Sunday, February 6, 2011

MÁS SOBRE MI HERMANO GUIDO

A los diez años mi hermano Guido vino a Guayaquil y se logró matricularle en la escuela Salesiana “San Juan Bosco”, anexa al colegio Cristobal Colón, al sur de la ciudad, una escuela donde la disciplina era parte esencial del plan de estudios. El Padre Astudillo era quien manejaba la escuela, cual “coronel de un batallón de reclutas”, con “látigo en mano”, bajo el principio de que “la letra con sangre entra” y de que “al que no le guste, que se vaya”. Era el educador clásico por esencia, un cuencano de pura cepa, al que el trópico y la sotana le habían endurecido tanto que casi nunca sonreía, las visitas de los padres eran casi un monólogo en el que el cura “informaba y advertía” y los padres “escuchaban y aceptaban lo que el cura exigía”. Simplemente no había posibilidad de un diálogo. Allí mi hermano, recién trasplantado del campo a la ciudad y con un palmarés no necesariamente brillante, hizo el último año de la primaria
Para entonces, mi madre, quien ya había decidido venirse a la ciudad para estar cerca y cuidar del apairote, cuyo cuidado no se lo confiaba a nadie, era quien llevaba las reglas de la escuela a la casa. Ella cuidaba religiosamente que su hijo hiciera los deberes y estudiara las lecciones, y que invariablemente tuviera el tiempo libre necesario para adaptarse a la ciudad. Ella logró que su hijo terminara la primaria y lo hizo con buenas calificaciones. Debe haber sido muy eficaz la combinación del método de enseñanza del Padre Astudillo, con la supervisión de mi madre en la casa.
El próximo paso fue ponerlo en el “colegio”, y, claro, el mejor colegio disponible y que la familia podía pagar en esos momentos era el Colegio Mercantil. Este era, sin duda un buen colegio, de él salían los muchachos con “profesión” (Bachilleres Perito Contadores) a trabajar a los dieciocho años, como ayudantes de contabilidad. Era el “semillero” de los mejores contadores de Guayaquil, el comercio, la banca y la incipiente industria de Guayaquil se enorgullecían de tener entre sus funcionarios mas preciados a los graduados del Colegio Mercantil. La elección era “obvia y acertada”, para un chico de una familia de muy escasos recursos y que buscaba simplificar las cosas pero sobretodo que quería “juntar los fines con los medios disponibles”.
Con mi madre en Guayaquil, los hijos varones volvimos a tener un “hogar” propio, pero nuestra situación económica se volvió crítica, sin los ingresos que ella generaba en Pallatanga, no había el sustento sólido que asegurara la estabilidad de nuestro hogar en Guayaquil, pese a que mi madre decidió conseguir comensales para los almuerzos (algunos de los cuales se le fueron sin pagar), para ayudarse en el presupuesto familiar. La situación no era sostenible en el tiempo, como resultado, mi madre tuvo que regresar a seguir trabajando en su panadería para poder seguir proveyendo el sustento de la familia. Terminado el primer año del colegio en el Mercantil, Guido quedó a cargo de nuestra hermana Flor, quien ya se había casado y vivía en un departamento alquilado en la calle Alejo Lazcano, muy cerca de la Avenida Quito y relativamente lejos del centro de la ciudad y del Colegio Mercantil. Flor le proveía alojamiento y alimento (para lo que yo asumo que ella recibía algo de ayuda de mi madre), pero no podía pagarle la pensión del colegio Mercantil, de eso me hice cargo yo, que a los quince años ya me había hecho cargo de mi propia vida y trabajaba a tiempo completo en una librería española como cobrador y ganaba suficiente para auto sostenerme y aún para ayudar a mi hermano en su educación.
Sin la custodia de mi madre, fue como dejar un pequeño arroyo que siguiera por su cauce sin control, esperando que a su paso no se desviara y causara daños colaterales. Pero Guido no era un manzo arroyo, de cauce conocido y seguro, el tenía una impredecible forma de hacer las cosas y tenía una innegable falta de vocación por el estudio. Cuando a mitad de año fui al colegio para enterarme cómo iba y para reclamar “la libreta” de calificaciones que no acababa por llegar, en la secretaría del colegio me sorprendieron con la noticia de que hacía más de dos meses que él no aparecía por allí. Eso era increíble, porque todas las mañanas, Guido, un chiquillo de doce años, salía religiosamente “al colegio” a las siete de la mañana, y regresaba a las dos de la tarde, ni más ni menos como que si estuviera normalmente asistiendo a sus clases del colegio. No pudimos, a pesar de haber agotado todos los medios posibles, arrancarle el secreto de lo que hacía en el tiempo que se suponía que había estado asistiendo a clases. Nunca lo dijo, o al menos yo nunca lo supe. Lo cierto es que ese año, por supuesto, lo perdió
Tuvimos que cambiarle de colegio, le pusimos en uno que se adaptara mejor a sus hábitos poco rígidos de estudio, claro, pero también a nuestro apretado presupuesto. Para entonces era claro para todos que él nunca sería un brillante estudiante, empezó a ser obvio que nos debíamos conformar con que fuera pura y sencillamente un estudiante y que acabara por graduarse. Lo pusimos en un colegio al que sarcásticamente la gente lo llamaba “el templo del saber”, y allí siguió sus “estudios”, sin mayores contratiempos en tanto y en cuanto “la pensión” de la que yo me encargaba, estuviera al día, y siempre lo estuvo.
Hace pocos días, mientras conversaba con un miembro de la familia, este me recordó de otra de esas graciosas espontaneidades que tenía mi hermano Guido. Cuenta que al final del cuarto año en “el templo del saber”, Guido perdió el año y cuando mi madre le pidió, desde Pallatanga, que le hiciera saber cómo le había ido en los exámenes finales, él, le envió un escueto telegrama diciéndole: ”profesores emocionados, piden que repita el año”. No creo que él haya hecho eso, no a mi madre, quien seguramente era la única persona en el mundo de quién Guido no podía haberse burlado, pero él contó esta historia con esa gracia única que tenía para describirse y describir situaciones especiales de su vida.
Por la época en que Guido estaba muy cerca de terminar sus estudios secundarios, él llegó a mi con su característica sonrisa, mezcla extraña de malicia e inocencia a pedirme un favor que en sus palabras “solo tu, hermano, puedes hacer por mi”. El quería, claro, después de admitir lo insólito de la propuesta, que yo lo “reemplazara” en el examen escrito más difícil, previo al examen oral para graduarse en “el templo del saber”. Ese examen era el de matemáticas, para el cual él no estaba preparado, y claro, él sabía que yo podría hacerlo sin problemas.
El “templo del saber” lo debe haber sabido muy bien, asumo yo, y mi hermano no era el único estudiante que lo hacía, ni yo era el único estudiante “substituto” en el salón de clases donde se tomaba “el examen” final de matemáticas a los futuros “peritos contadores”. Había un Inspector de la Dirección Provincial de Educación en el salón de clases donde ceremoniosamente se tomaba el examen, y éste dio inicio al examen. Debe haberme tomado alrededor de 30 minutos para terminar el examen con diez diferentes problemas de álgebra, luego de lo cual entregué el papel al “Inspector”, quien, ceremoniosa pero rápidamente lo revisó y me hizo saber su aprobación. Parcamente dijo “buen examen y en buen tiempo, puede retirarse señor estudiante”. Afuera me esperaba él, Guido, mi hermano, el único, el inolvidable, el cariñoso, el “inocentemente bandido”. Estaba muy nervioso, como esperando una importante noticia. “Cómo NOS fue en el examen, ñaño?” me dijo, “muy bien”, le contesté ligeramente incómodo y me alejé mientas él se quedaba en la puerta del colegio con otros estudiantes que probablemente esperaban también con ansias el resultado de “sus” delegados exámenes.

En mi próximo capítulo: LOS ULTIMOS RECUERDOS DE GUIDO

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