Obligados por las circunstancias cada vez más duras, mis padres piden y obtienen posada en la casa de la abuela de mi padre Elisa Zavala viuda de Romero, en su finca de Azazán,a tres kilómetros al norte del pueblo. Allí, quien llevaba las riendas era el “tío Juan Celio”, un hombre de cuarenta años que desde la muerte de su padre era el jefe de la casa, él se comportaba como un sádico dictador, llegando en ocasiones a imponer su voluntad sobre su mujer mediante el uso violento del látigo y de las espuelas que usaba para montar a su caballo. El lenguaje que Juan Celio mejor hablaba era el del golpe de látigo, y la única voz que escuchaba y aceptaba era la de los que con él estaban de acuerdo. Dividía al mundo en dos bandos, el de los buenos y el de los malos. Eran buenos los que estaban de acuerdo con él, y eran malos los que no concordaban con sus ideas. No había términos medios. Tenía una pasión casi obsesiva por construir caminos, y a él se deben los caminos que comunicaban Pallatanga con los pueblos vecinos, incluyendo con Bucay, Chillanes y Pangor. Nunca se ganó el cariño de la gente, pero si el respeto derivado del temor, porque en su calidad deTeniente Político del pueblo, tenía más autoridad del que le daban las leyes.
De contextura fuerte, carácter irascible, tenía el aspecto y a veces él mismo creía que se parecía a García Moreno, él debe haber sentido que era su misión corregir al mundo a base de su furia, y así es como trataba a mi padre y al resto de la familia. Desde el principio, la vida de mis padres no fue agradable en la casa de la abuela. Esta descargó en mi madre todos los deberes de la casa, sin darle otro derecho que el de comer y dormir, en la medida y en los horarios que ella ordenaba. El trato inhumano que recibían mis padres de parte de la abuela y el tío, terminaron por causarles tanto dolor, angustia y desesperación, que decidieron buscar otro lugar donde vivir y así, por primera vez salieron a vivir solos, a sabiendas que nada sería fácil, pero seguros también que nada sería tan difícil y doloroso como la vida que tenían en la casa de la abuela, donde vivieronla miseria humana en su expresión más dura, tanto o más patética que la que describió Víctor Hugo en su obra maestra “Los Miserables”.
En la pequeña casa de techo de paja, en lo alto de la pequeña colina a la entrada norte al pueblo de Pallatanga, allí, donde mis padres recibieron en préstamo una pequeña habitación de piso de tierra, nace el ocho de abril de 1924, mi primera hermana, Letty, la morenita bella, la de los ojos negros como la noche, de la sonrisa blanca como la nieve y brillante como el amanecer de un día de verano. A pesar de la extrema pobreza de mis padres, Letty trae mucha alegría al hogar, pero, la pobreza no cede, y ahora ataca con furia a los tres. Es una pobreza franciscana, no hay forma de resolver el drama y, para colmo, mi padre empieza a desarrollar una enfermedad que durará por muchos años y que se volverá recurrente y cada vez más seria, la enfermedad de los celos.
Agobiado por la pobreza y sin recursos para resolverla, empieza a crearse fantasmas de infidelidades inexistentes y a actuar violentamente en función de sus fantasías, empieza a golpear a mi madre cada vez que se emborracha y se emborracha cada vez que le atacan sus celos, un círculo vicioso que parece no tener fin. Sólo me pude enterar de esta faceta tan negra de la vida de nuestra familia a la edad de 67 años. Fue mi hermana Florcita, quien a los setenta y ocho años de edad, jubilada y dedicada en gran parte a la obra social y de evangelización en Pallatanga, quien me entregó unas páginas que considero el documento base para esta parte de mi relato.
Tras años de dolor, de pobreza y casi de horror, y por fin, cansada del maltrato y la miseria, mi madre huye a Guayaquil con su única hija y pide refugio en la casa de su tía Sofía Montiel, Dueña del Hotel Ritz, en la calle Pichincha y P. Ycaza, la tía la acoge con cariño, le da albergue y alimentación para mi madre y su hija, pero lo que es más importante, le da respeto y cariño, la trata con amor casi maternal, mi madre allí es recibida màs que con con compasión, con amor, allí va a tener abrigo, allí va a tener alimentación para su hija y para ella. Ha decidido separarse para siempre de mi padre, su marido, porque, ella podía soportar la pobreza, pero ya no soportaba más el maltrato para ella e indirectamente para su tierna hija. Ha tomado una decisión firme, “no va más”, y en Guayaquil se queda.
Pocos meses después empieza a recibir cartas de mi padre, pidiéndole perdón por todo lo pasado e invitándola a regresar a su hogar. Esto causa mucha angustia a mi madre porque aún, a pesar de todo, ama a su marido, pero el recuerdo del maltrato le impide aceptar una reconciliación, y así pasan tres años. No cesan las cartas de mi padre, le dice en su correspondencia a mi madre que ha conseguido un empleo en Riobamba, como “guarda de estancos”, una especie de policía para el control del comercio de la sal y del alcohol que eran monopolios del estado. Mi padre sostiene en sus cartas que con eso se acabaron las penurias económicas y que ahora es “otro hombre”, que se ha vuelto responsable y que ya “no toma ni juega a las cartas” y que ahora será un padre modelo para su única hija y un amante esposo para mi madre. Mi madre no es inmune a estos cantos de sirena, y, después de tres años, finalmente sus temores ceden y finalmente acepta volver a vivir con mi padre.
Ahora vivirán en Riobamba. Allí, en medio de una segunda luna de miel, nace la segunda hija de su matrimonio, mi hermana Lilita la bella, que es blanca, de ojos verdes como una aceituna, de pelo rubio y ligeramente ensortijado, nace en octubre 12de 1928. Lilita fue, desde muy pequeña la hija más cariñosa con mi madre, y, la que más se parecía a ella, tanto física como espiritualmente. Su parecido físico era muy grande, pero su parecido mayor estaba en su alma, ella era el retrato mismo de mi madre. Ella fue, después de la muerte de mi madre y cuando yo era aún un jovencito en formación, la madre que yo necesitaba para consolidar mi personalidad, para terminar de ser un joven y hacerme un adulto responsable. Ella concluyó la obra de criarme porque mi madre no lo pudo hacer, a ella, a Lilita debo en gran parte lo que soy, lo que hice y lo que haré en la vida.
Con el empleo que ha conseguido mi padre, las cosas en efecto han mejorado económicamente, el sueldo de mi padre, siendo muy modesto, alcanza sin embargo para sostener a la familia de cuatro. Letty va a la escuela a los seis años y, junto con Lilita, alegran la vida modesta de mis padres. Pronto, sin embargo mi padre pierde el empleo y la familia tiene que regresar a Pallatanga, a buscar la forma de sobrevivir. Mi madre empieza a usar las habilidades aprendidas de su abuela materna y se dedica a hacer pan, el pan que todos recuerdan en el pueblo como el pan de doña Luquita, un pan cuyo aroma y sabor lo recuerdo con nostalgia y con amor. Nada hay en la vida que me agrade tanto como el aroma a pan caliente que salía del horno de adobe, calentado con leña, donde se ahornaba el pan más delicioso del que yo tenga memoria. No hay en ninguna parte del mundo las empanadas de queso que mi madre hacía y que años después, desde cuando tuve siete años, yo le ayudaba a hacer. También yo le ayudaba a hacer las palanquetas, una especie de pan baguette, de harina y agua y que a la gente le gustaba especialmente para hacer sanduches y comerlos en el desayuno. Hasta los doce años ayudé a mi madre a preparar el horno, a hacer el pan, y, por supuesto, a comérmelo.