A las nueve en punto fuimos recibidos por Monseñor Proaño, él era un hombre de estatura mediana, probablemente de un metro setenta y unas ciento ochenta libras, de pelo negro empezando a mostrar canas, de frente no muy amplia, de ojos cafés, nariz aguileña, herencia de sus antepasados aborígenes, rostro bondadoso, de pensamiento claro y hablar pausado. Besamos su anillo episcopal y nos inclinamos para recibir su bendición. Poco después nos hizo pasar a una pequeña salita junto a su oficina donde hablamos por cerca de treinta minutos.
No recuerdo el detalle de nuestra conversación, pero el contexto de ella estaba centrado en su idea de formar hombres entregados a Dios y a los pobres, entregados a la justicia y la igualdad, a la solidaridad y al amor al prójimo. Confieso que a mi edad de doce años, esos conceptos eran tan extraños a mi como la ciencia ficción o la exploración submarina, pero hubieron temas que me interesaron mucho en nuestra conversación, entre ellos, la calidad de las instalaciones físicas del Seminario; las duchas con agua caliente; las canchas de voleibol, de futbol y de basquetbol; las clases de idiomas; los cómodos dormitorios con camas individuales; la comida nutritiva a horas pre-determinadas; las lecturas durante las comidas; los paseos al campo en los días sábados, y las clases de educación física, entre otras cosas que me interesaban más que el concepto para mi casi etéreo de la “vocación sacerdotal”, el amor a Dios y la “piedad”. Nuestra reunión duró aproximadamente media hora, me impresionó positivamente el obispo.
Al final de la reunión, el prelado me dio la bienvenida al Seminario, nos dijo que deberíamos ir a él antes del mediodía y hablar con el Padre Superior, quién me asignaría un espacio en el dormitorio y un lugar para poner mi vieja maletita de madera, conteniendo mis ropas y otros escasos efectos personales. Al despedirnos, mi padre respetuosamente se arrodilló delante del obispo Proaño y tomándole su mano derecha volvió a besar su anillo. Yo hice lo mismo, como un reflejo de lo que había visto hacer a mi padre. Esta era la primera vez que yo había estado frente a un obispo de la iglesia.
Muchos años después, ya en la década de los setenta, cuando Proaño se convirtió en un icono de las nuevas corrientes sociales de la Iglesia, en el adalid de la Iglesia Nueva, de una Iglesia Ecuatoriana que por fin se empezaba a emancipar de la tutela de la oligarquía criolla y el era objeto de fuertes ataques de cierta prensa que aun defendía a los herederos de los conquistadores, a los que se apropiaron de la tierra a sangre y fuego, a los que convenientemente aun creían en el derecho divino a reinar sobre la tierra y los hombre que la habitaban, volví a saber del Obispo Proaño, y empecé simpatizar con él. Hoy, casi sesenta años después, ya nadie discute que la obra de Proaño, su obra social de entonces, y en particular su programa de Escuelas Radiofónicas fue el pionero de la emancipación de los indígenas, aunque estos hasta hoy siguen luchando por sus derechos, pero ahora de una forma más organizada, de una forma más consciente.
Antes del mediodía mi padre y yo llegamos al Seminario Menor La Dolorosa, al sur de la ciudad de Riobamba, cerca de la carretera empedrada que conducía a Chambo, y a sólo unos doscientos metros de la cárcel de Riobamba, un edificio deprimente, de una sola planta, que ocupaba casi una manzana, en lo que hasta entonces era el límite sur de la ciudad. Al pasar por este edificio mi padre me hizo un breve comentario de que allí él había estado recluido por cerca de dos años, antes de que yo naciera, al final de la década de los 30. Le cogí fastidio a este lugar, y desde entonces, cada vez que pasaba por allí, lo hacía sin mirarlo. Me causaba desprecio este sitio desde que mi madre nos contó lo mucho que sufrieron ella y mi padre cuando él fue recluido injustamente allí.
Al llegar al Seminario, vi un edificio imponente, de tres pisos, de unos cincuenta metros de largo, con dos alas laterales que formaban una letra C de líneas rectas, con la abertura de la C hacia el lado de atrás del edificio. Las aulas del colegio estaban en el piso inferior, igual que la cocina y el comedor, mientras que la oficina del Rectorado, los dormitorios de los profesores y de los estudiantes, las duchas y los servicios higiénicos estaban en el segundo y tercer piso. El edificio había sido hecho para albergar un máximo de ciento cincuenta estudiantes, pero en la fecha en que yo llegué sólo había diecinueve (porque el colegio recién había comenzado a operar ese año), que conmigo se completaron veinte. Los veinte dormíamos en un solo dormitorio, en dos filas de diez camas cada una.
Cuando el Padre Superior nos recibió en su oficina del segundo piso, era la una de la tarde. El era un sacerdote muy corpulento, debe haber medido 1.80M y pesado unas doscientas veinte libras, su rostro era redondo, muy blanco, que con el frío de Riobamba se había vuelto rojizo, tenía una abundante pero bien afeitada barba, su cabeza empezaba a mostrar signos de calvicie y su escaso pelo comenzaba a hacerse gris hacia el lado de las sienes. Debe haber tenido entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Tenía un cuello muy grueso que le daba la apariencia de un hombre muy fuerte. Su presencia infundía respeto, su palabra era firme, hablaba con un acento español muy pronunciado que le agregaba cierto grado de autoridad a sus palabras. Se disculpó por no habernos podido recibir al mediodía, y a manera de explicación nos dijo que a la hora que llegamos, los estudiantes y el cuerpo docente estaban en el almuerzo. El estaba muy bien enterado de mi caso, había hablado con el obispo y también con el cura de mi pueblo, nada de lo que le decíamos parecía resultarle nuevo.
“Disculpadme por haberos hecho esperar” comenzó diciendo el padre González, “pero aquí me tenéis para daros la bienvenida a nuestro colegio”, agregó. “Vosotros habéis viajado mucho y debéis estar cansados y hambrientos, así que os voy a convidar a almorzar y mientras coméis hablamos de la presencia de Rafael aquí y de su futuro como estudiante”. Mi padre hizo una señal, o quiso decir que no nos importaba el hambre, pero ya González nos guiaba al comedor y pedía a las empleadas de la cocina que nos sirvieran algo de comer. Fue una gran comida, preludio de la que más adelante seria mi comida diaria.
“Rafael, sois bienvenido a nuestro colegio” dijo el padre González y agregó: “os va a gustar y lo vais a disfrutar, pero hay una sola condición que debéis cumplir siempre: debéis tener buena conducta, y buen aprovechamiento, porque somos estrictos principalmente en esas dos partes de vuestra vida en el colegio”. “Si sois un buen deportista, os felicito, eso es bueno para el desarrollo intelectual, pero no es una pre-condición ni os va a agregar ni disminuir puntos en nuestra evaluación escolar”. A usted don José, debo decirle que su hijo estará aquí muy bien tratado, será uno más de los estudiantes de nuestro seminario y recibirá el mismo trato que damos a los demás estudiantes. Este periodo de adaptación, de dos meses y medio, debe darle a vuestro hijo una buena idea de lo que le espera en el resto de la secundaria”, y agregó: “dejadlo hoy mismo con nosotros, Rafael será un miembro más de nuestra familia, no debéis preocuparos, el estará muy bien con nosotros. Después de dos días conocerá a todos los estudiantes y se hará amigo de todos ellos. Terminamos el almuerzo y el padre González nos invitó a conocer el colegio. Nos dio un tour por todo el edificio, nos mostro los amplios y cómodos salones de clase, el dormitorio, las duchas, la iglesia que quedaba junto y pegada al colegio, nos mostró las canchas de vóley, de futbol, de basquetbol y al terminar el paseo se dirigió a mi padre y le dijo: “bueno esta es la casa donde vuestro hijo va a vivir los próximos dos o tres meses y esperamos que viva los próximos cinco años escolares” ahora debéis separaros porque Rafael debe ser presentado a sus compañeros de clase.
MI padre estaba abrumado por todo lo que había visto y oído, debe haber estado satisfecho, muy satisfecho de todo, pero aun así, su rostro mostraba algo de ansiedad y de pena porque debíamos separarnos.
En mi próximo capítulo: MI NUEVO COLEGIO