Friday, October 5, 2012

QUE MUNDO TAN VACIO

Viajaba en AREA, una línea aérea ecuatoriana que desapareció en la década de los setenta después de un par de muy graves accidentes que dejaron mas de una centena de muertos. El avión despegó puntualmente del Aeropuerto Internacional de Palmaseca en Cali a las 8:30 de la noche, La Firma me había reservado un asiento en la segunda fila del área de primera clase, y junto a mí, en el asiento que daba a la ventana, viajaba el Eco. Danilo Carrera Druet, profesor de la Escuela de Administración de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Guayaquil, a quien yo conocía y con el entablamos una conversación que se centró forzosamente en la razón de mi viaje imprevisto. Le dije a Danilo que por coincidencia, que yo esperaba que no fuese una premonición, yo había soñado la noche anterior, que mi madre se había muerto. Le dije, “Danilo, nunca estuve mas feliz de despertar de un sueño como el de anoche, fue terrible!”, Danilo trató de calmarme diciendo que estaba seguro que sólo fue una pesadilla y que al llegar yo encontraría que mi madre estaba recuperándose de su enfermedad.
La conversación ayudó a que el viaje se me hiciera mas corto, y, a eso de las diez y media de la noche llegué al Aeropuerto Simón Bolivar de Guayaquil, donde me esperaba un hermano que al verme se soltó en lágrimas. No hizo falta que me dijera lo que había pasado, sus lágrimas, que inmediatamente desataron las mías, me lo habían dicho todo.

Nos pusimos a llorar juntos y abrazados, y llorando salimos del aeropuerto directamente a la casa de mi hermana Lilita, donde ya el cuerpo inerte de mi madre yacía en su ataúd. Allí, acompañados de una multitud de amigos y familiares estaban todos mis hermanos y hermanas. Ellos salieron a recibirme y, uno por uno, todos me abrazaron y en medio de los sollozos que nos impedían hablar, nos expresamos mutuamente nuestro dolor. Sólo un par de horas después, cuando habíamos podido controlar nuestro llanto es que mi hermana Flor me contó de que manera mi madre había muerto esa mañana. Su relato fue así:

“A las cuatro de la mañana de ese mismo día, mi hermano Pancho, en su camioneta Nissan, vino a mi casa recoger a mi mamita para llevarla a Pallatanga, porque ella quería ir a ver a mi papá. Cuando llegó mi hermano, ella ya estaba lista para salir, y tomó su maletita y se dirigió al carro que le esperaba en la puerta. Ella puso la maleta en el suelo, se regresó a la puerta de la casa para despedirse de mí, y cuando volvió al carro y se agachó para recoger su maleta, se desplomó al suelo, sin un gemido, sin un llanto, sin una lágrima, sin una palabra. Pancho me gritó pidiendo auxilio y los dos la tomamos en brazos para subir su cuerpo casi inerte a la camioneta, y en menos de diez minutos llegamos a la Clínica Alcivar en la calle Calderón, justo frente a la casa de nuestra hermana Lilita. Los paramédicos la subieron a la clínica donde el equipo de emergencia la atendió inmediatamente y con mucha diligencia, pero sólo pudieron constatar que ya había muerto y que la causa de su muerte era un infarto cardiaco masivo. Se fue para siempre sólo habiéndose despedido de mi, diciéndome -"hasta la vuelta mijita". Hasta en su muerte mi madre parecía haber escogido la opción que causaría menos traumas en su familia, se fue en sólo unos pocos minutos, tal vez sólo en unos pocos segundos. Su conocida alta presión arterial le ordenó a su corazón que dejara de latir y este, obediente, sólo hizo lo que su presión arterial se lo ordenó, y dejó para siempre de latir ese mismo día, el 24 de julio de 1969, a las cuatro y media de la mañana a la edad de sesenta y dos años”.

Ella no pudo hacer el viaje para ver a su amado Timo el único hombre a quien ella amó en toda su vida, el humilde pero valiente hombre que conquistó su amor cuando ella sólo tenía dieciséis años y cuando ella era la mas bella criatura que haya nacido en Pallatanga hasta entonces; y en lugar de eso, sin anunciarle a nadie, hizo su viaje al cielo, el sitio para el cual ella se había venido preparando desde hacía mucho tiempo, y en el que el Gran Hacedor del Universo, ya le tenía preparado un lugar de privilegio.

Ella murió exactamente en la forma en la que a mí me gustaría morir el día que me toque el turno. Así, estando completamente saludable, fuerte y alegre, jugando golf y siendo perfectamente capaz de valerme por mi mismo y de seguir respetando y amando a mi mujer, a mis hijos y mis nietos; disfrutando de la amistad de mis amigos, que los tengo y muchos, respetando a todos y siendo respetado por todos. Así es como quiero irme para siempre, sin sufrimiento personal previo, ni para mí ni para nadie y menos para mis seres mas queridos, sin dolorosos traumas en la familia, y entonces, sólo espero estar, como cuando le tocó a ella, listo para enfrentar el Juicio Supremo y poder responder adecuadamente las severas preguntas que me hará el Gran Juez, entre ellas: Fuiste justo?; fuiste solidario?; respetaste mis mandamientos?; amaste a tus hijos y les condujiste por un buen camino?; les diste un buen ejemplo?; les diste las herramientas para que ellos se defiendan en la vida?; diste siempre a los pobres un trato justo?; tomaste como ejemplo de vida a tu madre?.

Su muerte dejó a mí mundo completamente vacío, este ya no fue igual sin su presencia y nunca lo será. El espacio que ella dejó en mi vida nunca se ha podido ni se podrá llenar, ni en mi vida ni en la de aquellos que la conocieron y estuvieron cerca de su vida; pero la presencia de su espíritu es permanente, en cada paso que doy la recuerdo y trato de imitarla, no obstante que han pasado ya cuarenta y tres años de su partida. Su espíritu es tan grande e inmortal como las montañas de Los Andes; es absolutamente inimitable y está siempre junto a mí como un inmenso monumento a la justicia, a la solidaridad humana y al amor a Dios manifestado a través de su amor por los más pobres.

Siempre quise describir a mi madre en un documento para mis hijos, pero, oh gratísimas sorpresas de la vida!, fue mi hija Mariuxi que nació cinco años después de la muerte de mi madre, quien escribió en noviembre del año 2000, un documento que más que una descripción de su personalidad, de su carácter, de su grandeza, es como una pintura al oleo de mi madre, como si hubiese sido hecha en su presencia y fielmente reflejando sus rasgos espirituales.

Mariuxi escribió este documento cuando una organización de protección a niños pobres de ascendencia hispana, en Kansas City (dentro de la cual mi hija ayudaba a una niña hispana), celebraba el día de los difuntos, el 2 de noviembre. A mi hija se le ocurrió la idea de escribir sobre su abuelita que había muerto treinta un años atrás. A Mariuxi, igual que a mis otros dos hijos, siempre le hablé sobre mi madre, y fue en base al recuerdo de mis relatos que ella escribió el documento que lo transcribo a continuación:


MI MADRE A LA EDAD DE
CINCUENTA AÑOS


“Mi abuelita y yo nunca pudimos conocernos, pero ella ha estado siempre presente en mi vida como una brillante estrella cuya luz ha sido mi guía y que siempre ha estado junto a mí...

La Abuelita Luquita fue como una de esas matriarcas que sólo se encuentran en el realismo mágico de las grandes novelas. Tenía un espíritu indomable que le impedía doblegarse ante la adversidad. Era valiente y visionaria, madre incomparable, sabia, guía espiritual, sanadora, proveedora y mentora. Era todo esto y mucho más para todos los que la rodeaban. Y aunque han pasado más de 30 años desde su muerte, la Abuelita Luquita sigue ejerciendo una vibrante influencia en la vida de quienes ella amaba.

La Abuelita Luquita provenía de una familia acomodada de origen español. Perdió sus padres a muy temprana edad y se crió bajo el estricto tutelaje de sus ultraconservadores abuelos. Muy joven se enamoró de un campesino pobre y sin educación. Se casó con mi abuelo contra la voluntad de su familia que nunca le perdonó haberse casado con alguien que estaba por debajo de su condición social y de sus expectativas... Por eso, ellos rompieron todos sus lazos con ella y la abandonaron a su suerte.

Pallatanga era un empobrecido pueblito escondido en las arrugas de la sierra ecuatoriana. La mayor parte de las familias vivía de las cosechas de los productos que en sus pequeños predios podían cultivar. Vivían en las mismas condiciones de pobreza, generación tras generación. La conformidad era una pesada frazada que asfixiaba cualquier esperanza de auto-mejoramiento. Por generaciones, los Pallatangueños permanecían resignados a su triste destino.

A pesar de las enormes dificultades y de la pobreza que ella tuvo que soportar, mi Abuelita Luquita nunca dejó de creer que existía la esperanza de escapar de las garras de la conformidad. Mi abuelita tenía una visión que transcendía las limitaciones que la pobreza había impuesto sobre ella. Ella estaba convencida que la educación y la ambición eran las claves para que sus hijos y todos sus coterráneos puedan tener una mejor vida. Ella cultivó esa visión en cada uno de sus siete hijos. Los inspiró para que se eduquen y sobresalgan dondequiera que estuviesen, fomentó la ambición de sus hijos, simultáneamente enseñándoles un estricto código de ética, a la vez que la compasión y la solidaridad. Sobre todas las cosas, mi abuelita encendió en sus hijos la capacidad de soñar en una mejor vida y luchó denodadamente para darles las herramientas para lograr su sueño.

Pero... aunque alentaba a sus hijos para buscar un futuro mejor fuera de su lugar natal, ella dedicó su vida con inmenso amor al pueblo de Pallatanga. Amaba a los pobres, alimentaba sus estómagos vacíos, cuidaba y curaba sus cuerpos a la vez que alimentaba sus almas. Su sentido de solidaridad se agigantaba en los tiempos más difíciles.

Ella es para mí una persona extraña a la vez que mi ángel. Lloro su muerte aunque ella murió algunos años antes de que yo hubiera podido sentir en mis manos el calor de las suyas y de sentir su fuerza mágica... murió antes de que me pudiera decir como les dijo a sus hijos, “Sigan adelante y triunfen!”, y, sin embargo, ella siempre ha estado conmigo. Ella me ha guiado e inspirado a tener ambiciones, a trabajar fuerte y luchar cada vez más duro. Su firme creencia en la capacidad de superarse a través de la educación es el mayor legado que ella dejó a sus hijos, y en especial a mi padre, quien es la materialización de casi todos sus sueños. El me ha pasado a mí ese legado, y cual si fuera una antorcha, se la pasaré a mis hijos.

Mirándome desde el cielo, ELLA siempre me esta sonriendo orgullosa de lo que he logrado hasta ahora... e impulsándome a seguir logrando mucho más...

Mariuxi Romero
Noviembre 2 del 2000”

Nota: La versión original de este documento es en ingles, la traducción al español es mía y debo confesar que me temo que esta no refleje fielmente el profundo sentir de mi hija primogénita que escribió el mucho más bello original.

El día que llevamos los restos mortales de mi madre al Cementerio General de Guayaquil, decidí que más que sólo derramar mis lágrimas por su partida, yo trataría de hacer de mi vida un homenaje a su memoria, mientras que para aliviar mi terrible pena por su muerte, yo trataría de recordarla siempre en sus momentos mas grandiosos, mas felices, mas solidarios. Es probable que yo haya fallado algunas veces en ese esfuerzo, después de todo no soy mas que un frágil e imperfecto ser humano muy lejos de ser infalible, pero mantengo y mantendré siempre esa promesa en mi mente. Los recuerdos que yo tengo de mi madre son como una inagotable mina de oro, de la cual, sin tener que excavar mucho, siempre saco los más valiosos tesoros, de los cuales siempre puedo aprender y sobre los cuales me encanta hablar y escribir.

Los restos mortales de mi madre se velaron el primer día en el departamento de mi Hermana Lilita en la Calle Calderón, donde fueron nuestros familiares y mas íntimos amigos a decirle su ultimo adiós, allí vi a mi padre llorar desconsoladamente con su cabeza sobre el cofre mortuorio y como queriendo hablarle a mi madre a su oído, eran palabras que nunca escuché, pero que pensé entonces, como sigo pensando ahora, que eran palabras que él quería que sólo ella las escuchara, palabras que probablemente él no quiso, no pudo, o no tuvo tiempo de decírselas mientras ella aun vivía. Mi padre lucía inmensa y genuinamente apenado y lloraba de manera intermitente mientras miraba el ataúd de la mujer que fue su esposa y fiel compañera por más de cuarenta y seis años. Al día siguiente, llevamos los restos mortales a una sala de velación frente al cementerio general, donde al medio día debía celebrarse una misa en memoria de su alma.
MI PADRE, A LA EDAD
DE 58 AÑOS

En esa inmensa sala pude ver a mucha gente que yo nunca había visto antes, o que no recordaba haber visto, muchos de ellos lloraban como si fuera su propia madre la que había fallecido. Eran campesinos muy pobres, que habían hecho el viaje en bus, por primera vez en sus vidas a la gran ciudad de Guayaquil, desde su humilde pueblo de Pallatanga, a despedirse de la mujer a quien ellos llamaban con el mas grande cariño, mamá o mamita Luquita o Señora Luquita, eran gente que había recibido de la mano de mi madre su siempre generosa ayuda , que recordaban que mi madre había curado a sus tiernos hijos cuando ellos pensaban que los perderían, o que ellos mismos habían recibido de mi madre alimentos para su cuerpo y para su alma.
Cuando treinta y cinco años después de la muerte de mi madre, en el año 2004, se celebró una misa en Pallatanga en memoria de mi madre, muchos de esos mismos campesinos, envejecidos y arrugados por el tiempo y sus duras vidas, junto con sus hijos, ya muy adultos y con sus propios hijos al lado, asistieron a la misa, lloraban y se lamentaban mientras elevaban sus plegarias por el alma de mi madre, su nunca olvidada mamita Luquita.

En mi próximo capítulo: UNA LECCION INOLVIDABLE