CAPITULO V
EL TREN DE LOS RECUERDOS
El Ecuador es muy lindo, y no hay que ir muy lejos de Guayaquil para admirar las bellezas con que la madre naturaleza ha dotado a nuestro país. Habíamos escuchado de amigos y visto en la TV muchos comentarios sobre el viaje en tren a Bucay y los paseos alrededor de ese pueblo, que incluyen excursiones a las montañas cercanas, donde existe una serie de cascadas de aguas frías y cristalinas, formadas por los ríos que bajan desde las alturas hacia el llano de la costa e invitan a quienes los visitan a bañarse en sus aguas y a disfrutar de su bello entorno
PREPARANDO EL VIAJE
Con suerte pudimos hacer reservaciones para el viaje en el recientemente rehabilitado tren a Bucay para el domingo 20 de julio, sólo un día antes del viaje de los niños de regreso a Paris.
Para mí, este viaje cumplía un doble propósito; primero y más importante que todo, llevar a mis nietos a conocer un poco del Ecuador más profundo, del Ecuador que está más allá de las grandes ciudades; del Ecuador del campo, del Ecuador que yo conozco desde niño y que por eso lo amo entrañablemente, porque nací y crecí en él, lejos del mundanal ruido; y, segundo, porque, este viaje me traería hermosos recuerdos de mi infancia, de los tiempos en que Bucay era el punto intermedio para llegar desde mi amado pueblo, Pallatanga, hasta Guayaquil, la gran ciudad que me deslumbraba por el bullicio callejero, porque estaba llena gente caminando apresuradamente por sus calles anchas y sus portales frescos; con sus calles bien alumbradas por la noche; con grandes y coloridos letreros con luces de neón; con muchos carros que circulaban veloces y cuyos pitos me sonaban a una sinfonía; de calles pavimentadas con vendedores ambulantes gritando para ofrecer sus productos a transeúntes y vecinos; de enormes edificios; la ciudad con esporádicos ruidos de aviones y de barcos; la ciudad que estaba a la orilla de un rio tan grande que me parecía un mar. Era la ciudad de doscientos mil habitantes, la más grande y más moderna del Ecuador de mitad del siglo XX. Ir de Pallatanga a Guayaquil, para mí era como un viaje de un sólo día desde la edad media hasta la edad moderna.
En este viaje a Bucay, iba a recordar con nostalgia que allí, a ese pueblo llegábamos con mi madre y mi padre cabalgando por ocho horas desde nuestro pueblo de trescientos habitantes, donde nunca había llegado un carro ni se conocían los vehículos de cuatro ruedas; donde no había electricidad ni radio; donde en las noches nos alumbrábamos con candiles, con linternas de kerosene de lánguidas luces anaranjadas y con velas de cera, donde estudiar o hacer los deberes escolares en la noche era casi imposible por la falta de luz.
Una vez en Bucay, teníamos sólo una hora para bañarnos, almorzar y estar a tiempo para poder abordar a la una y media de la tarde el tren mixto que venía de Riobamba con dirección a Guayaquil, a donde llegábamos a las siete de la noche. Todo este viaje tomaba 15 horas. Más largo que un viaje transcontinental de hoy en día.
Bucay era para mí como el punto de encuentro entre dos civilizaciones, siendo el tren el vehículo que nos llevaba al mundo moderno de Guayaquil desde la edad media de Pallatanga. Por eso, este viaje con mis nietos tenía para mí, un especialísimo interés. Cuando ellos tengan la edad apropiada, les podré explicar todo esto y les hablaré un poco más de mi propia infancia y de mis raices que también son suyas, allá en ese hermoso y siempre verde valle en las estribaciones de la cordillera de los Andes, en mi Pallatanga querido.
La aleuita y yo madrugamos a las cinco y cuarenta y cinco de la mañana, y a las seis y quince despertamos a los niños para bañarles y prepararles para el viaje. Debíamos estar en la estación del tren en Durán a las siete y media y llegamos muy puntuales. Debimos esperar en la estación por media hora, y a las ocho de la mañana partimos, pero antes nos habían clasificado para que hiciéramos el viaje de ida en bus, y regresáramos de Bucay en tren. Paramos en una finca cacaotera de Naranjito (una pequeña ciudad conocida por su excelente producción agrícola) e hicimos una rápida visita a la finca, con guías que nos explicaban el proceso de cultivo y cosecha del cacao.
CONOCIENDO EL CACAO EN NARANJITO
Allí los niños pudieron ver el cacao dentro de una mazorca madura de color morado, que cuelga del tallo del árbol y que cortada por la mitad por el guía dejaba al descubierto a ambos lados de la mazorca el fruto fresco de cacao, cubierto de una dulce blanca y algodonada membrana. Nos ofrecieron este fruto envuelto en su membrana, que tiene un aroma y un sabor dulce muy agradable y les gustó mucho a nuestros nietos. En esta finca nos sirvieron un “desayuno” campesino consistente en un vaso de chocolate con tortillas de verde. Tanto Carlito como Matteo, y, por supuesto Fanny y yo nos servimos nuestro desayuno sentados en una pequeña mesa a la sombra de un árbol de cacao.
MATTEO "EL CIENTIFICO" CONOCIENDO EL CACAO EN SU ORIGEN
Nuestra siguiente parada fue en Bucay, donde al pie de la vieja pero remodelada estación del ferrocarril, jóvenes y hermosas chicas del lugar, vestidas con ropas de color blanco verde y amarillo, (los colores de la bandera de su ciudad), nos recibieron con una comparsa al son de música nacional. Carlito y Matteo miraban con entusiasmada curiosidad todo lo que pasaba a su alrededor, y disfrutaban del espectáculo que para ellos era totalmente nuevo y fascinante.
RECEPCION EN BUCAY
Inmediatamente después de la comparsa, nos unimos al grupo de turistas que, como nosotros, había escogido tomar el paseo hacia la cascada más alta, situada a unos veinticinco kilómetros en dirección nor-oeste, viajando montaña arriba, en un camino de tierra muy sinuoso, en dirección a la provincia de Bolívar. El vehículo en que viajábamos era una vieja buseta con capacidad para veinte pasajeros muy apretados, los asientos no tenían cinturones de seguridad, y el chofer, a juzgar por los saltos que como canguil en la olla dábamos los pasajeros en nuestros asientos, no parecía preocuparse de lo rugoso del camino, pero evidentemente conocía muy bien la zigzagueante ruta que permitía un rápido ascenso desde los 300 metros sobre el nivel del mar donde está Bucay, hasta unos 2,000 metros en solo unos cuarenta y cinco minutos. Dos veces nos encontramos con curvas tan cerradas y camino tan empinado, que tuvimos que bajarnos del vehículo para permitir que chofer pudiera maniobrar con menos riesgo para que pudiéramos llegar a nuestro destino.
Finalmente, después de unos cuarenta minutos de camino culebrero, al medio día, y cuando parecía que íbamos llegando hasta la nubes que perezosamente se desplazaban hacia el noreste, llegamos a un punto desde el cual había que caminar unos diez minutos por un estrecho sendero de montaña, hasta llegar a la cascada, pero súbitamente, el tiempo, el dinero y los sustos que invertimos para llegar, quedaron olvidados ante la espectacular vista de la gran cascada, que estaba frente a nosotros.
LA META DE NUESTRO VIAJE
LO LOGRAMOS!
Era la naturaleza en su máxima expresión abierta a nuestros ojos, dejándonos mirarla y admirarla; eran las aguas límpidamente blancas descolgándose de la montaña como formando un largo y delgado velo de novia que caía en picada por noventa metros, hasta llegar a una pequeña laguna que recibía las frías y espumosas aguas, que luego seguían su curso montaña abajo, más lentamente, formando un riachuelo que las conducía en su imparable ruta hacia el llano, a desembocar en el caudaloso Río Chimbo que las llevaría hasta el rio Babahoyo y este hasta el Gran Guayas que finalmente las conduciría hasta el inmenso mar Pacífico.
Sólo tuvimos unos diez minutos para ver y admirar este bello espectáculo, pero fue suficiente para que los niños y nosotros pudiéramos disfrutarlo. Matteo y Carlito se animaron a meter conmigo a las aguas de la pequeña laguna y allí la aleuita nos tomó algunas fotos que nos han dejado el recuerdo de esta bella aventura en la montaña.
Al regresar otra vez caminando hasta donde estaba nuestro vehículo, y mientras caminábamos por el mismo sendero que ya habíamos recorrido y volvimos a ver las nubes a la distancia, siguiendo su propio viaje casi a la misma altura del camino que recorríamos, les dije a los niños que corrieran para alcanzarlas, ellos, entusiasmados emprendieron la carrera…
CORRIENDO HACIA LAS NUBES!
Abordamos el bus para el regreso a Bucay y al tren de retorno a Guayaquil, pero en el camino nos esperaban más aventuras que contar. A mitad del camino del descenso, y aun en plena montaña, a unos 1500 metros de altura, paramos en una cabaña donde nos esperaban para la comida. El tiempo nos quedaba estrecho porque debíamos llegar antes de las dos de la tarde a Bucay, pues a esa hora parte el tren de regreso a Guayaquil.
Bajamos del bus y un guía nos condujo por un estrecho sendero en medio de un cañaveral, a un trapiche, donde se muele la caña y con su jugo se fabrican panelas para el mercado. Un trapiche muy rustico que me recordó el que en los primeros años de la década de 1950 mi padre alquilaba para moler la caña que había cultivado en la hacienda “el Ingenio” muy cerca de Pallatanga.
TOMANDO GUARAPO FRESCO EN EL TRAPICHE
El trapiche consiste de dos masas de acero corrugado circular colocadas verticalmente, que al moverse (impulsadas por una palanca horizontal muy grande que es halada por bueyes o por mulas) una contra la otra se convierte en un molino que extrae el jugo a la caña, jugo que toma el nombre de guarapo. Este es un jugo dulce y de aroma muy agradable que, mezclado con un poco de jugo de limón, resulta una bebida deliciosa y refrescante. Pues bien, a falta de bueyes y de mulas, el operador de este pequeño trapiche pide a los visitantes que impulsen la palanca para mover el molino, y en una demostración práctica, físicamente muele unas cañas previamente cortadas en el cañaveral que esta junto al trapiche, para inmediatamente ofrecer a los visitantes el guarapo que resulte de esta “molienda”. Fanny fue una de las personas que impulsó la palanca que movió el molino, e inmediatamente Carlito, Matteo y yo nos juntamos a todos los demás visitantes que esperaban beber el guarapo. Los niños lo disfrutaron tanto que llegaron a pedir una segunda y una tercera porción del delicioso guarapo.
DANDO ENERGIA AL TRAPICHE
Inmediatamente fuimos invitados a abordar el bus para servirnos el “almuerzo” mientras viajábamos de regreso a Bucay. Teníamos dos opciones “seco de gallina” o “fritada con llapingachos y mote”. Ordenamos para nosotros cuatro la fritada con mote y llapingachos. Nos sirvieron el “almuerzo” en un plato de plumafón que contenía una generosa porción de lo ordenado. Fanny, Carlito y yo, comimos nuestro delicioso almuerzo mientras viajábamos nuevamente saltando como el canguil en la olla, en la ruta de regreso a Bucay. Matteo, más conservador en sus hábitos gastronómicos, probó un poquito y prefirió no comer. No le exigimos que lo haga. Para los niños el viaje en la olla “canguilera” resultó una de las cosas más atractivas del viaje, no obstante que resultaba ciertamente incómodo y no muy seguro, viajar en esas condiciones. Fanny y yo estábamos, por supuesto, atentos para evitar que los niños se golpearan en cualquier momento por los “saltos” del bus.
Llegamos a Bucay cuando el tren empezaba a pitar anunciando su partida hacia Guayaquil y lo abordamos inmediatamente.
A BORDO DEL TREN DE BUCAY
Matteo y su abuelita se sentaron en un cómodo asiento para dos mientras que Carlito y yo nos sentamos en el asiento justo al frente de ellos, separado por una mesa de madera. A los pocos minutos, la locomotora pitó ruidosamente, de la misma forma como pitaba hace sesenta y cinco años con el mismo sonoro pito que yo tanto amaba cuando tenía sólo siete años, y el tren partió con destino a Guayaquil. Eran las dos y quince de la tarde. La ruta del tren era la misma que recorríamos cuando yo era un niño que fascinado por el ruido de la locomotora y por el rítmico traquetear de las ruedas de acero del tren al deslizarse sobre los rieles de la vía, no prestaba más atención que al raudo pasar de los postes del telégrafo, que parecían viajar velozmente en sentido contrario y soñaba despierto en el momento que llegaríamos a la grande y bella Guayaquil.
QUE LINDO VIAJE
Hoy viajaba con mis nietos, Carlito y Matteo, que han recorrido el mundo tantas veces, viajeros aéreos tan experimentados que ya no les llama la atención abordar y descender de aviones en vuelos transcontinentales; pero viajar en el tren de Bucay les tenía fascinados. Miraban a un lado y al otro de la vía y sonreían, les fascinaba el traquetear de las ruedas del tren, me miraban sonrientes y alzaban sus manos en señal de “dame cinco” a cada instante, era tan divertido el viaje para ellos, que no me los imagino disfrutando más en un parque de diversiones. BINGO! Pensé para mis adentros, “esto sí que fue un gran acierto”, los nietos divirtiéndose tanto como su abuelito, que por momentos había regresado sentimentalemnte a su infancia. Y así, con las caras alegres durante las tres horas y media que duró el viaje, llegamos a Durán. Ellos disfrutaron tanto de este viaje como yo disfrutaba mis viajes en tren con mi mamá cuando tenía la misma edad de ellos, sesenta y cinco años atrás. Al llegar a Durán los niños al unísono inmediatamente pidieron ir a cenar en el restaurant de Pollo Gus en el patio de comidas del mall de esa ciudad. Adoran el Pollo Gus, casi tanto como yo…