En Quito, una mañana de marzo de 1971, fría lluviosa y triste, a las siete y media recogí el periódico que estaba en la puerta de mi habitación en el hotel Colon Internacional y bajé a la cafetería para desayunar antes de salir a mi trabajo en Ecuador Feed & Farms, una compañía verticalmente integrada que producida pollos para el mercado y a la que estábamos auditando.
Mientras esperaba que un mesero me atendiera, abrí el diario “El Comercio”, y en destacados caracteres en primera página leí un titular que decía: “Ecuatoriano detenido en Guatemala por Tráfico de Droga”. Me interesó la noticia y leí todo el artículo, y mientras lo hacía, sentí que toda la sangre de mi cuerpo se me iba a la cabeza. No cabía la menor duda, el detenido era un íntimo y muy querido familiar, de quien daban nombres y apellidos. La noticia agregaba que el personaje había sido capturado en un hotel de la ciudad de Guatemala en posesión de cierto volumen de cocaína presumiblemente procesada en Colombia y con destino a los Estados Unidos. El detenido, según la noticia, había sido conducido a la prisión de El Socavón y seria puesto a las órdenes de las autoridades Guatemaltecas para la subsecuente investigación.
Inmediatamente caí en un estado de total confusión. Por un lado, no sabía que decir, qué hacer, a donde ir, ni con quien hablar. Sentí dolores de estómago y ganas de vomitar; el mundo me daba las vueltas como un carrusel sin control. Pasaron los minutos y cuando mis compañeros de trabajo llegaron a la cafetería y se dieron cuenta de mi semblante abatido, me preguntaron si estaba enfermo, les contesté que sí, que me sentía muy mal y que tendría que volver a mi habitación, y así lo hice. Me acosté y me puse a pensar en mi querido familiar. Lo vi detrás de las rejas de la cárcel, totalmente indefenso, lejos de su familia, de su mujer y de sus hijos, maltratado, confundido, y probablemente arrepentido de su falta. Por otro lado, sentí una gran indignación, porque mientras el estaba metiéndose en esos negocios, otros miembros de la familia estábamos haciendo lo imposible por sacar nuestras cabezas arriba del agua, dentro de los límites de integridad y respeto a la ley que nos habían inculcado nuestros mayores, y en especial nuestra madre!.
Desde mi habitación llamé a mi jefe y amigo, Pepe García y le conté todo lo que sabía (que era lo que había leído en el periódico). Le dije que me encontraba enormemente apenado y avergonzado y que yo no quería que La Firma resultara manchada por este asunto, le dije, casi en medio de un sollozo, que me sentía obligado a presentarle mi renuncia con efecto inmediato, porque yo pensaba que esto era lo que debía hacer. Le pedía a Pepe reemplazarme en el trabajo que estaba haciendo en Quito, y que yo regresaría a Guayaquil tan pronto como pudiera entregar mis papeles de trabajo a quien él indicara. Tal era el respeto y la consideración que yo tenía por La Firma y por Pepe, su representante en el Ecuador.
Después de un minuto de silencio que me pareció interminable, Pepe me respondió diciendo; “Rafael, siento muchísimo por ti y tu familia por lo que ha pasado, pero déjame decirte algo que debes recordarlo por toda tu vida: “los actos buenos o malos de los hombres corresponden exclusivamente a sus autores, y ellos recibirán, a su tiempo, el premio o el castigo que se merezcan” y agregó; “en este serio asunto del que me has hablado, tu familiar es el único responsable y tú no tienes nada que ver en el asunto”, y para finalizar, Pepe, con su voz calmada, casi como la de un padre hablándole a su hijo, agregó: “Rafael, por favor, regresa tranquilo a tu trabajo, yo confío plenamente en tu integridad, en tu juicio en tu capacidad de trabajo y en tu profesionalismo, eres uno de mis mejores hombres en La Firma”. Me volvió el alma al cuerpo, pocos minutos después estaba en camino a reanudar mis tareas como encargado de esta auditoría.
Esa fue una inolvidable lección que aprendí de Pepe García. Pepe no solamente era un caballero, un profesional por donde se lo mirara, pero era además un gran ser humano, un amigo, un confidente, un tutor, y mucho más que todo eso, era como un segundo padre para mí.
Unas pocas semanas después recibí una carta de mi familiar detenido en Guatemala, en la que me contaba su lado de la historia. Me decía sentirse no sólo prisionero en la cárcel de concreto y de hierro, sino especialmente prisionero de sus propios y grandes errores, decía que le daba una gran pena el haberles causado esta enorme vergüenza a sus hijos, a su mujer, a sus hermanos y al resto de su familia. Me decía también que dentro de la prisión, había tenido tiempo para meditar y darse cuenta que su mayor error había sido el querer compensar su falta de educación y por tanto de preparación para la vida, ganando dinero fácil y rápido: que eso lo había llevado a convertirse en una “mula” transportando droga de origen colombiano hacia América Central y con destino final hacia los Estados Unidos.
Lamentaba en su carta el haber dejado a su familia en completo desamparo, y por tanto me pedía que yo ayudara a su mujer y a sus hijos, cosa que ya lo venía ya haciendo aún antes de su pedido. También me contaba los horrores de la prisión de El Socavón, (una de las más lúgubres prisiones del mundo occidental); las torturas a las que fue sometido durante las investigaciones y, especialmente me pedía que le ayudara a conseguir el dinero para pagar los honorarios del abogado que lo defendería ante las cortes guatemaltecas.
Sin posibilidad de obtener ayuda del resto de nuestra familia, por su falta de recursos, asumí el papel de “buen Samaritano” y me hice responsable del cuidado financiero indispensable de la abandonada familia del detenido. Pero eso no era suficiente, había que conseguir el dinero para pagar al abogado que haría posible el regreso a su hogar de nuestro amado familiar, así que volví donde Pepe García, convertido ahora en mi “paño de lágrimas” y le pedí un préstamo de dos mil dólares (que se lo pagué en dos años) para enviarlos a Guatemala.
Todos en nuestra familia nos sentimos extremadamente felices y celebramos el regreso
de nuestro querido familiar a su hogar y a su patria, pero claro, eso sólo era el comienzo de una nueva etapa que estaría llena de dificultades, una etapa en que había que ayudarle a reubicarse adecuadamente, a encontrar un carril que le conduzca a rehacer su vida, dejando atrás los sobresaltos y los errores del pasado.
Hablamos con él y le hicimos énfasis en que si bien estábamos felices por su regreso, también estábamos preocupados por su futuro, y especialmente porque esperábamos que habiendo caído al fondo del barranco, como había caído, era de esperarse que no lo volviera a hacer en el futuro. Le pusimos énfasis en que esperábamos que no interpretara nuestra solidaridad como un endoso a la conducta que terminó llevándolo a la cárcel. Le hicimos saber cuánto dolor, pena y angustia sus acciones habían causado a su mujer, a sus hijos a sus hermanos y a su anciano padre y que de alguna manera nos alegrábamos que su fallecida madre no hubiera tenido que pasar por el mismo traumático dolor.
Le pedimos que ponga su vida en orden, y que recordando lo que le había pasado, pusiera su vida en perspectiva. Personalmente le dije que no esperara mi ayuda si sus errores se repitieran. Lloró como sólo llora un niño al no encontrar a su madre, y nos prometió enmendar. Nos prometió que se convertiría en un honorable y respetado miembro de la familia y de la sociedad.
El hombre tuvo algunas dificultades para readaptarse a la vida dentro de una sociedad que suele ser cruel con el que ha caído en desgracia; por eso, es posible que algunas huellas de su paso por la prisión podrían haber afectado en algo su conducta futura, pero con el tiempo él volvió a ser un padre un hermano y un ciudadano respetable, respetado y amado por sus hijos y por toda la gente con quien se relacionaba.
Tenía una capacidad sin límites para hacer amigos en todos los estratos sociales. Igual se tomaba un whisky y se tuteaba con el presidente, el secretario y otras altas autoridades del Congreso Nacional, como se tomaba un aguardiente con el más humilde de los ciudadanos de su pueblo, bebiendo del mismo vaso del que este lo había hecho!.
De repente, decidió que quería volver a su pueblo natal, Pallatanga, al que amaba con toda su alma. Con su carismática simpatía personal, su carácter alegre, dicharachero, genuinamente simpático y burlón con gracia y sin malicia, se metió a la política y desde ella, y con ella, hizo amigos muy influyentes que le ayudaron a conseguir en el Congreso Nacional el objetivo que se había propuesto desde hace mucho tiempo; conseguir la cantonización de su pueblo, del cual fué su primer y más querido alcalde.
Veinte años después de su trágica muerte en el cumplimiento de su deber como alcalde, la gente de Pallatanga aun lo recuerda con cariño; por sus obras, por su permanente sonrisa, por su innata simpatía, porque amaba de verdad a su pueblo sin esperar nada a cambio. Antes de su muerte el pidió a su familia que lo enterraran en el cementerio de su amado pueblo y allí reposan sus restos mortales.
Ese hombre era mi hermano Pancho.
En mi próximo capítulo: LA VIDA CONTINUA