Tuesday, September 28, 2010

MI PRIMER VIAJE A GUAYAQUIL


EL TREN, INMENSO GUSANO QUE ATRAVIESA LAS DISTANCIAS Y UNE A LOS PUEBLOS

Esa noche yo soñé con trenes voladores, con muchos niños y sus padres blandiendo sus pañuelos al despedirse en sus viajes por el aire. Chayaguan tenía entonces unos treinta habitantes, y hoy, después de sesenta años debe tener unos cien. Los trenes voladores no han llegado, los barcos tampoco, y no sé si Ricardo los siga esperando, pero lo que sí volaba, y muy alto era la imaginación de Ricardo. Evidentemente Ricardo no debe haber hecho una fortuna prediciendo el futuro. No se si el sigue viviendo en Chayaguan, y si es así, a la edad de ochenta años quizás aún sigue soñando en la grandeza de su terruño, o se ha resignado ya a la humilde pequeñez de su terruño, o quién sabe, aún espera la llegada de los trenes voladores. El gran mérito de Ricardo y de los hombres como él, es que siempre estuvo orgulloso de su origen y echó a volar su imaginación, desde muy joven, aspirando lo mejor para su tierra.
El domingo regresé a Pallatanga al anca del caballo de doña Mercedes, ella, como casi todas las mujeres de su época no montaba en una montura para hombres, lo hacía en una silla especialmente diseñada para mujeres, donde ellas se sentaban con las dos piernas hacia un solo lado, como lo hacen las damas de la nobleza inglesa cuando acompañan a sus maridos en la caza del zorro. Este fue el fin de semana en que comencé a conocer el mundo, más allá de Pallatanga.
Fue por entonces, durante unas vacaciones de la escuela, cuando yo tenía unos seis años que mi mamá decidió llevarme a Guayaquil, en un viaje que hizo para chequear su salud. Fue una experiencia fascinante. Tan emocionado estaba yo por el viaje, que casi no pude dormir aquella noche. A las tres de la mañana mi madre vino a despertarme pero me encontró ya despierto. Había que desayunar y luego emprender el viaje de cuarenta kilómetros y ocho horas, a caballo, hasta llegar a Bucay, la estación más cercana del ferrocarril que nos llevaría a Guayaquil.
El tren mixto (de carga y pasajeros) que venía desde Riobamba, paraba en Bucay para cambiar de locomotora y de tripulación al entrar en el tramo del llano después de descender, a través de los Andes, desde los 2900 metros sobre el nivel del mar en Riobamba, hasta los cien metros de Bucay y seguir su viaje de 100 kilómetros hasta Guayaquil, que está al nivel del mar. Este tren partía desde Bucay a la una y media de la tarde y llegaba a Guayaquil a las cinco y media. Nunca antes había hecho un viaje tan largo en mi vida, jamás había conocido el tren, y, por supuesto, Guayaquil era para mí sólo un nombre que significaba “la gran ciudad”, pero no tenía muy claro lo que eso significaba.
Cuando me subí al anca del caballo que montaba mi papá al empezar el viaje, sentí la emoción de ir a lo desconocido, cada sitio que pasaba era nuevo, fascinante. Los cerros que yo conocía desde mi casa, con el caminar de los caballos iban quedando atrás, dando paso a otros, más grandes, con más bosques, con otra vegetación con horizontes cada vez más extraños. Por momentos sólo veía el camino, un camino de un metro de ancho, el río en lo profundo a la izquierda y, hacia la derecha la montaña, alta, muy alta, majestuosa, casi vertical, llena de palmeras, sólo para más allá, avanzando en el camino, volver a ver el río, igualmente en lo más profundo del abismo pero esta vez a la derecha, y la montaña imponentemente alta a la izquierda, con más montañas a lo lejos, hacia el sur y hacia el oeste.
El camino de herradura que unía a Pallatanga con Bucay, que en su mayor parte no excedía un metro de ancho, era de por sí, un desafío a la valentía de los hombres y mujeres que lo circulaban. Los caballos y las mulas caminaban estrictamente en fila uno tras otro, porque el camino era tan estrecho que no cabían dos animales uno junto al otro. Los jinetes debían anunciar con silbos de alto volumen su presencia en el camino para que los jinetes que venían del otro lado se detuvieran en lugares especiales para poder hacer el cruce. Los caminos eran tan estrechos, y tan al filo del precipicio, que con frecuencia, los animales al andar enviaban pequeñas piedras rodando hacia el río que estaba a doscientos metros abajo del camino. Sentí miedo al pasar por estos lugares, y me aferraba a la espalda de mi padre, cerrando los ojos para no ver el precipicio debajo de mis pies, ni la montaña casi vertical cuando mirábamos hacia arriba, que mostraba claramente las huellas de recientes deslizamientos de tierra que solíamos llamar ”los derrumbes”. Debimos cruzar algunos correntosos ríos sin puente, montados en los caballos a los que les llegaba el agua más arriba de su pecho. Los jinetes pasábamos el río casi tan mojados como nuestras cabalgaduras.
A medida que avanzábamos en el camino, el clima iba cambiando, íbamos descendiendo desde los 1500 metros sobre el nivel del mar de Pallatanga y de su fresco clima de 18 grados centígrados y sin humedad ambiental perceptible, a los 100 metros de altura y 28 grados centígrados en Bucay, donde la humedad pasaba de los 90 grados. La vegetación iba cambiando, los arboles se iban haciendo más altos y más gruesos, el camino se iba haciendo menos angosto y mas pedregoso, el ambiente se tornaba más pesado, empezamos a ver las plantaciones de plátano, las hojas más grandes de la vegetación, el río que en nuestro camino parecíamos seguir, estaba cada vez más cerca de nosotros, era cada vez más caudaloso y seguía descendiendo pero a una velocidad más lenta, la más alta humedad ambiental se podía sentir en nuestros cuerpos, sudábamos y en nuestras caras se podía ver el color rojizo en las mejillas, el “chapudo” característico del habitante de la sierra cuando llega al trópico. Todo nos anunciaba que íbamos llegando a La Costa.



LA LOCOMOTORA, PODEROSA MAQUINA
QUE ARRASTRA UN TREN Y ACORTA LAS DISTANCIAS

Pero lo mejor no había llegado todavía, cuando sólo nos faltaban unos dos kilómetros para llegar a Bucay, se escuchó un sonoro y repetido Uiiii, Uiiii, Uiiii, Uiiiiiii, que jamás antes lo había escuchado, sentí en mi interior una emoción desconocida. Mi padre me confirmó lo que yo había sospechado, ese era el pito del tren, del tren que nos llevaría a Guayaquil. Me enamoré de Bucay y de los sonidos del tren, de su ruidoso chaca chaca chaca, del tren al deslizarse sobre los negros y brillosos rieles, del gran ruido que hacía al acercase, del blanco vapor que despedía la locomotora y que se elevaba al cielo, del sonido de sus pitos, del color y de la inmensidad de sus vagones, del uniforme de los hombres que lo tripulaban, de su poderoso despliegue de fuerza , de la gente que en él viajaba, me enamoré para siempre del tren, ese gigantesco gusano que raudo se desliza sobre el riel y que veloz se desplaza hacia la distancia, llevando en su vagones cientos de toneladas de carga y muchos pasajeros. De pronto comprendí que mi mundo de Pallatanga era diminuto, y que iba llegando a un mundo más grande, más amplio, más moderno, un mundo que hasta entonces se había guardado muchos secretos para mí, pero que yo los iba a ir descubriendo. Después de todo, era tiempo lo que yo más tenía para hacerlo…


LOS RIELES DEL FERROCARRIL, LA RUTA DEL PROGRESO Y EL HILO QUE UNIO A LA NACION

Llegamos a Bucay una hora antes de que el tren partiera hacia Guayaquil, tuvimos tiempo de bañarnos, el calor que yo sentía era sofocante y la ducha fría me hizo sentir mejor. Me pasó el cansancio del viaje de ocho horas a caballo y estaba listo para una nueva y aún más fascinante experiencia.
En mi próxima entrega: A GUAYAQUIL, EN EL TREN