Elisa, la segunda hija de la abuela de mi padre, se casó con Manuel Cevallos, un hombre regordete, de baja estatura, que le ganó el mote de “chomboto” (equivalente a patucho, petiso, omoto), de convicciones y temperamento machista, grosero y hasta violento. Era dueño de una pequeña finca y de un huerto de naranjas muy cerca del cementerio del pueblo, sus únicas actividades conocidas eran el cuidado de su huerto y oficiar como “maestro de capilla” de la iglesia. Tocaba la pianola en la iglesia del pueblo, y a pesar de que su voz no era un encanto, cantaba sin inhibiciones en las misas especiales, causando hilaridad entre los feligreses al escuchar sus “gallos” al cantar. Cuando a los ocho años pasé por el sacramento de la “confirmación”, nunca supe, porqué mis padres lo eligieron como mi padrino. A nosotros se nos enseñó a llamarlo “tío Manuel. Nunca sentí nada especial por este hombre que sin saberlo yo, era mi abuelo paterno.
Amable, la menor de las hijas de los abuelos de mi padre, nunca se casó, pero tuvo tres hijos cuyo padre fue, según lo he podido averiguar recientemente, era su cuñado Manuel, el marido de su hermana Elisa. Los hijos de esa ilegítima relación fueron, José Temístocles (mi padre), y sus hermanos Antonio, y Angelita. Manuel Cevallos nunca reconoció estos hijos como suyos y no les dio su apellido y, por tanto, los hijos de Amable solo llevaron el apellido de su madre, Romero. En mi casa nunca se habló de este tema, pues era, como lo comprendí mucho después de muerto el “tío Manuel”, un tema del cual no se debía hablar, de modo que sólo me enteré de este importante asunto familiar después de la muerte de mi padre, en 1992, cuando yo ya había cumplido cincuenta años, esto es, 92 años después de los hechos originales. Esto fue, ciertamente un secreto bien guardado. Así era como se trataban estos asuntos en las familias de entonces. Los pecados de familia era mejor guardarlos en el closet, la ley era no "hablar del tema", punto.
En sus primeros años, el hogar de mis padres se mantuvo balanceándose entre la pobreza y la desesperación, casi en la miseria, pero gracias a mi madre, nunca fuimos a dormir con estómagos vacíos. Ella nunca estaba desocupada. Cuando no estaba cocinando, estaba lavand o planchando, o tejiendo, bordando, cociendo o remendando la ropa de sus hijos, moliendo café, limpiando la casa, cuidando su jardín y sus plantas, o bañando a sus hijos.
Hasta la edad de siete años, recuerdo que ella me bañaba en una tina de madera, luego de lo cual, envuelto en una toalla, me llevaba hasta la cama, donde me ponía de pié y pacientemente me ponía la ropa limpia y planchada que ella mismo había preparado, y sólo me dejaba ir después de darme un beso en la frente. El café era para mi madre su compañero infaltable, se tomaba al menos diez tazas de café al día, era casi una adicción. Era el café que venía de las plantas que ella mismo sembraba en el patio trasero de la casa, que ella cuidaba con afán y ella mismo lo cosechaba (o nosotros, sus hijos, le ayudábamos a hacerlo), lo lavaba, lo secaba, lo molía, lo pasaba por el colador y allí tenía una esencia con el aroma que a ella le gustaba, un aroma fuerte y un sabor amargo que a mí nunca me llegó a gustar. El café era la única debilidad de mi madre y probablemente contribuyó en mucho a agravar su alta presión arterial que finalmente la llevó a una muerte temprana a la edad de sesenta y dos años, en 1969.
La costura era una de sus aficiones y una de sus principales obligaciones. Su máquina de coser Singer era su permanente compañera. Hasta que cumplí seis años, cuando fui a la escuela, no recuerdo haberme puesto una prenda de vestir que no haya sido hecha por ella. El concepto de reciclaje que hoy se trata de enseñar a la gente por todos los medios, lo manejaba ella a la perfección hace más de setenta años en el vestuario de su familia. Las prendas viejas de mi padre las recortaba (donde no estaban remendadas) y las convertía en prendas “nuevas” para nosotros, sus hijos, que las usábamos orgullosos. Lo mismo hacía con sus propias ropas, que casi siempre terminaban en lindos vestidos para sus hijas, y por supuesto, en nuestra familia las prendas de los hermanos mayores siempre terminaban por ser usadas por los menores, incluidos los zapatos, después de que habían pasado innumerables veces por las medias suelas y otras reparaciones hechas por el zapatero del pueblo. Como mi madre usaba harina importada para su panadería, la tela estampada de los sacos de esa harina era “reciclada” unas veces como fundas de almohada, otras como ropa interior para nosotros, y otras como camisas para los hijos varones o vestidos para mis hermanas. Mi madre manejaba la economía de la casa bajo el principio industrial japonés de "cero desperdicio", con una sabiduría sin paralelo!
Ella asistió a la escuela del recién fundado pueblo, cuyo director, profesor, presidente, secretario, portero, y todólogo, era don Federico Cepeda, un penipeño que se convirtió en ícono del pueblo, porque llenaba todos los espacios vacíos que había en la escuela de este naciente pueblito. Mi madre terminó los seis años de educación primaria en 1922, y a sus quince años, se convirtió en la primera mujer en obtener el certificado de haber completado la educación primaria en Pallatanga, nivel escolar al que por entonces sólo llegaba en el Ecuador un cinco por ciento de la población femenina. Saber leer y escribir era entonces casi como pertenecer a una elite ilustrada. El analfabetismo debe haber estado en 1922 en un porcentaje superior al 80% de la población.
MACHU PICHU 2002-"SUBIR TAN ALTO COMO TE DEN LAS FUERZAS, Y... SEGUIR SUBIENDO"
Fue por esa época que llegó a Pallatanga, casi como enviado del cielo, el primer sacerdote, un religioso que despertó en la gente de este pueblo su latente fe en Jesucristo, alentó su natural propensión por la caridad y la solidaridad, pero, más importante aún, despertó el espíritu de superación en una población donde la educación sólo era un privilegio destinado a unos pocos. El padre Arrieta de ascendencia vasca, logra a través de sus homilías, convertirse en el mentor espiritual de mi madre, de él, ella aprende a amar a los más pobres, a ver a su prójimo con amor y compasión, a dar más que a recibir, a dar sin esperar nada en retorno, y, aprende también los fundamentos básicos del amor a Cristo y a su madre María. Aprende también que el mundo es muy grande y que Pallatanga sólo es un pedacito diminuto de ese mundo inmenso que está más allá de las montañas y los ríos, aprende que hay universidades donde los hombres y mujeres se superan a través del conocimiento, de la investigación, del sacrificio y la abnegación, aprende que allá, fuera de su pueblo hay mucha gente que vive mejor, pero también aprende que allá, tal como en su pueblo, hay pobreza, hay enfermedades, hay bondad y hay maldad, que hay un mundo diferente pero que ofrece más oportunidades a través de la educación y del esfuerzo. Allí empieza a formarse el espíritu de mi madre, allí nace su amor solidario por los pobres, allí nace su fe en la educación como el único camino del éxito,allí nace su inquebrantable decisión de dar a su hijos la invariable orden de ”ir lejos en el estudio para alcanzar sus metas”, de “ver los obstáculos sólo como incidencias que hay que superar”, que "hay que subir tan alto como te den las fuerzas y seguir subiendo", que “no es mejor el que nunca se ha caído, sino el que aprende a levantarse con la cabeza en alto para seguir adelante”. Aprende lo que luego enseñará a su hijos, que la solidaridad es una cualidad fundamental para todo ser humano. Esos eran, en esencia, los principios básicos que guiaban la vida de mi madre y esos fueron los cimientos de nuestra formación personal.
Ella supo siempre que una mayor educación sólo podía tener fuera de Pallatanga, pero ella no pudo salir de su pueblo sino muy cerca del final de sus días, sus límites eran pequeños, sus abuelos nunca consideraron siquiera como una posibilidad el que ella se fuera a la gran ciudad para recibir más educación, y no era por falta de recursos, era simplemente porque en sus formas de pensar no cabía la idea de que una mujer joven tuviera que irse del hogar para educarse. Eran sencillamente gente amoldada a una cultura del siglo diecinueve, viviendo en los albores del siglo veinte. Mi madre amó a Pallatanga y a los pallatangueños, calmó su sed y su hambre, les dio posada y abrigo, les calmó sus dolores y muchas veces salvó las vidas de sus hijos con la innata sabiduría de un chaman, alimentó sus cuerpos y sus almas como lo hace una madre con sus hijos, y a nosotros, sus hijos, nos enseñó eso mismo.
MATTEO, MI SEGUNDO NIETO, SEGUIRA LA TRADICION QUE INICIO SU BISABUELA
Nosotros, hemos seguido sus lecciones, tal vez no al pié de la letra, pero la semilla está en nuestro corazón y nuestras mentes, ha germinado en tierra fértil y ha crecido a través de sus hijos, se fortalecerá a través de sus nietos, seguirá creciendo a través de sus bisnietos y se hará cada vez más fuerte en las generaciones futuras. Llevar su sangre en nuestras venas es nuestro mayor motivo de orgullo!
En mi próxima entrega: LOS MISERABLES
Este blog es el vehiculo para contar mis recuerdos a mis hijos, a mis nietos, a mis familiares y mis amigos, para que ellos puedan unirse a mi mientras repito el viaje que por setenta años hice en la "montaña rusa" pasando por los valles profundos de la mas grande probreza, hasta las alturas de la realización personal, pasando por por las suaves praderas de la felicidad de tener una familia maravillosa, unos nietos adorables y amigos entrañables. Bienvenidos a este viaje
Saturday, August 14, 2010
Tuesday, August 10, 2010
EL AMOR LO VENCE TODO
PALLATANGA-AL FONDO, LA HACIENDA SANTANA DONDE MI MADRE CONOCIO A MI PADRE
A la una y media de la tarde, Timo está parado junto a la entrada principal de la hacienda Santana, ansiosamente esperando el regreso de su patrona Luquita. Han pasado sólo cinco horas que para él parecen un siglo. Ella estará pronto de regreso y él va a prestarse voluntario a ayudar a bajar de su caballo a la patronita. Este es el momento más importante del día para Timo, este es el momento en que su corazón comenzará a galopar fuera de control. “No puedo hacer otra cosa que soñar”, piensa Timo. “Sólo tocar sus manos hace temblar todo mi cuerpo y mis piernas se debilitan y se doblan“, y sigue pensando “sé que esto sólo es un sueño pero no puedo evitar seguir soñando, es un sueño sin ninguna posibilidad de hacerse realidad, pero, oh Dios, cómo adoro este sueño”.
Pasan unos minutos, Timo vuelve a la realidad de su trabajo, hay que controlar las bocatomas de agua, unos peones están regando los cañaverales, otros están deshierbando la caña, más allá está la yuca en estado de cosecha (arranque), los peones en el trapiche están moliendo caña, en fin, el tiempo pasa volando, él está muy ocupado, son muchas sus responsabilidades, pero él está pendiente, el sol ha pasado ya del mediodía, la hora en que su cuerpo no tiene sombra, ese es su reloj, eso significa que la “señorita” estará llegando pronto de regreso de la escuela y él debe estar allí, en el portón, para no desperdiciar la oportunidad de ayudar a su patronita a bajarse del caballo, para tomar su mano con guante blanco. De repente, y tal como él lo esperaba, se oye el galope del caballo, la señorita está llegando.
“Hola Timo” dice Luquita, “que gusto volverte a ver” “hoy ha sido un día muy importante”, “hoy hemos celebrado cien años de La Batalla del Pichincha”, “ah” dice Timo, “que bien, entonces hablaron de Antonio José de Sucre, de Abdón Calderón y del ejército patriota que derrotó a los españoles, sellando la libertad del Ecuador, nos es así? Dice Timo, “así es”, dice Luquita, un tanto sorprendida por los comentarios de Timo, quien aparentemente sabe más de lo que ella imaginaba. Claro, él había terminado su primaria hace más de cinco años y había sido un estudiante aprovechado de don Federico Cepeda, el mismo maestro que ahora dirigía los estudios de ella.
“Hola patronita”, “a mi también me da mucho gusto el volverla a ver”, y agrega “me permite ayudarle a bajarse del caballo? “Claro que si Timo,” contesta ella extendiéndole su mano cubierta por un guante blanco ligeramente marcado por el polvo del camino y de la rienda del caballo. Timo toma la mano de su “patronita”, quien ha apretado la suya un poco más que de costumbre. Timo se siente mareado, de pronto siente que su corazón galopa sin freno, no lo puede creer, es ella apretando su mano, y piensa, “cómo quisiera que ella supiera lo importante que es este momento para mí”. El ligero pero inconfundible aroma del perfume que lleva su patrona y que desde hace tiempo a Timo lo transporta al cielo, le provoca más mareo, su cerebro no puede procesar toda la información que está recibiendo, no puede pensar en nada coherente, está en las nubes. Al bajarse del caballo ella agrega, en voz casi inaudible, “Timo, me gusta que me ayudes a bajar de mi caballo”. “Me encanta hacerlo señorita”, dice él, mientras busca la mejor combinación de palabras para seguir el diálogo, mientras, la mano de Luquita está aún sosteniendo la de él, y él, casi como en el aire sólo atina a tomarla con su otra mano, y ahora, apretando las dos manos en una forma que lo llena de temor y de vergüenza, y respondiendo a su instinto besa la mano de su patrona mientras en palabras que casi sólo él escucha le dice “estoy locamente enamorado de usted señorita, perdóneme pero la amo desde el primer día que la vi”. Ella cierra por un instante sus ojos, suspira profundamente y contesta “gracias Timo”, sosteniendo aún las dos manos de Timo y suavemente apretándolas.
COMO SU ABUELA LUQUITA, MI HIJA MARIUXI ES UNA GRAN JINETE
Por unos instantes hay silencio, ninguno de los dos sabe que más decir, luego ella suavemente retira su mano de las de Timo y se va, caminando lentamente, mirando de tiempo en tiempo hacia atrás y sonriendo, hasta perderse de vista en el largo camino lleno de frondosos árboles de lado y lado, frente a la casa de sus abuelos.
Timo despierta lentamente de su estado de catarsis y empieza a tratar de coordinar ideas. “Todo esto debe ser sólo un sueño, un sueño mucho más allá de lo que yo pudiera haber soñado en el más loco de mis sueños”
Poco tiempo después, mientras Luquita terminaba su año escolar, que también significaba el fin de sus estudios, Timo y Luquita siguieron viéndose furtivamente, siempre tratando de evitar los ojos curiosos de la gente de la hacienda y más aún la vigilancia de sus abuelos.
Simpático, de carácter jovial y dicharachero, Timo se ganó la confianza primero, luego el afecto, y finalmente el amor de Luquita, y a los pocos meses decidieron que querían unir sus vidas. Ella de dieciséis, casi una niña, y el de veintidós, apenas un joven saliendo del cascarón. Ante la certeza de que su unión matrimonial no sería aceptada por los abuelos de mi madre, deciden hacer lo que les pareció más riesgoso pero menos complicado, decidieron escaparse juntos y enfrentar las consecuencias. A los pocos días se casaron ante el altar de la iglesia y su matrimonio fue celebrado por el padre Arrieta, el mentor espiritual de mi madre. Lo orgullosos abuelos, ofendidos, terminalmente ofendidos, nunca aceptaron la decisión de su nieta, la desheredaron y nunca más la recibieron en su casa. Enfrentados a las dificultades que la pobreza imponía sobre sus vidas, Timo, y Luquita vivieron del minúsculo salario que él podía ganar como peón, como ayudante de arrieros, o simplemente como agricultor de pequeñas parcelas donde lo aceptaban como “partidario”, una forma de precarismo agrícola que aún subsiste en el Ecuador y que consiste en que una persona hace todo el trabajo de cultivo y cuidado de la siembra y otra (el dueño de la tierra), pone la tierra y la semilla, y al final se reparten las cosechas en partes iguales.
De los ancestros de mi padre sólo sé que como la mayoría de los pallatangueños, vinieron de Penipe, un pueblo asentado al pié del Tungurahua sujeto a las veleidades del volcán y, por lo tanto a emigraciones periódicas. La abuela, Elisa Zabala de Romero, casada con un hombre originario de Piñas en la provincia de El Oro, y de quien no he podido encontrar más información, tuvo tres hijos, Juan Celio, Elisa, y Amable, la madre de mi padre.
Juan Celio tuvo muchos hijos que se esparcieron en el Ecuador, uno de ellos, Porfirio, llegó a ser un alto oficial de la Fuerza Aérea; Eduardo, se hizo telegrafista, una profesión muy apreciada en su época; Zenaida, que se casó con Miguel Acurio y tuvo muchos hijos, buena parte de los cuales viven en Santo Domingo de los Tzachilas; Iraida, que se casó con un pallatangueño de apellido Bahamonde; Zoila, que se casó con su primo hermano, mi tío Antonio (hermano de mi padre), y finalmente Armenia, la mas joven que se casó con un señor de apellido Carrazco y vive aún, a una avanzada edad, en Guayaquil.
En mi próxima entrega: UN SECRETO BIEN GUARDADO
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