Saturday, February 12, 2011

LOS ULTIMOS RECUERDOS DE GUIDO

No lo volví a ver por mucho tiempo, francamente le perdí la pista porque él vivía con una de mis hermanas y yo vivía sólo en un cuarto arrendado a una familia de contrabandistas donde lo mejor era la hija de la señora, una linda y coqueta muchacha de ojos y pelo negro, de tés medio trigueña y guapísima, a quien su madre llamaba “Pichusa”, quien por las noches se regocijaba apretando su mano a la mía pasando su brazo a través de la abertura de una vieja puerta que separaba mi habitación de la suya.
Fue en Julio de 1967, año en que yo estudiaba y vivía en Nueva York, que mi hermano Guido se puso en contacto conmigo para hacerme saber que se había casado, que no tenía trabajo y que para poder mantener su hogar quería venir con su mujer a NYC, en busca de un empleo. Me pedía que lo recibiera en mi (pomposamente llamado) departamento que realmente era un cuarto de un solo ambiente donde había espacio para una cama grande, un pequeño espacio para la “cocina”, y un baño. Era muy cómodo para mí, pero era muy estrecho para tres. Por este “departamento yo pagaba 80 dólares mensuales. Era en la calle 68 del West Side, entre Broadway y la Octava Avenida, no muy lejos de donde muchos años después, un loco mató a John Lennon. Era casi en el límite que dividía el New York de los pobres del West Side y el New York de los que viven muy bien gracias a sus altos ingresos, frente al maravilloso Parque Central, en la Octava Avenida. Allí, en mi modestísimo departamento lo recibí, el vino con su mujer y como equipaje casi literalmente sólo tría una mano adelante y otra atrás.
Le ayudé a encontrar trabajo en una fábrica de cartón al otro lado del río Hudson, en New Jersey, muy cerca del Washington Bridge. Su mujer, llamada Mónica, era una joven mulata de apariencia relativamente agradable, de extracción humilde, pero con poses de “yo no pertenezco a esto”. Creo que ella nunca estuvo de acuerdo con la decisión de mi hermano de venir a NYC en busca de trabajo, pero la aceptó, un tanto por la novelería de venir a conocer “la gran manzana” y porque no tenía otra alternativa. En Guayaquil habían dejado una tierna niña con el mismo nombre de la madre, al cuidado de su tía y sus abuelos.
Pronto se notó que ella no iba a encajar muy bien en los planes de mi hermano, para comenzar, no quiso trabajar, porque ella se había “graduado en el gran Colegio 28 de Mayo”, había sido una “secretaria” en Guayaquil, y en NYC (acto de suprema injusticia), no empleaban secretarias que no hablaran ingles. Tampoco le gustó que tuviera que compartir “el departamento” conmigo, simplemente no era lo que ella esperaba de Nueva York, así que pronto (en menos de dos semanas), ella empezó a crear situaciones de conflicto, absurdamente esperando que yo me fuera del departamento y este quedara para ellos. Preferí aconsejar a mi hermano que buscara un lugar que fuera menos lejano de su trabajo y así lo entendió él, y lo hizo. Poco tiempo después me enteré que ella lo abandonó y se fue a vivir con unos parientes. Ella en el fondo deseaba libertad, más libertad, y más razones y espacios para disfrutar de “la Gran Manzana”. Finalmente esta mujer lo dejó a él para siempre y desde entonces no se ha tenido noticias concretas de su paradero. A m i hermano nunca le oí quejarse o siquiera comentar la separación. Se, sin embargo, que le dolió mucho y sufrió por ello.
El se fue a Toronto, en Canadá, donde buscó y encontró un buen trabajo y consecuentemente un mejor nivel de vida. Un par de años después, de paso para mis primeras vacaciones en Europa, tuve el gusto de visitarlo, me alegró verlo que él vivía en un pequeño pero cómodo departamento en un edificio nuevo con ascensor. Había encontrado un buen trabajo en un restaurant donde servían carne a la parrilla, donde terminó siendo el cocinero jefe. En Canadá él vivió unos tres años, ganó algo de dinero y con él decidió regresar a Ecuador “a poner un negocio”. Mi hermana Lilita lo recibió con el cariño que ella solía dispensar a todos sus hermanos, lo alojó en su casa y le ayudó a organizar su negocio, este era un lugar de comidas rápidas llamado “DARDAPO”, nombre que Pablo Neruda lo acuñara en una de sus obras cuando repetidamente se equivocaba al mecanografiar la palabra PARPADO. No se porqué Guido escogió este nombre para su negocio pero, con la ayuda de mi hermana Lilita, el negocio empezó a prosperar.
Fue por esa época que yo tuve que mudarme con mi familia a Quito y luego a los Estados Unidos, por tanto perdí el contacto con mi hermano. Pasaron muchos años sin que tuviéramos contacto alguno, en realidad, por razones que prefiero guardar en el “disco duro de mi memoria”, dejé de verlo por muchos años sin que nunca dejara de pensar en él.
Lo perdí de vista y estuvimos muchos años sin contacto, en realidad demasiados años, hasta que un día lo encontré en casa de mi hermana Lilita, a quien él estaba visitando. Se había sometido a una serie de operaciones estéticas, No lo reconocí, admito que no lo reconocí, juro que no lo reconocí, pero él asumió que era una muestra de indiferencia o de reproche de mi parte, hasta que mi hermana Lilita me preguntó “Rafico, no lo conoces”?, él es tu hermano Guido!, fue solo entonces que lo reconocí, lo abrasé muy fuerte, sin palabras, dejé que mi afecto , mi cariño, mi inmenso cariño hacia él se fundieran en un fuerte y largo abrazo. Luego supe que él vivía en Colombia, que se había casado en Medellín con una joven “paisa” y que tenía tres hermosos hijos, dos nenes y una nena, que se parecían a su madre y a él.
Cuando recuerdo mis mejores momentos con él, me vienen a la memoria su espíritu alegre. Recuerdo que había absorbido algo del acento paisa para hablar, que mezclado con el siempre latente acento pallatangueño, se convertía en algo así como el acento de los pastusos. Le gustaba contar chistes, especialmente chistes de pastusos. Cuando lo hacía, con ese acento un cuarto paisa, un cuarto pastuso y medio pallatangueño, me causaba mucha gracia. Ese también es el hermano que amé, que amo y que siempre amaré.
Mi hermano Guido pasó los últimos años de su vida cuidando de sus hijos. Se había separado de su mujer paisa y se mudó a España con sus tres hijos. Cuando estuvo a punto de cumplir con uno de sus mayores anhelos; obtener la ciudadanía española, sus hijos primero, luego sus amigos, y después el resto de sus amigos, y yo, empezamos a darnos cuenta que tenía fallas notables en su memoria. Empezó a llamar a sus hijos por nombres de otros personas, generalmente miembros de la familia, a su hijo mayor lo llamaba Leonardo (su verdadero nombre es Anthony), a su segundo hijo lo llamaba Freddy (su nombre es realmente Diego Michel), a su hija menor la llamaba Mónica (su nombre es Nicole), y así, empezó a dar muestras de una creciente perdida de memoria. Cuando lo invité a venir a mi casa en Guayaquil para someterlo a exámenes médicos, lo hizo, y aquí le detectaron un tumor en su cerebro, que aparentemente lo había tenido escondido en la zona del hipotálamo, un sitio inaccesible a la más moderna cirugía. Su caso era muy complicado, sólo cabía la esperanza de que el tumor no creciera para que él no siguiera perdiendo su memoria, pero las evidencias indicaban que iba en sentido contrario. En mis conversaciones con mi hermano traté de forzar su memoria y hasta cierto punto lo logré, eso me animó a pensar que quizá él podría continuar viviendo una vida casi normal. En Colombia, gracias a la bondad de su ex familia, especialmente de doña Teresa, su ex suegra quien lo logró inscribir como miembro de la seguridad social y por tanto logró que se pudiera beneficiar de los servicios médicos gratuitos de ella, Guido pudo someterse a exámenes adicionales. Por un tiempo se pensó que podría ser posible una cirugía para extirparle el tumor. Al hacerle una prueba para determinar si el tumor era maligno, Guido, mi hermano tan querido, sufrió una embolia cerebral que le mantuvo casi como un vegetal por los siguientes 20 meses. Finalmente se fue, a fines de Noviembre del 2009, Guido, mi hermano, el más querido de sus padres y de casi todos sus hermanos, el padre amoroso, el esposo cariñoso, el hermano siempre fiel e incapaz de ofender a ninguno de sus hermanos, hizo su viaje final, el viaje sin regreso, se fue allá, donde seguramente se juntó con nuestra madre y nuestro padre que le quisieron tanto y donde deben haberle esperado durante esos veinte meses de agonía. Su muerte dejó un vacío enorme en su familia, en sus hijos, en mí, que lo quise tanto y que perdí tanto tiempo en decírselo. Te quiero hermano, siempre te quise y siempre te querré. PAZ EN TU TUMBA!
En mi próximo capítulo: OTROS RECUERDOS DE MI INFANCIA

Sunday, February 6, 2011

MÁS SOBRE MI HERMANO GUIDO

A los diez años mi hermano Guido vino a Guayaquil y se logró matricularle en la escuela Salesiana “San Juan Bosco”, anexa al colegio Cristobal Colón, al sur de la ciudad, una escuela donde la disciplina era parte esencial del plan de estudios. El Padre Astudillo era quien manejaba la escuela, cual “coronel de un batallón de reclutas”, con “látigo en mano”, bajo el principio de que “la letra con sangre entra” y de que “al que no le guste, que se vaya”. Era el educador clásico por esencia, un cuencano de pura cepa, al que el trópico y la sotana le habían endurecido tanto que casi nunca sonreía, las visitas de los padres eran casi un monólogo en el que el cura “informaba y advertía” y los padres “escuchaban y aceptaban lo que el cura exigía”. Simplemente no había posibilidad de un diálogo. Allí mi hermano, recién trasplantado del campo a la ciudad y con un palmarés no necesariamente brillante, hizo el último año de la primaria
Para entonces, mi madre, quien ya había decidido venirse a la ciudad para estar cerca y cuidar del apairote, cuyo cuidado no se lo confiaba a nadie, era quien llevaba las reglas de la escuela a la casa. Ella cuidaba religiosamente que su hijo hiciera los deberes y estudiara las lecciones, y que invariablemente tuviera el tiempo libre necesario para adaptarse a la ciudad. Ella logró que su hijo terminara la primaria y lo hizo con buenas calificaciones. Debe haber sido muy eficaz la combinación del método de enseñanza del Padre Astudillo, con la supervisión de mi madre en la casa.
El próximo paso fue ponerlo en el “colegio”, y, claro, el mejor colegio disponible y que la familia podía pagar en esos momentos era el Colegio Mercantil. Este era, sin duda un buen colegio, de él salían los muchachos con “profesión” (Bachilleres Perito Contadores) a trabajar a los dieciocho años, como ayudantes de contabilidad. Era el “semillero” de los mejores contadores de Guayaquil, el comercio, la banca y la incipiente industria de Guayaquil se enorgullecían de tener entre sus funcionarios mas preciados a los graduados del Colegio Mercantil. La elección era “obvia y acertada”, para un chico de una familia de muy escasos recursos y que buscaba simplificar las cosas pero sobretodo que quería “juntar los fines con los medios disponibles”.
Con mi madre en Guayaquil, los hijos varones volvimos a tener un “hogar” propio, pero nuestra situación económica se volvió crítica, sin los ingresos que ella generaba en Pallatanga, no había el sustento sólido que asegurara la estabilidad de nuestro hogar en Guayaquil, pese a que mi madre decidió conseguir comensales para los almuerzos (algunos de los cuales se le fueron sin pagar), para ayudarse en el presupuesto familiar. La situación no era sostenible en el tiempo, como resultado, mi madre tuvo que regresar a seguir trabajando en su panadería para poder seguir proveyendo el sustento de la familia. Terminado el primer año del colegio en el Mercantil, Guido quedó a cargo de nuestra hermana Flor, quien ya se había casado y vivía en un departamento alquilado en la calle Alejo Lazcano, muy cerca de la Avenida Quito y relativamente lejos del centro de la ciudad y del Colegio Mercantil. Flor le proveía alojamiento y alimento (para lo que yo asumo que ella recibía algo de ayuda de mi madre), pero no podía pagarle la pensión del colegio Mercantil, de eso me hice cargo yo, que a los quince años ya me había hecho cargo de mi propia vida y trabajaba a tiempo completo en una librería española como cobrador y ganaba suficiente para auto sostenerme y aún para ayudar a mi hermano en su educación.
Sin la custodia de mi madre, fue como dejar un pequeño arroyo que siguiera por su cauce sin control, esperando que a su paso no se desviara y causara daños colaterales. Pero Guido no era un manzo arroyo, de cauce conocido y seguro, el tenía una impredecible forma de hacer las cosas y tenía una innegable falta de vocación por el estudio. Cuando a mitad de año fui al colegio para enterarme cómo iba y para reclamar “la libreta” de calificaciones que no acababa por llegar, en la secretaría del colegio me sorprendieron con la noticia de que hacía más de dos meses que él no aparecía por allí. Eso era increíble, porque todas las mañanas, Guido, un chiquillo de doce años, salía religiosamente “al colegio” a las siete de la mañana, y regresaba a las dos de la tarde, ni más ni menos como que si estuviera normalmente asistiendo a sus clases del colegio. No pudimos, a pesar de haber agotado todos los medios posibles, arrancarle el secreto de lo que hacía en el tiempo que se suponía que había estado asistiendo a clases. Nunca lo dijo, o al menos yo nunca lo supe. Lo cierto es que ese año, por supuesto, lo perdió
Tuvimos que cambiarle de colegio, le pusimos en uno que se adaptara mejor a sus hábitos poco rígidos de estudio, claro, pero también a nuestro apretado presupuesto. Para entonces era claro para todos que él nunca sería un brillante estudiante, empezó a ser obvio que nos debíamos conformar con que fuera pura y sencillamente un estudiante y que acabara por graduarse. Lo pusimos en un colegio al que sarcásticamente la gente lo llamaba “el templo del saber”, y allí siguió sus “estudios”, sin mayores contratiempos en tanto y en cuanto “la pensión” de la que yo me encargaba, estuviera al día, y siempre lo estuvo.
Hace pocos días, mientras conversaba con un miembro de la familia, este me recordó de otra de esas graciosas espontaneidades que tenía mi hermano Guido. Cuenta que al final del cuarto año en “el templo del saber”, Guido perdió el año y cuando mi madre le pidió, desde Pallatanga, que le hiciera saber cómo le había ido en los exámenes finales, él, le envió un escueto telegrama diciéndole: ”profesores emocionados, piden que repita el año”. No creo que él haya hecho eso, no a mi madre, quien seguramente era la única persona en el mundo de quién Guido no podía haberse burlado, pero él contó esta historia con esa gracia única que tenía para describirse y describir situaciones especiales de su vida.
Por la época en que Guido estaba muy cerca de terminar sus estudios secundarios, él llegó a mi con su característica sonrisa, mezcla extraña de malicia e inocencia a pedirme un favor que en sus palabras “solo tu, hermano, puedes hacer por mi”. El quería, claro, después de admitir lo insólito de la propuesta, que yo lo “reemplazara” en el examen escrito más difícil, previo al examen oral para graduarse en “el templo del saber”. Ese examen era el de matemáticas, para el cual él no estaba preparado, y claro, él sabía que yo podría hacerlo sin problemas.
El “templo del saber” lo debe haber sabido muy bien, asumo yo, y mi hermano no era el único estudiante que lo hacía, ni yo era el único estudiante “substituto” en el salón de clases donde se tomaba “el examen” final de matemáticas a los futuros “peritos contadores”. Había un Inspector de la Dirección Provincial de Educación en el salón de clases donde ceremoniosamente se tomaba el examen, y éste dio inicio al examen. Debe haberme tomado alrededor de 30 minutos para terminar el examen con diez diferentes problemas de álgebra, luego de lo cual entregué el papel al “Inspector”, quien, ceremoniosa pero rápidamente lo revisó y me hizo saber su aprobación. Parcamente dijo “buen examen y en buen tiempo, puede retirarse señor estudiante”. Afuera me esperaba él, Guido, mi hermano, el único, el inolvidable, el cariñoso, el “inocentemente bandido”. Estaba muy nervioso, como esperando una importante noticia. “Cómo NOS fue en el examen, ñaño?” me dijo, “muy bien”, le contesté ligeramente incómodo y me alejé mientas él se quedaba en la puerta del colegio con otros estudiantes que probablemente esperaban también con ansias el resultado de “sus” delegados exámenes.

En mi próximo capítulo: LOS ULTIMOS RECUERDOS DE GUIDO