Tuesday, October 11, 2011

UN FIN INESPERADO

Julio de 1956
En los primeros días de Julio de 1956 yo recién había cumplido 14 años y completado el segundo año de colegio secundario en el Seminario Menor La Dolorosa de Riobamba, una pequeña ciudad de treinta mil habitantes en la Sierra del Ecuador. Aquí, estudiantes secundarios católicos cuidadosamente escogidos por la jerarquía eclesiástica, eran preparados durante seis años para ser enviados al Seminario Mayor San José en Quito, donde finalmente se ordenarían como sacerdotes católicos.

Nuestro colegio era el sueño hecho realidad para el obispo Leonidas Proaño, un respetable y respetado obispo, cuyas ideas controversiales acerca del rol de la iglesia en la sociedad eran consideradas por mucha gente en la clase dirigente del país como una seria amenaza para La Patria y sus instituciones

Las ideas de Proaño estaban influenciadas en gran medida por las del obispo brasileño Elder Camara, fundador de la llamada Doctrina Social de la Iglesia, quien sostenía que el rol de la Iglesia no debe limitarse a salvar almas para el cielo, sino que debía ser más proactivo en la formación de un nuevo tipo de individuo para la sociedad. Camara sostenía que la Iglesia debería tomar un rol de liderazgo para no solo evangelizar a la gente, sino formar líderes que eventualmente ayudarían en el cambio hacia una sociedad más justa y equitativa. Proaño, igual que Camara, creía firmemente en la capacidad de la iglesia para liderar un movimiento de cambio en la sociedad ecuatoriana, un cambio que introdujera la justicia para los pobres, y en particular para los indios nativos de la serranía ecuatoriana.

Proaño estaba especialmente preocupado por los millones de indios que vivían en condiciones infrahumanas en las más lejanas, más frías, más altas y más duras regiones de la Sierra del Ecuador, a donde fueron arrinconados, primero por los conquistadores españoles y luego por los terratenientes criollos, herederos de los primeros, para que pudieran servir como esclavos a los intereses de sus patrones. Fue para ir en esa dirección que Proaño fundó y dirigió el sistema de Escuelas Radiofónicas, cuyo principal propósito fue el de alfabetizar y evangelizar a los indios a través de mensajes que les dejaran saber que ellos no eran solamente bestias de trabajo como habían sido tratados por siglos, sino que eran seres humanos con iguales derechos y obligaciones que sus patrones blancos. Como parte de ese su visionario macro proyecto social, el obispo Proaño creó el Seminario Menor La Dolorosa, la escuela que debía convertirse en la Joya de la Corona de su diócesis.

En la tarde de este soleado día de la segunda semana de Julio de 1956, la ceremonia formal del cierre del año lectivo tenía lugar en el amplio y bien iluminado salón de actos de nuestro colegio, donde las imágenes de la Madre Dolorosa, patrona del colegio, de su prima Santa Isabel y de los doce apóstoles, colgaban de tres de las cuatro grandes paredes. Un crucifijo de un metro de alto colgaba de la pared detrás de la mesa directiva. El rector del Seminario y sus profesores formaban la mesa directiva. Varios discursos se habían dado ya deseándonos buena suerte, lindas vacaciones y pronto regreso, y comenzaban ya a entregarse las medallas y diplomas a algunos estudiantes por su aprovechamiento en el estudio y por sus aptitudes deportivas.

Yo estaba sentado en la segunda fila del auditorio, casi completamente abstraído de lo que ocurría en aquel gran salón, estaba soñando despierto, imaginándome la cara feliz de mi mamá cuando yo llegara a nuestra casa para unas nuevas vacaciones de tres meses, cuando derrepente fui llamado por mi nombre desde la mesa directiva. Los compañeros que estaban sentados junto a mí, me despertaron para que saliera a recibir mis dos premios; uno por mejor estudiante de idiomas, y otro como el mejor estudiante de mi curso por el año lectivo 1955-1956.

La audiencia aplaudía con entusiasmo mientras el rector del colegio y los otros profesores me abrazaban y me felicitaban por mis premios. Me sentí muy emocionado y feliz, pero a la vez me sentí un tanto desilusionado porque no recibí ninguno de los premios otorgados a los mejores deportistas del colegio. Una vez mas sentí envidia hacia mi amigo Ricardo Estrada, quien se ganó el premio al mejor deportista por su desempeño en futbol, voleibol y basquetbol durante el año lectivo que se acababa. El era un gran atleta y yo lo admiraba (y sanamente le envidiaba) por eso. Nunca he vuelto a ver ni a saber de la vida de Ricardo. Es como si la tierra se lo hubiera tragado para siempre después de aquel día de Julio de 1956.

Cuando eran alrededor de las siete de aquella noche muy fría, de luna llena y con fuerte viento en Riobamba, ciudad que está a casi tres mil metros de altura, la ceremonia de clausura del año lectivo llegó a su fin y los corredores quedaron casi vacíos pues la gran mayoría de los estudiantes se dirigieron al comedor. Yo caminaba despacio hacia el comedor que quedaba a unos treinta metros de distancia, retomando mi sueño despierto del que fui abruptamente interrumpido momentos atrás para recibir mis premios académicos, cuando fui nuevamente interrumpido. Esta vez no eran mis compañeros los que me despertaron, era el padre González, el rector del colegio.

González estaba entonces en sus tempranos cincuentas, era de tés muy blanca, siempre perfectamente afeitado, de cabeza muy grande y cara redonda, casi roja, con su pelo negro comenzando a mostrar aéreas grises en las sienes, mientras empezaba a perder cabello en la parte superior de su cabeza, hacia el lado de la corona. Este impresionante sacerdote de un metro ochenta y 240 libras de peso, nacido en España y educado en Francia, siguiendo los más tradicionales códigos de educación religiosa dictados por la Iglesia Católica Romana. Tenía las mejores credenciales académicas y nunca se quedaba corto en decirlo. El había sido especialmente importado desde España para hacer de nuestro Seminario el mejor del país, tal como lo deseaba el Obispo Leonidas Proaño. González estaba encargado de hacer realidad esos deseos del Obispo y estaba decidido a conseguirlo.

“Rafael, necesito hablar contigo, por favor ven a mi oficina después de la cena” me dijo el padre Superior, mientras posaba su enorme mano sobre mis hombros por uno o dos segundos, y luego siguió su camino hacia el segundo piso del enorme edificio de tres pisos, donde estaba su oficina. El edificio había sido planeado para ser ocupado por doscientos estudiantes, pero en este, su segundo año después de inaugurado sólo lo ocupábamos 40 estudiantes, así que gran parte del edificio estaba desocupado y en los pasillos del segundo piso se escuchaba retumbar el eco de los pasos a una distancia de unos treinta metros.

Era casi inexplicable, después de recibir mis premios yo debía estar muy contento, pero no lo estaba, no comí muy bien mi cena, y, siguiendo las instrucciones del padre González, fui hacia su oficina, pensando por un lado que tal vez él continuaría con sus alabanzas a mi desempeño escolar, e, inocente yo, tal vez me daría algún dinero (que yo lo necesitaba mucho), como un premio adicional por mi desempeño académico. Pero algo me decía que su deseo de hablar conmigo a solas, en su oficina, podría traerme sorpresas desagradables. Era sólo algo así como una premonición sin fundamento, y me empecé a poner nervioso.

En mi próximo capítulo: MI VIDA CAMBIA DE RUTA