Por algo mas de dos meses después de nuestra primera cita, Fanny y yo seguimos saliendo principalmente al cine con la compañía de su tía, hasta que un día, con la confianza que tenía con Luisa, le dije, “hermanita, este asunto de citas de tres me está poniendo nervioso, y yo sé que no es cómodo para ti tampoco, así que, ¿porqué no hablas con tu hermana y le dices que su hija ya no es en verdad una “nenita” y que la deje salir sola conmigo; después de todo, ni yo soy el lobo feroz ni ella es la Caperucita Roja y por lo tanto ella no va a estar en peligro”. Luisa entendió mi punto y me dio la razón, y como consecuencia, por fin, Fanny pudo salir conmigo a solas, y comenzamos a caminar juntos en las noches, de regreso de la Universidad y hasta su casa, que estaba a quince minutos caminando desde el campus. Para entonces ya me había ganado la confianza de “la Nenita” y en camino a su casa, solíamos sentarnos a conversar en el viejo parque del American Park muy cerca del Estero Salado, donde hoy está el moderno parque Assad Bucaram. En una de nuestras pláticas, aburrido por el trabajo sonso que tenía en Acero Comercial, le sugerí alguna vez que si ARTHUR ANDERSEN no me contrataba pronto, yo me regresaría a Nueva York y le pediría que ella se viniera conmigo. Ella nunca me dijo que si, que lo haría, no obstante que tampoco me dijo que no. Ese fue un plan que desvaneció en enero de 1969, tan pronto fui contratado por La Firma.
Para “Doña Fanny (+), la mamá de mi mujer, nunca fui santo de su devoción. Nunca pude ganarme su confianza plena, y ella nunca desaprovechó una oportunidad de mostrarme su incomodidad con mi presencia. Fue sólo después de que Fanny Angelita y yo nos habíamos casado, que su mamá se volvió muy cariñosa, como tratando de lavar su culpa por haberme tratado como lo hizo mientras fuimos enamorados y después como novios. Tanto su trato inicial como su cariño posterior, fueron adecuadamente retribuidos de mi parte.
Los meses pasaron, Fanny y yo ya éramos enamorados y yo compartía con ella mis emociones y mis penas. Las primeras siempre fueron más numerosas que las segundas, después de que en enero de 1969 fui contratado por ARTHUR ANDERSEN (“La Firma”), esa compañía que fue desde el principio, mi ilusión, mi casa, mi escuela, mi hogar, mi camino, mi meta, mi guía y mi esperanza.
Fanny estaba al tanto de mis experiencias y a ella le contaba mis ilusiones, ella compartía conmigo mis logros y con ella elaboraba mis planes. No obstante, con frecuencia, mi trabajo nos separaba, yo debía viajar dentro y fuera del país, por el trabajo o por los entrenamientos con La Firma, y, si, lo confieso, a veces también por mis inconstancias que casi siempre ella me las perdonaba.
Entretanto, mi mamá estaba bajo mi cuidado, o, más bien, a la inversa, yo estaba bajo el cuidado de mi madre, de esa viejita linda, abnegada hasta el sacrificio, sabia y cariñosa, que me adivinaba el pensamiento y me consentía en mis caprichos; que me alimentaba con las delicias que sólo ella sabía preparar, como sólo una madre de su monumental estatura humana y su inmenso corazón puede hacerlo. Vivíamos en la Calle Luque entre Boyacá y García Avilés, en dos cuartitos que arrendábamos a mi hermana Letty, a solo dos cuadras y media de mi oficina. Cuando en enero de 1969, por fin se me hicieron realidad mis sueños e ingresé a La Firma y empezaba a buscar un apartamentito más cómodo y espacioso para que nos fuéramos a vivir con mi viejita, surgió la necesidad de viajar para un entrenamiento de ocho semanas en Cali, Colombia, seguido de otro entrenamiento de una semana en Bogotá y luego otro de un mes en Ciudad de México. Yo estaría ausente por algo más de tres meses. Lo discutí con mi mamá, yo no quería que se quedara sola, algo me hacía presentir que su salud era mas frágil de lo que ella quería que pensáramos y por eso acordamos que ella se quedaría con mi hermana Flor y que podía, mientras dure mi ausencia, viajar a Pallatanga a visitar a mi papá por unas semanas, pero que volvería pronto y que me esperaría a mi regreso para buscar un apartamento al que íbamos a mudarnos. A mi mamá siempre le preocupó que mi padre estuviera sólo y quería ir a verlo y atenderlo por lo menos mientras dure mi ausencia.
Por su parte, a mi padre nunca le gustó la idea de mudarse a Guayaquil, él amaba Pallatanga, amaba su clima, su casa, no concebía la vida fuera de su tierra; le hacían falta sus amigos, su hermano Antonio, su finca, que lo que más producía eran dolores de cabeza, pero que era el recuerdo de sus antepasados campesinos y era la principal razón para sentirse útil y estar activo, para montar a caballo, para sentirse libre y dueño de su destino, para mirar el horizonte cada mañana, y expresar con gran orgullo “esta es mi tierra”. Nació como campesino y toda su vida quiso serlo. Era su manera de pensar, que nosotros respetamos, hasta que sus fuerzas ya no le dieron más, y cuando llegó a los 89 años, mi hermana Lilita le trajo a Guayaquil, para cuidarle, para mimarle, para darle compañía, para darle el cariño que allá, en su tierra, hacía mucho tiempo que había comenzado a escasear.
A principios de junio de 1969, salí rumbo a Cali, junto con Raul Molina a nuestros entrenamientos en Colombia y México. Llevaba una maleta llena de ilusiones y de expectativas porque estos entrenamientos llenarían los grandes vacíos que tenía en mis conocimientos de Contabilidad y Auditoría y me permitirían equiparar mis conocimientos a los del resto del staff de La Firma, casi todos ellos con diplomas y experiencia en esos campos.
El entrenamiento en Contabilidad Superior y Contabilidad de Costos comenzó el primer lunes del mes de junio de 1969 y estaba diseñado de tal manera que permitiría a todos los que lo tomábamos, llegar a un nivel avanzado de conocimientos de esas materias. El Seminario estaba dirigido por el doctor Cesar Salas, un eminente ex profesor de Contabilidad Superior en la Universidad de La Habana, Cuba, hasta que salió al exilio en 1960 y se dedicó a la cátedra universitaria en la Universidad de La Florida, donde era el Director del Departamento de Contabilidad y Auditoría. Salas era una verdadera eminencia en su materia. El staff de profesores del seminario estaba compuesto por otro profesor de Contabilidad de la Universidad de La Florida, también cubano, y algunos socios y gerentes de La Firma en Argentina, Colombia, y México. Todos los profesores de este seminario eran triple A, y La Firma esperaba que los asistentes a este entrenamiento estuvieran a la altura de sus maestros. No estaban equivocados!
Nos alojábamos en el Hotel Aristi, un hotel de cuatro estrellas en el centro de la hermosa ciudad de Cali, y allí mismo estaba nuestro salón de clases. Nuestras clases comenzaban a las ocho de la mañana, y con un descanso de una hora para el almuerzo, continuaban sin interrupción hasta las cinco de la tarde. Entre las cinco de la tarde y las siete de la noche teníamos tiempo para cenar, bañarnos y tomar un ligero descanso. A las siete de la noche debíamos estar de vuelta en el salón de clases para hacer las tareas diarias que consistían en la solución de complejos problemas contables. Los más conocedores de la práctica contable terminaban sus tareas a las diez de la noche, pero yo nunca pude terminar antes de las once y en algunas ocasiones tuve que quedarme hasta pasadas las doce. Era un seminario extremadamente duro, pero igualmente efectivo. En realidad, en este seminario, La Firma comprimía dos años de estudios universitarios de la técnica contable.
Ah…pero no todo era sólo sacrificio y estudio. Los días viernes, a las siete de la noche una persona de La Firma nos entregaba nuestro viático semanal, que eran unos mil pesos colombianos (o un equivalente a unos doscientos dólares), y teníamos libre el resto de la noche y el fin de semana. Parecíamos chicos de una escuela primaria saliendo al recreo cuando salíamos con las caras más felices a disfrutar de nuestro bien ganado derecho a divertirnos. En grupos de cuatro o cinco, todos los dieciocho asistentes a este curso de contabilidad íbamos en busca de chicas y de diversión. Bailábamos hasta el cansancio y aprendimos a tomar y a amar el aguardientico, que los colombianos aman mas que a su bandera; que aprenden a tomarlo desde los dieciséis años y lo toman por el resto de sus vidas. Terminado el fin de semana (y casi siempre también terminadas nuestras reservas de dinero), el domingo a las cuatro de la tarde volvíamos al salón de clases a trabajar en las tareas que nos habían dado para el lunes en la mañana. Así transcurrieron las ocho semanas de esta inolvidable experiencia de academia a presión y de diversión para renovar fuerzas y encender el espíritu. Me sentía inmensamente grato con La Firma, por darme esta invalorable oportunidad, y puse de mi parte todo lo que podía hacer. Los resultados fueron especialmente gratificantes. Ahora podía decir que realmente había aprendido Contabilidad y que excepto por la experiencia, ya estaba, en conocimientos, a la par de mis colegas.
Entretanto, cada semana recibía y enviaba correspondencia de y para La Nenita en Guayaquil. Nuestras cartas no eran otra cosa que una manera de mantenernos comunicados, y no recuerdo que estuvieran llenas de frases de amor muy expresivas. El intenso estudio por un lado, y las lindas caleñas por otro, no dejaban espacio para mucho romanticismo
Los días y las semanas iban pasando y el final del curso se acercaba, había alivio por un lado y sabíamos que habría nostalgia por el otro. Nada es perfecto en esta vida. Un día antes de que terminara el curso de Cali y cuando ya estábamos los dieciocho asistentes a este entrenamiento alistando nuestras maletas para volar a Bogotá y comenzar una semana de pre-entrenamiento para el gran curso de Auditoría en Ciudad de México, a las tres de la tarde, cuando me preparaba a comenzar mis tareas para el día siguiente, el co-director del curso, Ricardo Biondi, un socio de La Firma en Argentina, se me acercó con cara muy triste, me llamó aparte de mis compañeros y me dio una noticia que me causó enorme preocupación. “Che Rafael”, me dijo, “vas a tener que regresar a Guayaquil esta misma noche”, y agregó; “hemos recibido un cable de la oficina de Guayaquil, indicándonos que tu mamá está muy enferma; Pepe García, tu jefe, cree que debes regresar inmediatamente para que estés al lado de tu madre, así que vas a salir hoy mismo a las ocho de la noche" y agregó; ”recogé todos tus papeles Rafael, y andá a preparar tus cosas para que regreses a Guayaquil, debes estar en el aeropuerto a las seis y media de la tarde”.
Aturdido porque inmediatamente pensé en lo peor, no atinaba a decidir que hacer primero, mi mente estaba elaborando escenarios, cada uno más complejo y más temido. Salí del salón de clases cargando mis papeles y me fui a mi habitación a empacar mis cosas. Eran casi las cuatro de la tarde y el tiempo empezaba a volar. Sin sacarme siquiera los zapatos, me acosté en mi cama con mis manos detrás de la cabeza y me puse a mirar el techo; mi cerebro trataba de buscar, en vano, explicaciones a una serie de complejas preguntas. Una hora y media después alguien golpeó mi puerta, era mi amigo y compañero Guillermo Villegas, un caleño de alma y corazón. Con su cara triste me dijo; “Rafita, dentro de media hora vengo a verte porque yo te voy a llevar al aeropuerto”. Sólo alcancé a decirle “gracias Guillermo, estaré listo”
A las seis de la tarde salimos con destino al aeropuerto de la ciudad de Cali, allí, antes de entrar al terminal, me despedí de mi amigo y le agradecí por su generoso gesto. Todavía tenía la esperanza de que sólo fuera una falsa alarma, y de que al llegar a Guayaquil yo encontraría a mi madre recuperándose de su enfermedad. Mi cerebro no quería aceptar la posibilidad siquiera de que mi madre hubiera muerto…
En mi próximo capítulo: QUE MUNDO TAN VACIO