Thursday, May 10, 2012

A LA UNIVERSIDAD POR PRIMERA VEZ

Mi último año como estudiante secundario comenzó en Mayo de 1962, y, tal como se lo había prometido a mi madre, este fue un año de gran éxito académico. Concluí mis estudios con un promedio de 19 sobre 20. Me gradué con honores en Marzo de 1963, e inmediatamente comencé mi preparación para el difícil examen de ingreso a la facultad de arquitectura de la Universidad de Guayaquil. En mayo de ese mismo año, 350 estudiantes de muchos colegios de la ciudad y del país nos presentamos al examen. Solo trece aspirantes pasaron el examen, uno de esos era yo. Me senti muy orgulloso de mi mismo, porque senti que esto era el comienzo del camino del éxito que me había propuesto obtener y con el cual había venido soñando. Yo quería ser un arquitecto y estaba dispuesto a hacer todo lo posible para conseguirlo.

No sabía entonces que para ser arquitecto en esos días no solo se necesitaba la voluntad y el esfuerzo para conseguirlo, sino que también se necesitaban recursos financieros que yo no los tenía y que tampoco los podía conseguir. Estudiar arquitectura requería tiempo completo. Las clases comenzaban a las siete de la mañana de lunes a sábado y se prolongaban toda la mañana, y con un descanso de tres horas, se reanudaban a las tres de la tarde para terminar a las siete de la noche. No había lugar para poder trabajar y autofinanciarse los estudios. Pero además, había que comprar materiales de trabajo y libros caros que requerían de recursos financieros adicionales. No había forma de que yo pudiera superar estos obstáculos por los siguientes cinco años, así que decidí agotar mis reservas financieras provenientes de las ventas de libros en Manabí y termine exitosamente el primer año de la universidad, pero me tuve que retirar, repensar sobre mis posibilidades y replantear mis expectativas. Fue por todo esto que me decidí a cambiar de carrera universitaria y en abril de 1964, debía presentarme para el examen de ingreso a la Facultad de Ciencias Económicas.

En los primeros días de febrero de 1964 fui a visitar a mis padres en Pallatanga. A mediados de ese mes se celebrarían las fiestas más esperadas de mi pueblo, Los Carnavales, fiestas que los niños, jóvenes, adultos y viejos esperaban con ansiedad cada año porque eran fiestas familiares, fiestas para las cuales los pallatangueños ausentes regresaban a juntarse con sus familias para celebrar, con música, cantos, bailes, talco en la cara, comidas, con los infaltables canelazos, con baños de agua fría, etc., en una demostración de casi desenfrenada alegría que duraba toda la semana, y que una vez concluida, dejaba a todo el mundo cansado pero contento, feliz y esperando el carnaval del próximo año…

Era la ocasión esperada por todos para juntar familias, para degustar los más sabrosos platos típicos a partir del infaltable chancho, del pavo, de los cuyes, las gallinas, para hacer los tamales y competir en el más sano sentido de la palabra, en la preparación de estas delicias que se compartían entre familias que en algunos casos solo se visitaban una vez al año. Era Pallatanga en su más amplia expresión, ese era el Pallatanga que yo añoro, que hoy ya solo es historia y sobre el que con nostalgia recordamos sólo los más viejos que aún quedamos vivos. Fue en una de estas reuniones familiares en el carnaval de 1964 que me encontré con una muy atractiva chica de diecinueve años, delgada, de un metro sesenta, piel muy blanca, pelo castaño casi rubio y ojos azules con rizadas pestañas y de cara muy bonita, con la que hicimos excelente contacto visual casi inmediato y empezamos a bailar por varias horas, no sin sentir que los ojos de sus padres y de los míos nos seguían muy de cerca, pero sin que pudieran oír nuestro dialogo de dos jóvenes que era obvio que se atraían mutuamente.

Nancy y yo nos conocíamos desde los primeros años de la escuela primaria, pero habíamos dejado de vernos por los últimos nueve años, la muchachita delgada y casi insignificante que era ella a los diez años de edad, se había convertido en una linda señorita de diecinueve, que me cautivó al instante. A nuestra edad ya estábamos permitidos a tomar uno que otro trago, y así lo hicimos, mientras la fiesta familiar seguía. Arrancando valor en el efecto del alcohol consumido, y encontrando las palabras adecuadas a la ocasión, le propuse que nos “escapáramos de la multitud”, para poder “dialogar con mas intimidad”. No creo haber estado hablando muy en serio, pero ella si pareció tomarlo así. El efecto del trago me hizo en pocos momentos más hablar de cosas más intimas, cosas que estando sobrio, seguramente no me hubiera atrevido siquiera a pronunciar. En la misma medida que el licor seguía entrando en nuestro organismo, así iba fluyendo nuestra conversación, y de repente ya estábamos hablando de nuestro “gran escape”

Nuestro plan era (en teoría) muy simple. Ella se escaparía de su casa con sus pertenencias esenciales la noche siguiente, y nos encontraríamos en un lugar previamente elegido, de allí tomaríamos un bus para dirigirnos a Riobamba a disfrutar de nuestra compañía. Con una imprudencia solo explicable por nuestra juventud y el alcohol que habíamos bebido, ni siquiera pensamos en lo que haríamos después de llegar a Riobamba

El 20 de febrero de 1964 pusimos en marcha nuestro plan. Ella se escapo de su casa a eso de las ocho de la noche y nos encontramos en el lugar previamente acordado. Pasamos la noche escondidos en un molino cercano, donde un amigo nos permitió usar su habitación. Menos de dos horas después de su escape, sus padres habían notado su ausencia y notificaron a la policía y a muchos de sus familiares, quienes habían emprendido una búsqueda frenética alrededor de todo el pueblo, armados hasta los dientes. Era obvio que las intenciones de la familia de Nancy, en caso de habernos localizado aquella noche, no eran las de felicitarme “por haber encontrado el amor de nuestra vida”. Las armas que portaban, no eran precisamente las que se usan para ese efecto. Demás está decir que pasado el dulce momento del primer encuentro a solas, pronto nos dimos cuenta de la gravedad del acto que habíamos cometido y del lio en que nos habíamos metido. Recién entonces empezamos a pensar en una salida

A eso de las tres de la madrugada del dia 21 de febrero, salimos de nuestro temporal escondite en el molino, en medio de una noche totalmente oscura y nos dirigimos hacia la finca de mi padre, situada en Azazan, a unos cinco kilómetros de distancia hacia el noroeste del pueblo, donde solicitamos y obtuvimos posada para el resto de la noche con la familia de campesinos que allí vivía. Muy temprano en la mañana, envié un mensaje a mi tío Antonio Romero, con quien yo tenía una relación muy especial de cariño y de respeto mutuo, pidiéndole que viniera a vernos y que nos ayudara a salir de nuestro problema. A estas alturas era claro que necesitábamos la cabeza fría de un adulto para ayudarnos a encontrar una salida que fuera aceptable para nuestras familias y para nosotros.

Menos de tres horas después, efectivamente vino a vernos mi tío Antonio con una solución que nos dejaría temporalmente satisfechos a todos. Había conseguido de los padres de Nancy su consentimiento para que ella se casara conmigo, a la vez que de mis padres su consentimiento para que yo me casara con Nancy. Esa misma noche, en la sala de nuestra casa paterna, el teniente político del pueblo nos caso ante la Ley.

Antes de cumplir 22 años, sin un trabajo fijo, con mi ingreso a la universidad aun pendiente y casi sin un centavo en el bolsillo, de repente yo estaba casado. Era obvio que yo me había conducido a mi mismo a una situación muy difícil, probablemente porque a esa edad no estaba usando la cabeza correcta para dirigir mis pasos. Después de la ceremonia del matrimonio, la paz regresó a nuestras familias, pero no a mí.

Sólo había de pasar una semana para que yo “despertara” a la realidad y me diera cuenta del grave daño que había hecho a esta linda chica y que me había infligido a mí mismo. Mi súbita novelería, porque no era, no podía ser, un enamoramiento razonado y serio, me había conducido a una situación que comprometía mi futuro y el de la chica con quien me había casado. Este matrimonio no tenia futuro, yo no tenía un ingreso que garantizara la estabilidad de este matrimonio, ella tampoco, éramos dos irresponsables jóvenes llevados al matrimonio sin ninguna reflexión. Yo estaba comprometiendo seriamente mi futuro, ese futuro con que tanto había soñado y el que le prometí a mi madre diciéndole que nada ni nadie en el mundo iba a impedirme conseguir. Paradójicamente era yo mismo el que se estaba infligiendo esta herida.

Tenía pendiente mi examen de ingreso a la universidad, debía prepararme para él, debía hacerlo de una manera responsable, de una forma compatible con mi capacidad y con la alta meta que me había propuesto. Convertirme en un profesional, abrirme paso en un mundo en que las oportunidades se dan, pero no te esperan, superar las dificultades de la pobreza. Todo esto estaba comprometiéndose si se mantenía mi matrimonio. Estas eran las reflexiones que me hacía en silencio, mientras mi joven esposa aun me mantenía atado a su gran atractivo físico. No me atrevía a hablar con ella de estas cosas porque temía herirle.

Medité mucho, recibí consejos de mis hermanos y hermanas, así como de mis padres. Los primeros me hacían reflexionar sobre lo imprudente de mi conducta y la necesidad de dar marcha atrás, para poder seguir adelante con mis planes a futuro, mientras mis viejos, mas influenciados por sus creencias religiosas y su personalidad conservadora, me pedían que me mantuviera firme en el matrimonio. “ya veremos cómo resuelves tus problemas, pero debes mantener tu matrimonio. Ella es una chica muy buena, de buena familia, muy bonita y sencilla, ustedes hacen una linda pareja”, Dios les va a ayudar a salir adelante”, me decían. Pero la realidad era otra, para mantener mi matrimonio tendría que quedarme a vivir en Pallatanga, como un agricultor o como un comerciante, tal vez como un arriero, y ninguna de esas opciones estaban en sintonía con los planes de largo plazo que me había planteado hace mucho tiempo. Mientras tanto el tiempo corría, el precioso tiempo que yo necesitaba para prepararme para mi examen de ingreso a la Facultad de Ciencias Económicas estaba corriendo inmisericorde

No tuve más remedio que hablar con mi joven esposa. Le explique que debía irme a Guayaquil, que debía prepararme intensamente para mi ingreso a la Universidad y que no podía llevarla conmigo, le pedí su comprensión y le dije que yo prefería que se quedara con sus padres y no con los míos, pero esto no lo aceptó. Llorando, aceptó quedarse con mis padres mientras me preparaba para el ingreso a la Universidad. “Te esperaré”, me dijo, “te esperaré tanto tiempo como sea necesario hasta que puedas venir a verme para llevarme contigo, estoy dispuesta a pasar necesidades, pero junto a ti, tu eres mi esposo y junto a ti tendré la fuerza necesaria, por el tiempo que sea necesario”. Convinimos que yo regresaría a verla después de los exámenes de ingreso a fines del mes de abril. Regrese a Guayaquil a prepararme para el examen de ingreso, me junté con un grupo de tres amigos con quienes empezamos a estudiar a tiempo completo, casi literalmente dia y noche con la meta de ingresar a la Facultad de Economía. Comenzamos estudiando Contabilidad desde cero, conseguimos, por un honorario razonable, que un profesor de Contabilidad con experiencia, nos diera dos horas diarias de clase y así aprendimos esta materia que en los colegios se enseñaba en cinco años, en menos de dos meses. Fue un verdadero record. Las otras materias que debíamos estudiar eran: Matemáticas, Geografía Económica Universal, Economía Política, e Historia de la Economía del Ecuador. Como estaba previsto, me presente al examen de ingreso junto con más de seiscientos estudiantes de Guayaquil y de todo el país. El examen consistía de dos fases: la primera, de dos materias, Contabilidad y Matemáticas, era un examen escrito para aprobar el cual había que obtener un puntaje del 70% o más. Los aspirantes que aprobaban la parte escrita podían tomar el examen oral de las otras materias.

Sin falsa modestia y con mucho orgullo, debo decir que fui premiado por ser el estudiante con las más altas calificaciones para ingresar a la Facultad de Economía de la Universidad de Guayaquil en ese año. Obtuve un total de cincuenta puntos sobre cincuenta posibles, y en el examen oral fui objeto de sonoros aplausos de parte del jurado calificador y de todo el público presente en la sala después de que concluí mi exposición sobre la historia y la economía del Ecuador. En mi próximo capítulo:

LAS COSAS CAMBIAN DRASTICAMENTE