patiujo, finalmente llegué a la casa de los Robalino, recogí la leche en el balde y regresé a casa. El camino de regreso, aún en la parte más oscura y solitaria del Siete Capas ya no fue tan tenebroso, el miedo que aún sentía era menos intenso, decidí bajar la loma silbando, fingiendo tener todo el valor y tratando de no sentir temor. Silbaba cada vez más, luego empecé a cantar, luego decidí rezar, pedirle al Niño Dios que me proteja, también a María su Madre, y luego procuré más bien estar alegre. Funcionó. Cuando llegué a casa con la leche, sentí que había cumplido una proeza, me hubiera gustado que alguien me abrace y me felicite por haberlo logrado, que me felicitaran porque me había liberado no sólo de Patiujo y su chantaje, sino, más importante que todo eso, del miedo.
El Siete Capas nunca más me causó miedo y los patiujos que desde entonces se me han presentado en mi camino, nunca han conseguido someterme a sus chantajes. Muchos años después, un día hablaba de este interesante capítulo de mi vida con mi hermano Pancho, entre las risas que el siempre provocaba en sus conversaciones, me conto que también a él le había pasado una cosa semejante. Patiujo era, evidentemente un experto en el negocio del chantaje.
En mi próxima entrega: LA VICTROLA, LA MUSICA Y LAS PELEAS DE GALLOS

Friday, October 29, 2010

GUARDIAN-LA SUERTE ESTA HECHADA

Poco tiempo después, se desató en Pallatanga una epidemia de rabia canina, no había, ni creo que hay hasta hoy, remedio para este mal una vez que el animal ha sido afectado. Los adultos sabian que al perro afectado había que matarlo para evitar el riesgo de que el animal atacara a las personas de dentro o fuera de la casa. Los síntomas del animal eran inconfundibles, primero se volvía huraño, luego empezaba a botar espuma por su hocico y finalmente se volvía agresivo. Esta era la etapa de mayor peligro, porque el animal deja de reconocer a sus amos y puede agredir a cualquier persona o animal que se le acerque. Nuestros peores temores se materializaron cuando a pesar de haberlo encerrado para evitar que se contagiara con la peste, nuestro guardián empezó a mostrar los primeros síntomas de la rabia. Se volvió taciturno y dejó de comer, a los tres días empezó a botar espuma por la boca. La preocupación de la familia se tornó en angustia cuando mi padre y mi madre acordaron que, muy a su pesar, había que sacrificar a guardián para evitar un mas grave accidente en la familia. Llorábamos en coro los hermanos varones cuando mi padre pidió a Alfonso Ocaña, el marido de Angelita, hermana de mi padre y el unico herrero del pueblo, que usando su escopeta de caza, matara a guardián. Nosotros presenciamos su “fusilamiento”. Ajeno a lo que ya estaba decidido sobre su destino, Guardián nos miraba taciturno y seguramente extrañado de que nosotros, sus amigos de toda la vida, no nos acercáramos a acariciarlo y a jugar con él como lo habíamos hecho siempre.
Guardián estaba amarrado a un árbol de naranja, en la huerta de “mama Marga”, a unos cien metros de nuestra casa. Después de unos momentos de duda generada por su pesar y nuestros lloros, Alfonso alzó su arma, apuntó su escopeta y disparó un solo tiro, a la cabeza de guardián. Sólo dio un salto en el aire y cayó al suelo, inmóvil, con los ojos abiertos, cómo queriendo pedir ayuda y esperando una explicación. Sólo le faltaba hablar y preguntarnos: por que me hacen esto? Murió en un instante, pero mi recuerdo de su valentía, de su nobleza y de su sentido del deber, no ha pasado después de sesenta años. Era noble, era manso, era cariñoso, era valiente, era nuestro GUARDIAN. Nunca mas quise a una mascota tanto como quise a Guardian, mi amigo valiente y fiel, el que lo daba todo sin pedir nada a cambio.
Por mucho tiempo después de la violenta muerte de Guardián, yo sentia un alto grado de resentimiento con Alfonso Ocaña, el hombre que al dispararle causó su muerte.

Los días más felices de mi niñez los pasé entre los ocho y los diez años, edad en que de alguna manera alcancé cierto nivel de libertad para jugar fuera de la casa e interrelaciónarme con los niños de mi edad. Recuerdo que en las fiestas religiosas importantes, los “priostes” (las personas que pagaban los gastos de las fiestas), solían contratar bandas de músicos de pueblos vecinos, especialmente de San Juan Pamba, un diminuto pueblo muy cerca de Chillanes, al otro lado de la cordillera, ya en la provincia de Bolívar.
Los músicos eran gente muy humilde, mestizos algunos, otros indios de las montanas, ellos tocaban sus instrumentos musicales simplemente al oído, sin notas ni partituras, pero que lograban transformar la taciturna, casi aburrida vida cotidiana de Pallatanga, en una feria de alegría por doquier, de música, de canto, de baile y de contagioso placer que a los chicos deleitaba y a muchos adultos literalmente embriagaba. Aparte de uno que otro pasodoble, ellos tocaban casi estrictamente música nacional, especialmente cachullapis, sanjuanitos, danzantes, pasillos y uno que otro bolero. Su repertorio debe haber constado de unas cincuenta o sesenta canciones que en tres días de fiesta y con un par de repeticiones por canción, eran suficientes para que nadie notara las limitaciones de su “musicoteca”
El día que llegaban los músicos se transformaba súbitamente el espíritu de la gente, chicos y grandes sonreíamos, los chicos armábamos la “recepción” a la banda de músicos. Salíamos de la escuela más temprano que de costumbre y emprendíamos el paseo de “bienvenida”, tomábamos el camino hacia el norte y avanzábamos a pié, entre dos y tres kilómetros hasta encontrar a los músicos, íbamos sonrientes, felices y empezábamos entonces nuestro camino de regreso con los músicos que venían también caminando entre veinte y treinta kilómetros desde su pueblo natal. Ellos eran campesinos que en invierno trabajaban en la tierra y en verano veían en la música y el trago una forma de aliviar sus penas y sus necesidades. Tan pronto se producía el encuentro de los niños y los músicos, estos empezaban a tocar su alegre repertorio, y nosotros saltábamos alrededor de ellos. La banda estaba compuesta de entre ocho y diez músicos, había dos trompetas, un saxo, una tuba, dos clarinetes, un tambor pequeño y un bombo muy grande y con eso llenaban el ambiente de música y de fiesta. Las fiestas duraban entre tres y cinco días.
El pueblo se llenaba de alegría, la noche de las “vísperas” convocaba a más de trescientas personas en la plaza del pueblo, y al compás de la música de la banda, del ruido de los “voladores” y petardos, del susto de los “buscapiés” y de las “vacas locas” y la claridad desplegada por las “chamizas” (fuego encendido en el centro de la plaza con los montones de rastrojos secos traídos por los chicos de la escuela desde los campos vecinos), los adultos daban rienda suelta a su alegría consumiendo “canelazos” brindados por y con los priostes, mientras los chicos correteábamos alrededor de la plaza desplegando también nuestra alegría. Era la felicidad completa.
Como epílogo de la “gran fiesta”, el día de la despedida, los músicos, agotados por su trabajo y afectados por el “chuchaque” de tres o cuatro días de fiesta y trago, regresaban, otra vez taciturnos y a pié por la misma ruta por la que habían venido. Los chicos ya no podíamos acompañarlos pues debíamos asistir a la escuela. Sin embargo, por varias semanas después de su partida, nos reuníamos en grupos de cinco o seis y con bejucos sacados de los atados de leña, simulando instrumentos musicales, desfilábamos por el frente de nuestra casa fingiendo ser músicos, dando rienda suelta a nuestro sueño de aprender a ser músicos. Mi hermano menor, Guido, quien tenía una voz ligeramente ronca, era parte de este grupo de improvisados pero alegres "musicos", nos seguía imitando el sonido del bajo y diciendo, pom, porom pom pom, pom porom pom pom. Eso le valió el mote de “porondepongo”, que los chicos de la escuela le pusieron y que el aceptada no de muy buen grado.
En noviembre 24 de 2009, unos sesenta años después de nuestros fallidos intentos de hacernos musicos, recibí la noticia de que mi hermano había fallecido, después de más de dieciocho meses de estar en un lecho de pre-muerte, víctima de un derrame cerebral que lo dejó semi paralizado y sin el uso de sus facultades mentales. Paz en su tumba!. Yo le había venido pidiendo a Dios que se lo lleve, para que descanse en paz, el no estaba viviendo como un ser humano, él estaba literalmente viviendo la vida de un vegetal, sin esperanza alguna de recuperación. Que Dios le perdone sus faltas y se lo lleve a la vida eterna, junto a mis padres y hermanos que nos han precedido en el camino. Querido “porondepongo”, te recuerdo y te recordaré siempre con cariño. Eras un hombre noble, nunca usaste a nadie para beneficiarte, a pretexto de brindarle tu amistad, eras, a pesar de tus errores, un caballero, un padre y un esposo carinoso y tierno, eras mi hermano más querido! Que Dios tenga tu alma junto a la de mis padres y mis demas hermanos que nos han precedido en el viaje final.
MI hermano Guido tuvo una vida turbulenta, siempre estuvo en busca del amor, de su verdadero amor, que no se si finalmente lo encontró. Era romántico por naturaleza, se casó cuatro veces y debe haber amado a muchas mujeres en sus sesenta y tres años. Tuvo por lo menos seis hijos. Vivió en Estados Unidos, en Canadá, en Colombia, en Brasil, y finalmente en España. Viajó por muchos países y disfrutó de la vida. Como padre fue un hombre ejemplar, como hijo y como hermano siempre cariñoso y leal. Era un hombre que respiraba bondad por todos los poros de su piel, de eso mucha gente se aprovechó hasta el cansancio, lo traicionaron, le robaron, lo engañaron, pero él siempre los perdonó…Paz en su tumba!

En mi próxima entrega: EL DESPERTAR DEL SEXO