Thursday, June 19, 2014



MI VISITA A CALIFORNIA/ABRIL 2014

SEGUNDA PARTE-VISITANDO A LOS PRIMOS IZURIETA

Nuestros primos Pancho y Mechita Izurieta son dos empresarios exitosos en la grande y bella California. Los dos son dueños y manejan cada uno su negocio de una Óptica. Mechita en Los Angeles y Pancho en Palm Springs. Esto es el fruto de su trabajo incesante y abnegado, ellos se lo han ganado a base de su esfuerzo, de su incansable trabajo consistente e invariable y admirable. Ese es el premio que han conseguido por su lucha tenaz y permanente.
El viaje para el siguiente día había sido preparado con mucha anticipación y coordinamos con Mechita que con Angie llegaríamos a su casa a las ocho de la mañana. Angie se regresaría a Los Angeles y de allí en adelante seguiríamos hasta Palm Springs con Mechita de piloto.

Llegamos tal cual lo habíamos planeado y Gustavo Andrade, el esposo de Mechita nos recibió muy cariñoso y nos invitó a pasar. Su residencia está en una ciudadela que tiene al fondo las grises montañas del sur der California, es de color beige con techo de tejas, tiene dos pisos y un amplio jardín lleno de flores y con árboles de naranja y limoneros. En el primer piso está la sala principal, una sala de estar, el comedor y la cocina mientras que en el segundo piso están los dormitorios. Gustavo nos invitó a desayunar con jugo de naranja, huevos revueltos pan y mantequilla. La hospitalidad de Gustavo, a pesar de ser esta solo la segunda vez en la vida que nos hemos visto, es excepcional y estamos muy agradecidos por ello.

A las nueve Mechita salimos con dirección a Palm Springs. Gustavo se queda en casa y Angie se regresa a Los Angeles. Con Mechita al volante, pronto entramos a la autopista número 15 y después de unos minutos volvemos a la autopista I-10, para enfilar hacia Palm Springs. La ruta a Palm Springs atraviesa un extenso desierto donde hay montañas grises de lado y lado y entre ellas una gran cantidad de grupos de molinos de viento que son generadores de energía eólica. A las diez en punto de la mañana llegamos donde Lucha, su mamá, nuestra querida Lucha, madre de mis primos, quien nos espera con su siempre amplia y contagiosa sonrisa y el afecto invariable que le sale a borbotones.


MOLINOS DE VIENTO GENERADORES DE ENERGIA EOLICA
EN LA RUTA A PALM SPRINGS

En su casa estaba ya su hermana Gloria, la Glorita que yo conocí cuando yo tenía dieciséis años y a quien solo había vuelto a ver una sola vez en los últimos cincuenta y cinco. Las dos nos dieron una bienvenida muy cariñosa. Lucha a través de su siempre esplendida hospitalidad, haciéndome sentir inmediatamente como si estuviera en mi propia casa.
En el camino hablamos con Mechita de su infancia y adolescencia en Guayaquil, de lo que recuerda de su padre (mi primo Raúl Izurieta), de la vida con sus abuelitos, y de su viaje a Los Angeles, donde los esperaba su madre que había quedado viuda cuando sus hijos apenas tenían 15 y 13 años: también hablamos de su vida nueva en Los Angeles y de su difícil pero rápida adaptación a su nueva vida, a su nuevo colegio, a sus nuevos amigos y compañeros, bajo la protección y cuidado de su madre viuda, que para entonces solo tenía unos pocos meses viviendo en Los Angeles. “fue muy duro adaptarme a la nueva vida”, dijo Mechita, “pero lo logré en un tiempo relativamente corto y sin traumas que afectaran mi vida futura”, agregó. Hablamos también de su feliz matrimonio, y de sus hijos muy queridos, en general hicimos en una hora un vistazo a su vida, de la cual se encuentra muy satisfecha, pero agregó, “siempre añoro mi patria, Ecuador”.

LUCHA BARRAGAN, LA MADRE DE MIS PRIMOS MECHE Y PANCHO IZURIETA

El departamento de Lucha en Palm Springs está en el piso bajo de un edificio de varios departamentos, con jardines, piscina y amplia área de parqueo. Tiene dos dormitorios; el master, de unos veinte metros cuadrados, es muy cómodo, con una cama King size en el centro, que ella bondadosamente y a pesar de mis protestas, me asignó para las dos noches que estaré visitándola; completan el espacio de este dormitorio una cómoda, un escritorio un sofá y un televisor grandes. Este dormitorio se comunica por un lado al jardín y por el otro, pasando frente a un closet grande, con el baño. Un segundo dormitorio, muy cerca de la sala, es el dormitorio de las visitas, pero esta vez Lucha insiste que ella lo va a usar para que su visitante (yo) pueda estar más cómodo.

En el comedor, que está junto a la sala y frente a la cocina, hay una mesa cuidadosamente arreglada con blanco mantel y servilletas bordadas, con platos, cubiertos, tasas y copas como para recibir al propio presidente Obama, y en el centro de la mesa, dos arreglos florales de un exquisito gusto, hechos por Lucha mismo, con rojas buganvillas tomadas de su jardín. Sobre la mesa, que está cerca de un gran espejo que va de pared a pared, haciendo que el espacio luzca muy grande, ya estaba servido el jugo. En su cocina, que está junto al comedor, Lucha se apresuraba a darle los toques finales al brunch que nos iba a servir. Nos tomamos fotos para tener un recuerdo más fiel de este momento tan especial y en pocos momentos estábamos sentados a la mesa y degustando las delicias que Lucha con tanto esmero y cariño había preparado.

Volvemos a hablar ahora en la mesa, sobre la familia, sobre el Ecuador, sobre Guayaquil, de recuerdos del pasado y mucho más en medio de expresiones de cariño y consideración, y mientras tomábamos una botella de vino tinto, el tiempo se va volando. Ya casi es hora de ir a la casa de Panchito, donde él ha preparado un almuerzo para algunos amigos y todos nosotros estamos invitados.

Panchito tiene las facciones típicas de un Izurieta, con nariz grande, piel color canela, de más o menos un metro setenta y cuatro de estatura; pelo color de sal y pimienta y ojos cafés, usa lentes de aumento y tiene carácter tranquilo muy parecido al de su tío Cesar quien es recordado por todos nosotros por la proverbial calma con que habla y actúa bajo cualquier circunstancia. Panchito, tanto como su tío Cesar parece ser un hombre proverbialmente tranquilo, casi inmune a las alteraciones de temperamento, por lo menos así es como yo lo conozco y le he visto comportarse con su familia.

Su esposa Verónica es una señora muy guapa, muy blanca, de familia anglosajona muy cristiana y es profesora en la universidad en Palm Springs. Con ella han procreado tres hijas y un varón, Bryce, el último, el conchito, el mimado de su padre y con quien ha fundado el “club de los chicos”, que es una alianza entre padre e hijo que no admite interferencia de las mujeres de la casa. Es muy grato ver la calurosa y estrecha relación padre –hijo que existe entre Panchito y Bryce.
Panchito había invitado a varios amigos; un joven amigo mexicano, su esposa y sus dos tiernos hijos, un amigo argentino, su esposa y su hija, a ellos nos unimos los miembros del círculo familiar de Pancho, entre ellos su mamá, su tía Gloria, su hermana Mechita y yo.

Era domingo de pascua, y los niños encontraron en la búsqueda de los huevitos coloreados en el amplio patio de la casa, y en sus juegos en la piscina, la mejor forma de divertirse, mientras que los adultos nos divertíamos también, mirando a los niños rebuscar todos los rincones en su búsqueda de los huevitos de pascua.

Mi nombre (Rafael) ha estado en nuestras familias por varias generaciones. Nuestro bisabuelo, (Rafael María Izurieta) así como su padre, o sea nuestro común tatarabuelo, tenían este mismo nombre, y desde entonces (y tal vez desde mucho antes) este nombre se ha repetido constantemente en nuestras familias. Quizás sea mi nombre (y por supuesto nuestra sangre), un elemento que contribuye a que Panchito y toda su familia me acojan siempre con tanto cariño y simpatía; un sentimiento que ha sido siempre igualmente retribuido. Esta reunión informal, pronto se tornó en una tertulia en la que aquellos que hablábamos español, sin proponernos, desplazamos a los que solo hablaban inglés, y entonces, entre copa y copa de vino, o entre botella y botella de cerveza, hablamos casi de todo; del Ecuador, de México, de Argentina, del pasado, del presente, del porvenir, de vino, de música, de deportes, de política, de economía, de chistes gallegos y de los otros y de cuanto tema se traía a la mesa. Fue una tertulia en la que cada uno exponía su idea con mucho respeto a las ideas de los demás, sin que nadie pretendiera ser el dueño de la verdad. Fue una inolvidable y enriquecedora reunión. Gracias Panchito por juntarnos en tu casa.

Lo que al comienzo de la reunión parecía un exceso de comida para el número de personas que allí estábamos, terminó siendo lo justo, porque a las nueve de la noche, cuando nos retirábamos, solo quedaban los escombros de lo que fuera la cuidadosamente arreglada mesa en la que había abundancia de todo; desde empanadas argentinas, pasando por deliciosas salchichas tipo alemán, costillas al bbq, frutas, ensaladas de fruta y de legumbres y cuanta comida cabía en la extensa y bien adornada mesa que Verónica se había esmerado en arreglar. No cabe duda que Panchito y su esposa son maravillosos anfitriones. Mi respeto y admiración por su organización, y mi enorme gratitud por su cariño.
A las nueve de la noche es hora de regresar a casa; Mechita, su mamá, su tía Gloria y yo volvemos juntos, estamos cansados pero felices, el día ha sido largo pero muy divertido, y a poco de llegar ya estamos durmiendo, ha sido un día maravilloso, lleno de bondad y de cariño, más que solo de afecto, de muchos recuerdos, de añoranzas y de esperanzas; han habido en este día tantas cosas para guardar con letras de oro en el libro de nuestras vidas… Así, la vida es muy linda!. Esa misma noche Mechita se regresó a su casa, en Fontana.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, Panchito vino a recogerme y a desayunar con su mamá, su tía, y conmigo. Glorita se despidió entonces de nosotros porque debía regresar a su casa en Glendale, cerca de Los Angeles. Nos despedimos con un abrazo muy cariñoso y ella me pidió darle a mi hija Angie su dirección y su teléfono, ya que su casa no está lejos de la de Angie. Con Panchito luego fuimos a abrir su almacén de óptica, situado en el área comercial de Palm Springs.

Tan pronto como Pancho abrió su tienda, empezaron a entrar sus clientes a quienes atiende con mucho profesionalismo, ayudado por su hermano menor quien respira y trasluce mucha energía. Entretanto, yo me dedico a leer la revista de Palm Springs que tiene artículos interesantes de las actividades artísticas, deportivas y sociales de la ciudad. En la tienda hay mucha actividad, evidentemente el negocio de Panchito tiene prestigio y es muy apreciado por su clientes, algunos de ellos llegan en lujosos carros, pero también hay otros que llegan en vehículos más modestos, y todos demuestran el aprecio que tienen por la atención profesional que reciben, lo que parece ser el secreto del éxito de Panchito en su negocio. El aplica en su trabajo la misma calma, la misma tranquilidad, y la misma cortesía que aplica con su familia y con sus amigos. Esto no debería ser un secreto para nadie, pero no hay mucha gente que aplique en los negocios este básico principio en la vida real.

Al medio día pasamos a ver a su mamá que debía ver a su médico por ciertas molestias estomacales, luego de lo cual fuimos los tres a almorzar en un club de golf cerca del almacén de Pancho. Después del almuerzo, llevamos a Lucha a su casa y pasamos a recoger de la escuela a Bryce, quien ya nos estaba esperando para que lo lleváramos a casa.

De allí en adelante, y sin advertirme lo que tenía en mente, Panchito enfiló su carro por el centro de Palm Springs en dirección sur-este, pasando por el área de las tiendas de mayor fama (y precios más altos) de la ciudad, hasta que tomó la carretera 111 y seguimos por ella encontrando en el camino varias pequeñas ciudades, entre las que recuerdo Cathedral City, Palm Desert e Indian Wells, todas ellas llenas de grandes árboles, palmeras, jardines llenos de flores y campos de golf a ambos lados de la carretera, con canchas que parecen hechas con verdes alfombras persas, todas construidas al pie de las desérticas montañas, donde parecería a simple vista que no hay agua ni para calmar las sed de las aves que sobrevuelan esos campos.


HERMOSOS JARDINES LLENOS DE ARBOLES Y FLORES
EN PALM SPRINGS, CALIFORNIS


Esa es la magia que surge del esfuerzo humano por buscar su bienestar, por construir la belleza donde no la hay, por demostrar que nada es imposible cuando existe la determinación de vivir mejor, sin importar el costo.


HERMOSA CANCHA DE GOLF EN PALM SPRINGS, CALIFORNIA

Paramos en el Indian Wells Country Club, uno de los muchos clubs campestres que hay en la ruta que hemos recorrido y que después de más de cuarenta minutos de recorrer, ya hemos empezado a regresar. Panchito decidió parar aquí para tomar un trago en la terraza del bar de los golfistas, terraza que tenía una vista excepcional al campo de golf donde en épocas no muy lejanas se jugaba el torneo Bob Hope Classic, y donde han jugado en el pasado estrellas de cine y de la canción como Frank Sinatra y el mismo Bob Hope. Nos deleitamos viendo la caída del sol sobre los verdes y bien cuidados campos, con sus lagunas artificiales iluminadas con faroles de estilo clásico y luz anaranjada. Muy en mis adentros me hacia la ilusión de que algún día jugaré golf en este campo. Así somos los golfistas, siempre vivimos soñando con los verdes campos…


OTRA CANCHA DE GOLF EN PALM SPRINGS, CALIFORNIA


De regreso a casa, pasamos por las nuevas instalaciones del Indian Wells Tennis Garden, sede del Indian Wells Classic, uno de los torneos más famosos del tour internacional de Tennis, y donde se enfrentan cada año durante dos semanas en el mes de marzo, los mejores tenistas del mundo para disputar un premio de más de un millón de dólares.
Todo esto fue maravilloso, Panchito se había lucido como chaperón de su primo Rafico, pero faltaba la cereza sobre el pastel…

Esta llegó mientras regresábamos por carretera 111, la misma vía que habíamos tomado antes, pero ahora en dirección nor-occidente, regresando hacia Palm Springs. Panchito de repente se salió de la ruta, entró a un centro comercial y se dirigió a un pequeño restaurant de comida mexicana cuyo nombre no recuerdo. “Vamos a comer algo muy sabroso, y que tú no has comido nunca antes”, me dijo mientras entrabamos. Siete mesas para cuatro personas cada una era todo lo que tenía el restaurant, a la hora que llegamos, solo había unas cuatro personas en una mesa y parecían ser de la casa, porque fue una de ellas la señora que se levantó a atendernos.

La mesera nos entregó la carta con el menú de la casa, al tiempo que nos servía una canasta de chips con la infaltable salsa mexicana medio picante para que nos sirva de aperitivo, y para la cual me confieso ser un adicto, pero Panchito dijo que no necesitábamos ver la carta porque sabía lo que íbamos a comer, e inmediatamente ordenó el plato que más conocía, Baroja de Mariscos. Pancho ordenó también una bebida cuyo nombre no recuerdo, que tenía muy poco alcohol, era ligeramente dulce, muy refrescante y tenía algo de sabor y olor a un margarita, servido en una copa de vidrio muy, muy pesada con sal en el filo de la copa, tal como si fuese un margarita clásico. Con ella acompañamos nuestra comida. Comimos tanto y con tanto gusto, que un segundo plato (unos burritos especiales) que había ordenado Pancho, ni siquiera los tocamos y él se lo llevó a su casa.

El plato principal fue una combinación de camarones, almejas, pulpo, calamares y pescado en una salsa de guacamole con olor y sabor de jalapeño, y a la que no le faltaba el pico de gallo, las cebollas blanca y colorada, limón, perejil y ajo. Era una mezcla que a la vista resultaba muy atractiva y que al paladar resultó irresistiblemente deliciosa. Fue la comida mexicana más sabrosa que yo había comido en mucho tiempo, era la cereza que le faltaba al pastel de este inolvidable paseo y mi despedida de Palm Springs.

Al día siguiente Pancho me recogió en la casa de su mamá a las nueve de la mañana. Le agradecí y me despedí de Lucha, la abracé con mucha gratitud por su hospitalidad y por su invariable cariño. Le dije que la esperaríamos en Guayaquil para tratar de retribuirle su hospitalidad. Salimos con Panchito a su tienda, para abrirla, dejar a su hermano menor encargado de las ventas, y a eso de las once de la mañana salir para Los Angeles. Así lo hicimos y a las once enfilamos por la autopista Interestatal 10, en dirección al nor-oeste, y llegamos a Los Angeles a la una de la tarde. Mientras manejaba, conversamos sobre su infancia, su adolescencia y su juventud, las dos primeras en Guayaquil, con su mamá y sus abuelitos, y su juventud en Los Angeles.

A los doce años de edad, Panchito dice que comenzó su carrera de “empresario”, organizando fiestas para sus amigos del barrio, siempre buscando y encontrando algo para venderles y hacer una ganancia. “Todo era lo más natural”, dice Panchito, nadie me daba las ideas, “yo las creaba y las implementaba por mi cuenta”. “Más tarde, cuando ya tenía quince años”, continuó su relato, “seguí organizando fiestas, consiguiendo disc-jokers y buena música bailable y cobrando la entrada a los asistentes, siempre haciendo control de calidad y manteniendo contentos a mis clientes, por lo cual estos siempre regresaran a la próxima fiesta”. Y siguió; “así mantenía mi negocio en marcha y hacia buenas ganancias”. En esencia, Panchito usaba a los quince años de edad la misma técnica que hoy utiliza para tener clientes recurrentes y mantener su negocio en marcha y prosperando. Él es un empresario de pura sangre!

Ya en Los Angeles, a los dieciséis años siguió con su natural afición a los negocios, y en todo lo que hacía ganaba algún dinero, comprando y vendiendo cosas a sus compañeros, siempre haciendo una ganancia, con ese dinero ayudaba a su madre y a sus hermanos. Ya como adulto, trabajó en una óptica y aprendió el negocio, le gustó mucho y al pasar de los años pudo adquirir uno propio; eso es lo que le ha dado para prosperar y vivir cómodamente hasta ahora.
Nuestro viaje a Los Angeles se me hizo muy corto por la amena conversación con Panchito, me dijo que pasaríamos cerca del barrio donde estaba la escuela secundaria a la que asistió cuando vino del Ecuador, está muy cerca del centro administrativo de Los Angeles, y no muy lejos de la Placita de Olvera. Pancho me dijo que me llevaría a un lugar donde solía comer en sus años mozos. Era un lugar muy pequeño ubicado en una esquina, pequeño, de alrededor de ocho metros de largo por dos de ancho, con unos diez asientos unipersonales en fila frente al mostrador, era muy modesto, como si sus dueños lo hubiesen abandonado a su suerte hace muchos años, un lugar de esos donde el tiempo parece haberse detenido y donde quienes lo atendían eran personajes taciturnos, casi indiferentes y medio misteriosos, como los de una película en blanco y negro de Alfred Hitchcock.

Cuando entramos, había solo tres personas, un cliente que ordenó una gaseosa al tiempo que pagaba por su hamburguesa y salía del lugar; una mujer asiática de unos sesenta años, con cara muy arrugada y actitud indiferente, pelo negro encanecido y parcialmente cubierto por una vieja y casi incolora gorra estilo Mao. Su pelo parecía no haber sido peinado hace mucho tiempo, y sus ropas parecían no recordar la última vez que fueron a la lavandería. Ella nunca esbozó una sonrisa, solo contestaba nuestras preguntas en monosílabos y tomaba las órdenes con una actitud inexpresiva. El corto menú de la casa, medio borroso, estaba escrito con tiza, a mano, en una vieja pizarra negra colgada de la pared, y las opciones que allí se ofrecían eran pocas; arroz frito con huevos y costillas al bbq; arroz frito con carne a la plancha con huevo frito, y hamburguesas a la plancha.

Panchito ordenó las costillas con arroz y huevos fritos, y yo ordene la carne a la plancha con arroz y huevos fritos. La mujer asiática, siempre inmutable, preparaba la comida, atendiendo simultáneamente la negra y envejecida cacerola donde preparaba el arroz frito al que le daba vueltas en el aire cada tres o cuatro minutos, y la plancha donde asaba las costillas y la carne y freía los huevos. Un hombre de unos cuarenta años, de piel color marrón, con aspecto de inmigrante mejicano, con ropas evidentemente muy modestas y no muy limpias, preparaba los ingredientes y nunca le escuchamos pronunciar una sola palabra. Era como si él y la mujer asiática hubieran hecho un pacto del silencio. Transcurrieron unos quince minutos hasta que la comida nos fue servida, esta fue abundante, como casi todos los platos orientales, con sabor y olor a salsa china, y nos dejó lleno el estómago.

Ni Pancho ni yo comentamos mucho sobre el lugar, pero creo que él, inconscientemente me llevó a ese lugar para que yo pudiera apreciar el gran salto que había logrado dar a su vida, desde que era un adolescente que asistía a la escuela secundaria y comía en este modesto lugar y en este barrio, hace más de cuarenta años, y los lugares a los que habíamos ido en los dos últimos días, comenzando por su hermosa casa, los clubs de golf donde comimos y bebimos un par de tragos. Ese salto Pancho solo se lo debe a sí mismo, a su gran esfuerzo y a su perseverancia. Por eso, y por ser un buen hijo y un buen hermano, Nuestro Creador ha premiado y seguirá premiando a este querido primo, y lo hará también con su mujer y sus hijos.

En unos minutos más, tomamos la Avenida Melrose para dirigirnos al departamento de mi hija Angie, guiados por el GPS de mi teléfono. A las dos y media de la tarde nos despedimos con Panchito, con un abrazo muy fuerte y sincero; le agradecí por su hospitalidad y por dejarme conocer un poco de su fascinante viaje por la vida. Pancho es un ejemplo más del cumplimiento del sueño americano, que casi siempre lo consiguen aquellos que se establecen una meta y luego la persiguen con persistente, con indeclinable esfuerzo, cayéndose solo para levantarse y seguir adelante, siempre hacia adelante, sin que los obstáculos del camino los detengan.

Era el día de mi regreso a Orlando, mi vuelo debe salir a las 9:55 de la noche y debo estar en el aeropuerto unas dos horas antes. Angie me había dado las llaves de su departamento y allí la esperé hasta que llegara de su trabajo. Ya habíamos planeado que vendría a las cuatro y así lo hizo, así es ella, siempre puntual. En mi corazón y en mi mente había alegría y tristeza al mismo tiempo. Alegría porque por unas cuatro horas volvería a ver a mi princesita Angie para compartir el poco tiempo que me restaba en Los Angeles, y tristeza porque nuevamente la tengo que dejar, y debo volver a casa, a mi casa vacía, donde nadie me estaría esperando, porque Fanny, mi mujer, la que me ha cuidado y aguantado por cuarenta y un años, la que con el andar del tiempo se ha convertido en la mejor mitad de mi mismo, no estaría esta vez en casa, pues se ha ido a visitar a nuestros nietos en Arabia Saudita y no regresará a casa hasta después de tres semanas.
Llegó Angie a las cuatro de la tarde, mi corazón late de alegría al verla, ya tengo mi maleta lista. El plan es que comeremos juntos la cena en un restaurant japonés, ya desde antes habíamos decidido que comeríamos sashimi y sushi, una combinación gastronómica que nos gusta mucho a los dos. Pero antes, Angie quiere comprarle en el Farmers Market, que queda a solo unos cinco minutos de su departamento, un regalo a su mamá, por el día de las madres.


EL TRANVIA TURISTICO EN EL FARMERS' MARKET,
LOS ANGELES, CALIFORNIA


Al llegar al Farmers Market, nos subimos al segundo piso del elegante y verde tranvía que recorre solo un corto trecho, y que está hecho para que los turistas puedan disfrutar, en poco tiempo de este pequeño pero encantador lugar. Angie compró el regalo para su mami en Nordstrom y salimos de allí directo al restaurant japonés.
La Vita e Bella (la vida es bella), es el nombre de una película italiana ganadora del Oscar de la Academia hace unos quince años, y no encuentro una mejor descripción de mi vida que el nombre de esa película cuando estoy cerca de mi hija, me encanta saber que ella ha establecido sus metas, que ha diseñado la hoja de ruta para llegar a ellas, y que está avanzando con seguridad en el camino para llegar a esas mentas, es dulce y delicada pero firme, es pequeñita pero físicamente fuerte y espiritualmente aún más fuerte, es sencilla pero tiene estilo; pero por sobre todas las cosas es cariñosa con su padre. Ella es Angie, la niña de mis ojos, la que me hace soñar despierto y despertar soñando, contento.
Cierto que me da pena dejarla, pero me fortalece escucharla decir que todo estará bien. Está muy enamorada, y ella sabe que por un par de años va a tener que estar lejos de su amado, hasta que el termine sus estudios superiores; pero sabe también que tiene la fuerza de carácter para resistirlo y lo hará muy bien. No me cabe la menor duda. Hablamos de eso y de muchas otras cosas durante nuestra cena y mientras íbamos hacia el aeropuerto.

Una vez mas, el travieso tiempo se hace corto cuando estoy con ella, han pasado cuatro horas desde que nos volvimos a juntar, pero se han ido sin sentir, cada minuto vale oro. Angie es una experta en el complicado tráfico de Los Angeles y ya estamos en el aeropuerto; la despedida tiene que ser rápida porque estoy con el tiempo apretado. Ella desciende de su coche y nos damos un abrazo fuerte, fuerte, muy fuerte, me besa en la mejilla y me desea buen viaje, “te quiero mucho papito” me dice y yo ya casi no puedo hablar pero puedo articular solo unas pocas palabras ; “te quiebro mucho mijita, cuídate y que Diosito te bendiga”; no puedo decir más porque estoy a punto de llorar, y no lo hago porque ella y yo tenemos un pacto de -no llorar al despedirnos- que lo hemos mantenido ya por algunos años.

Cuando terminé de ubicarme frente al mostrador externo de la aerolínea para registrar mi equipaje y miré hacia donde había dejado a mi hija, ella iba ya saliendo de su espacio de parqueo y se dirigía hacia el carril de circulación; entonces solo pude agitar suavemente mi mano extendida y con mis ojos medio nublados por mis contenidas lágrimas la vi partir manejando su auto y pronto se perdió en el intenso tráfico de la bella y agitada ciudad de Los Angeles…


PENSAMIENTO

"Mientras haya fuego en tu alma y vida en tus sueños, no te rindas, no cedas aunque el frío queme y el miedo muerda; aunque el sol se ponga y se calle el viento, porque estás viviendo la hora y el mejor momento de tu vida".
Jorge Luis Borges