Saturday, February 4, 2012

FRENTE AL JUEZ

La nuestra era una familia de nueve; nuestros padres y siete hijos, tres mujeres y cuatro varones. Todas las hijas mujeres habían nacido antes que los cuatro varones. Mi padre amaba muchísimo a sus hijos, sin lugar a dudas, pero no lo recuerdo a él excesivamente afectuoso o tierno con sus hijos varones. Por otro lado, el siempre fue muy tierno y cariñoso con sus hijas mujeres. Su falta de ternura en el trato con sus hijos, posiblemente se originaba en la forma en que a él lo criaron, y especialmente a la influencia de su tío Juan Celio. Es probable que el pensara que darles ternura a los hijos varones era un asunto de su maima, que el padre no debía hacerlo porque hubiera sido como darles una señal de debilidad, y “la debilidad (en aquellos tiempos), era una cosa de mujeres”. Según el decir de aquellos días, “Los varones DEBEN ser criados duros, fuertes y valientes”, y ciertamente, sin ninguna duda, a nosotros nos criaron así.
Para la época de este relato, las tres hijas mujeres ya se habían casado, Letty, como ya lo he dicho antes, tenía una hija adoptiva de cinco años. Mi segunda hermana, Lilita, que también vivía en Guayaquil, tenía ya cuatro hijos, y Florcita, la más joven de las mujeres se había casado mientras yo estaba en el Seminario y estaba esperando su primer bebé. En cuanto a mis tres hermanos varones, el mayor tenía entonces dieciocho años y trabajaba como contador en un almacén de abarrotes mayoristas; Pancho el segundo varón, tenia dieciséis años, estudiaba en el Colegio Nocturno Cesar Boja Lavayen y estaba en el proceso de encontrar un trabajo, mientras que el más joven de mis hermanos, Guido, de once años, estaba aun en la escuela primaria, en Pallatanga, bajo la estricta supervisión de mi madre.
El departamento donde vivía Letty tenía las paredes que separaban un cuarto de otro, hechas con tablas de madera, sus junturas a menudo dejaban rendijas que se disimulaban con papel periódico o simplemente con periódicos usados, pegados con engrudo. Esto permitía que las conversaciones en un cuarto se escucharan en el cuarto de al lado. Mi hermana Letty había escuchado (curiosa, como mujer al fin) la conversación que habíamos sostenido mi mamá y yo aquella mañana, y mientras desayunábamos el acostumbrado café con leche y pan, ella nos lo hizo saber. Nos expresó además su simpatía y su solidaridad con mi causa, al tiempo que nos ofrecía tomar parte y ayudarnos en la conversación que deberíamos tener con mi padre más tarde aquel mismo día.
Letty era la primera hija, y como tal, la hija favorita de mi padre, así que cuando se ofreció a ayudarnos, mi reacción instantánea fue de júbilo: “gracias a Dios, ahora ya somos tres para hablar con mi papa”, pensé para mis adentros. Allí mismo acordamos que íbamos a dejar que mi papa comience con sus preguntas y que entonces seria Letty quien empezaría a hablar, luego lo haría mi mamá y finalmente yo, una vez que el camino hubiese sido “allanado”. Esa iba a ser la estrategia que usaríamos cuando mi papá llegue y tengamos que enfrentar sus preguntas.
Al medio dia regresó mi papá después de visitar a sus clientes en el mercado central, donde había vendido los cereales que traía desde Pallatanga (principalmente lenteja, alverja y frejol). Como era su costumbre y con el respeto que le debía, Letty invitó a mi padre a presidir la mesa. Después de las oraciones y bendiciones de costumbre, de lo cual se encargaba siempre mi madre, el almuerzo fue servido. Sin seguir la vieja costumbre de que yo me sentara inmediatamente a la izquierda de mi padre, esta vez, como buscando escudos humanaos para protegerme, me senté en medio de mi madre y de mi hermana Letty. Inmediatamente comenzamos a almorzar, y esta vez, fiel a su forma directa de hablar, pero sin mostrar rudeza, mi padre comenzó a hablar. “mientras almorzamos”, dijo, y agregó mirándome fijamente a los ojos: “mijo, volvamos a la conversación que anoche tuvimos que interrumpir por tu cansancio”, y siguió; “que es lo que tienes que decirnos Rafico?”, y continuó: “creo que anoche tenias un poco de temor de hablar, no es así?. Por favor, dinos ahora, de una vez por todas lo que tienes que decirnos”.

Como lo habíamos planeado aquella mañana, Letty comenzó a hablar y comenzio: “papacito”, pero fue abruptamente interrumpida por mi padre, quien dijo: “Letty, perdóname pero estoy preguntando a Rafico, no a ti, mijita”. En ese momento mi padre lucia como un severo juez llamando al orden en la sala, interrumpiendo al abogado defensor y pidiendo al acusado que hable por sí mismo. Sus ojos estaban bien abiertos y mirándome fijamente, su mentón en alto y su boca cerrada indicaban que no había espacio para dilataciones. Después de alrededor de un minuto de tenso silencio en la mesa, mi padre volvió a hablar diciendo: “Rafico, por favor, no demoremos mas esta conversación”. Mi corazón se me quería salir del pecho, este me sonaba como el tambor mas grande en un desfile militar; mis manos estaban húmedas y frías mientras mi mandíbulas permanecían cerradas como si estuvieran con candado. Me había quedado completamente mudo. Mi boca simplemente no respondía a las órdenes de mi cerebro.
En ese momento, mi Ángel, mi madre, salió una vez más a mi rescate. Se levantó de la mesa y me sirvió un vaso de agua mientras decía: “No tengas miedo de decirle a tu papá lo que me has explicado a mi esta mañana” mijito, y agregó: “Tu papá te quiere tanto como yo, él es una persona cariñosa, razonable e inteligente, y, tal como yo lo hice esta mañana, también él lo va a entender". y siguió luego, "Vamos, explícale a tu papá lo que tienes que explicarle, hazlo sin temor”, y con su sonrisa de Ángel, como para darme la confianza que yo necesitaba, me miró a los ojos y me dijo “vamos hazlo ya mijito”.
Fue como si mi madre hubiera dicho las palabras mágicas. De pronto sentí que me venía subiendo el valor que yo necesitaba desde alguna parte de mi pecho, desde lo más profundo de mi ser; respiré bien hondo mientras comencé a pensar y a articular la respuesta a mi padre, mientras al mismo tiempo sentía que mis mandíbulas y mi boca empezaban a soltarse del candado que las tenia cerradas, y entonces comencé a hablar: “Papacito”, dije; “lo siento mucho pero a usted no le va a gustar lo que le voy a decir”, “de hecho”, agregué; “probablemente usted se va a sentir seriamente decepcionado, y tal vez hasta enojado conmigo, pero, por favor, se lo suplico, por favor, escúcheme cuidadosamente antes de reaccionar”, y casi sin tomar aliento para seguir, continué; “yo no creo ni siento que haya hecho absolutamente nada malo y no haría conscientemente nada que pueda hacerles daño a ustedes mis padres, o al resto de mi familia”. Yo estaba aún medio asustado, pero pude disimular y mantener la calma antes de terminar de exponer mi punto. Estaba yo mismo francamente admirado de la calma que hasta ese momento había empezado a mostrar, no sabía de donde estaba saliendo mi fuerza y mi calma para hablar, pero continué haciendo uso de ambas para concluir. En este momento, lenta, pero firmemente fui exponiéndole a mi padre las razones que me había dado el padre González (a quien mi padre conocía muy bien) en el Seminario para pedirme que no vuelva. Me tomé el tiempo para relatar en detalle toda la conversación con el Superior del Colegio, su expresión de pesar porque tenía que decirme algo que no hubiera querido hacer, les hice saber también los buenos deseos del padre González de Rivera incluyendo sus predicción de que me iría bien en cualquier cosa que decidiera hacer en mi vida, así como las expresiones de afecto de todos mis profesores; y conté también sobre mis premios académicos y mis excelentes calificaciones.
Un silencio total se hizo en el comedor de la casa, mi padre estaba absolutamente inmóvil y con la vista como perdida en el espacio. Mi mamá, Letty y yo nos mirábamos como tratando de adivinar que era lo que iba a pasar, como esperando lo mejor pero sabiendo que podía pasar lo peor. Finalmente mi padre se levantó de su silla y empezó a caminar lentamente alrededor de la mesa, como si estuviera totalmente confundido, estaba pálido, lucia como desesperado y cubría su cara con sus dos manos mientras sacudía su cabeza repetidamente. Después de un par de minutos de silencio y de tensión que me parecieron una eternidad, el hombre se echó a llorar como un niño…

Esa fue la primera vez que vi llorar a mi padre a quien yo siempre admiré por su valentía ante toda clase de dificultades, reveses y peligros. Solo lo vi llorar una vez más, trece años después, en julio de 1969, en el Cementerio General de Guayaquil, cuando el ataúd que contenía los restos de mi madre era introducido en lo que iba a ser su morada final…

En mi próximo Capitulo: A TRABAJAR A LA EDAD DE 14

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