Mi hermano Guido nació el 13 de junio de 1945, el era tres años menor que yo, fue el único que nació en “nuestra casa propia”. La casita de madera de un piso, de techo de paja, con piso de tablas y con el horno de leña hacia el lado izquierdo, con "la quebrada" detrás de ella y el jardin de mi madre hacia el lado derecho, donde ella tenía desde flores hasta mandarinas y aguacates, pasando por el infaltable café nuestro de cada día. El horno de adobe que se calentaba con leña, era “la instalación” que gracias a mi madre, generaba el más importante flujo de recursos para mantener a nuestra familia.
La guerra en Europa había terminado por la época en que nació Guido, y la guerra en el Pacífico estaba a punto de terminar. Las diezmadas fuerzas japonesas estaban en franca retirada, pero aún resistían en ciertos grupos de islas en el Pacífico. El general americano Douglas Mc Arthur había cumplido ya su promesa de “regresar” a las Filipinas, y sólo era cuestión de tiempo para que los japoneses alzaran las manos en señal de rendición. Los americanos sin embargo, estaban presionados por la opinión pública que reclamaba el fin de la guerra y la rendición “incondicional” de Japón. El mundo no sabía que esa rendición se daría muy pronto.
El 5 de agosto de ese mismo año, desde el avión Enola Gay, la fuerza aérea americana lanzó sobre la ciudad de Hiroshima una bomba atómica de 80 kilotones (80 mil toneladas), que destruyó el 80% de la ciudad y mató a más de ochenta mil de sus habitantes, dejando con lesiones muy graves a otras cien mil personas. Había nacido la era atómica y esta era su sangrienta partida de nacimiento. Muy pocos días después, la ciudad de Nagasaki sufrió un ataque similar y murieron otras cincuenta mil personas. La afrenta de Pearl Harbor había sido vengada, Japón, en efecto se rindió incondicionalmente, y los americanos ocuparon todo su archipiélago. La guerra había terminado. Una era de paz se esperaba como corolario de este sangriento conflicto mundial que cobró la vida de cincuenta millones de personas en casi seis años de guerra. Comenzó la ocupación militar de los Estados Unidos en Japón, y, a la inversa de lo que ocurriera con la ocupación Soviética de Europa, que nunca acabó por reconstruir los devastados paises del este europeo, comenzó la etapa de reconstrucción del Imperio Japonés, reconstrucción que en menos de quince años, llevaría a ese país a convertirse en la segunda economía del mundo.
Porqué hablo de esto en mis memorias? Porque, de alguna manera el fin de la guerra afecta a Pallatanga, y no positivamente. El comercio de la cascarilla (la corteza de un árbol tropical que se exportaba para la producción de la quinina) se terminó. Los pallatangueños habían comerciado con la cascarilla casi desde el comienzo de la guerra del Pacífico a fines de 1941. Este producto había contribuido a mejorar la economía de los pallatangueños, pues era la materia prima de la quinina, esencial para la cura del paludismo, una enfermedad que diezmaba a las tropas en el Pacífico. La cascarilla se exportaba a los Estados Unidos. Mi padre de alguna manera resultó afectado por este evento, y también la economía de nuestra casa sufrió por ello. Casi todo el peso del mantenimiento de la familia volvió a caer sobre los hombros de mi madre y su enorme capacidad de producir el pan nuestro de cada día.
Es en este contexto económico que nace mi hermano Guido, él era un niño realmente bonito, blanco, pelo castaño claro, casi rubio, medio crespo, que mi madre se lo dejaba crecer hasta formar los rizos que luego le colgaban hacia atrás y hacia los lados, dándole un halo de distinción en un ambiente en que la mayoría de los niños teníamos pelo negro y lacio.
Mi hermano Pancho, el chico más guapo de la familia, y del pueblo, ya tenía 11 años y no quería más cargar la cruz en la noche del viernes santo, rol para el cual había sido escogido por los últimos cinco años. El sustituto escogido por el cura y el comité de damas, para el papel de “Cristo” fue, casi por unanimidad mi hermano Guido, que entonces ya tenía seis años. Sólo hacía falta ponerle la túnica roja y la corona de “espinas” para que cargue la cruz en la gran procesión del Viernes Santo. Guido era, ya vestido como Cristo, una miniatura de Jesús El Nazareno. Los chicos que representaban a ls soldados romanos (y vestidos como ellos), que azotaban a Jesús en su camino al calvario estaban listos, les gustaba mucho su papel porque podían azotar al Jesús de la procesión y a uno que otro chico que pasaba por su lado, sin temor a represalias por parte de los afectados o a ser castigados por los cucuruchos.
Llegó el viernes Santo del año 1951, todo estaba listo, la procesión comenzó, es un acto que demora alrededor de una hora entre salir de la iglesia, dar la vuelta completa al pueblo y regresar al punto de partida. Literalmente toda la población de Pallatanga participaba en esta procesión, unas cuatrocientas personas en dos filas, una a cada lado de la calle, cada una de ellas llevaba una vela encendida, lo hacían con devoción, con fe, con sentido dolor por la muerte de Cristo. Los cucuruchos (como en las procesiones españolas), vestidos con túnicas largas y negras como las de los curas, con largos antifaces blancos que cubren sus espaldas y totalmente su rostro y sus cabezas, llegando casi hasta sus pies (en un uniforme muy parecido al del Ku Klux Klan), van armados con largos bastones negros con los que castigan a los que no guardan compostura en la procesión. Ellos, que se llamaban a sí mismos, “esclavos de la Virgen”, se encargaban de mantener la disciplina, sobretodo porque entre los chicos de entre diez y dieciséis años habían algunos que aprovechan para cometer pequeñas fechorías y reírse un poco a costa de de sus escogidas víctimas.
Todo iba bien por los primeros veinticinco minutos, Guido hacía un buen papel como Jesús cargando la cruz, más, de pronto uno de los “soldados romanos” que van detrás de él comenzó a “azotarlo” menos suavemente de lo que debía,entonces Guido reaccionó, increpando al azotador, y ante la sorpresa de todos, se sacó la corona de espinas, tiró al suelo la cruz que llevaba al hombro en medio de la procesión y comenzó a perseguir al azotador que corría despavorido en busca de refugio. Los cucuruchos no sabían qué hacer ante este inesperado incidente: Cómo se iban a atrever a castigar a Jesús?, y se echaban a reír a carcajadas, igual que los demás testigos de este original incidente que se comentó en el pueblo por muchos años después de su ocurrencia. El siguiente año, en 1952, cuando yo tenía 10 años, hubo que cambiar de “Jesús” en la procesión, y yo fui el elegido, pero tuve que usar una peluca, porque ni mi cabellera era rubia, ni tenía el largo pelo requerido para la ocasión. La peluca había sido hecha con el pelo de mi hermano Guido.
Guido era el mimado de mi madre, de mi padre, de mis hermanas y de todos, era casi “el intocable”. Una muchacha linda del pueblo llamada Norma, bastante mayor que Guido, lo llamaba “mi maridito” y recuerdo que le abrazaba y besaba constantemente. Guido debe haber sido motivo de sus “sueños juveniles”.
Por esa época, a mi madre le quedaban cinco bocas que alimentar, los cuatro hijos varones y Lilita. Letty se había casado y vivía en Guayaquil, mi hermana Flor había sido enviada donde Letty para que siga su educación secundaria. Mi padre volvió a conseguir el empleo como Teniente Político del pueblo y eso empezó a ayudar a la economía familiar. Ya no jugaba a los naipes y a la pinta y sus actividades comerciales le permitían conseguir modestas ganancias que ayudaban a mantener la casa y a Flor que estaba en Guayaquil. Guido, el “apairote” (el último de los hijos de mis padres) era sin duda, el mimado de los viejos, el más pequeño y al que lo ven más débil y por tanto al que hay que darle más atención. Cuando a los seis años de edad él entra a la escuela, mi madre lo viste elegante, con ropas nuevas, ella quiere que él se destaque, al fin o al cabo, las finanzas familiares han mejorado, han pasado los días de miseria, los días en que había que resolver hoy el problema de qué hacer para comer mañana. Teníamos un par de vacas que nos proveían de leche fresca todos los días, comíamos “arroz”, al menos tres días por semana, un verdadero lujo por esos días en nuestro pueblo.
Guido era un chico muy especial. Era totalmente desinhibido y hacía las cosas más insólitas con la mayor naturalidad: Como se acercaba una de las festividades más importantes del pueblo, las Fiestas Patronales del año 1952,como de costumbre, el personal de profesores de la escuela se encargaba de ciertos eventos culturales considerados muy importantes para la población. Para el efecto se había preparado un tablado delante de la casa de la directora de la escuela de niñas, doña Romelia Martínez de Mejía, con frente a la plaza, al otro lado de la iglesia del pueblo . Este era el “escenario” sobre el cual se debía hacer las presentaciones en esta ocasión especial. Delegaciones culturales y deportivas de varios pueblos vecinos, incluyendo Cajabamba, Chillanes y Bucay habían venido para solemnizar las fiestas del pueblo. Dentro del programa cultural preparado para esta ocasión y como acto de “fondo” estaba la presentación de un “drama” a cargo de actores escogidos en el pueblo, tomados de lo más selecto de la juventud pallatangueña, pero, dentro de los actos preliminares, habían presentaciones individuales de declamadores, cantantes y aún de actos cómicos a cargo de las delegaciones visitantes.
En mi próximo capítulo: GUIDO EL RECITADOR