Sunday, January 16, 2011

DIFERENTES METODOS DE ENSEÑANZA

En el cuarto grado, mi nueva profesora venía recién graduada, con los más altos honores, como maestra en un prestigioso colegio de Guayaquil. Debe haber sido notable su preparación académica y probablemente debe haber sabido mucha teoría para ejercer su función académica, pero, también era evidente que su temperamento era muy distinto al de su predecesora, mi hermana Lilita. La nueva maestra era extremadamente severa con los estudiantes, aplicaba sin reparos los métodos más antiguos y duros. Usaba el principio muy en boga en aquellos tiempos de que “la letra con sangre entra” y para ese efecto, usaba muy frecuentemente el “jalón de orejas” hasta dejarnos las orejas blancas por sus manos con tiza y luego rojas al limpiarnos la tiza, lo hacía a su mayor discreción, hasta que doliera, y dolía mucho. Otras veces encargaba a uno de nuestros compañeros estudiantes que vivía en el campo, que le trajera diariamente una larga vara de huillo (una planta de ramas largas y semi-flexibles) para que le sirviera como látigo para castigar a los estudiantes que no llegaban a su esperado estándar de rendimiento o de conducta.
Yo era uno de los estudiantes que recibía más jalones de oreja, y a veces azotes, y no creo que porque era un estudiante deficiente (que nunca lo fui), o porque mi conducta o aprovechamiento así lo requerían, sino más bien porque ella quería mostrar a los demás estudiantes que nadie se escapaba de sus “reglas” y de “sus métodos”, por tanto, los demás estudiantes no podían esperar un trato menos estricto que el que se me daba a mi que era un buen estudiante.
Ni el jalón de orejas y ciertamente tampoco el latigazo, deben haber hecho mucho efecto positivo en mi desarrollo como estudiante o como individuo, no recuerdo que ellos hayan modificado mis hábitos de estudio, ni entonces ni después, puesto que sin eso, o tal ves a pesar de eso, llegué a ser el mejor estudiante de mi promoción y alcancé las máximas calificaciones y honores en la Facultad de Economía de la Universidad de Guayaquil. Allí me hice acreedor al Premio Contenta, el más alto galardón que la Universidad confiere a sus más distinguidos estudiantes. Alcancé el altísimo promedio de 9.75 en los seis años de estudio, pero no solamente eso, sino que, en cada uno de los seis años de estudio recibí el premio al mejor estudiante gracias a mis excelentes calificaciones. Se me ocurre que dentro, muy dentro de la actitud de esta profesora, o quizás en sus genes puede haber estado este temperamento, y, claro, la influencia innegable del medio y de la cultura de esos tiempos. No guardo, a pesar de todo, ningún resentimiento hacia esa profesora, sólo lamento que haya tenido que debutar como maestra en un medio en el que el castigo físico era parte de la cultura prevaleciente, por eso es necesario enfatizar que los individuos somos un producto de los lugares, de las épocas y de las culturas en que nos hemos desarrollado. El relato de esta parte de mi vida sólo es un homenaje a la verdad que brota desde mi alma en mis memorias, y que, como el agua de un río, no puede detenerse hasta que llega al mar, esto es, hasta decir lo que siento.
El quinto grado de mi escuela primaria no ha dejado en mi ningún recuerdo especial, ni siquiera recuerdo el nombre de mi profesor, o profesora de ese grado. Fue en sexto grado, y como parte del programa de estudio de geografía e historia, que por primera vez aprendí algunos detalles de la Vieja y fascinante Europa. Nuestro profesor, el señor Mármol, un hombre de más de cuarenta años, normalista y con mucha experiencia como profesor de primaria, era originario de Guano, muy cerca de Riobamba, él tenía un enfoque un poco más universal de las cosas, sobretodo, calmados sus ímpetus de juventud, ya no usaba métodos de enseñanza que incluyeran castigos corporales, y más bien usaba con nosotros el método del estímulo académico, como el de mencionar cada viernes el nombra del mejor estudiante de la semana. Éramos únicamente nueve alumnos, todos, o casi todos éramos buenos estudiantes, éramos un grupo muy unido y competitivo. El profesor Mármol le sacó académicamente mucho provecho al grupo. Nos puso a trabajar en proyectos especiales que incluían trabajos manuales de contenido académico. Recuerdo con mucha claridad que nos puso a trabajar en el uso del papel periódico, podrido en agua y mezclado con goma como materia prima para hacer mapas en alto relieve. A mi me tocó hacer un mapa en relieve de Europa. No fue fácil, me tomó varias semanas de trabajo cuidadoso. Mármol supervisaba el avance del trabajo con cuidado y paciencia. Al final, mi trabajo fue muy bueno, no gané el concurso que nuestro profesor organizó con estos trabajos, pero me quedó tan bien, que él mismo me pidió que lo pusiera en un tablero y lo exhibiera en nuestra clase hasta el final del año. Nunca me hizo sentir mal cuando me hacía ver los errores que en el camino cometía, siempre encontraba la palabra apropiada para estimularme a seguir adelante y mejorar mi trabajo. Lo mismo hacía con todos los estudiantes. Allí estaba la diferencia entre una maestra que trataba de imponer el conocimiento y la conducta a la fuerza, con otro que inducía al estudiante a amar el estudio, a comprender cada etapa del avance en su trabajo, a través del estímulo apropiado y oportuno.
Al final del año escolar, los nueve estudiantes del sexto grado le dimos al señor Mármol una despedida muy emotiva. Le hicimos saber que apreciamos mucho su entrega al trabajo, su paciencia, su dedicación y su mística educativa. Lloró de la emoción y algunos de nosotros lo hicimos también, porque era la última vez que nos veíamos. A mi me tocó partir para Guayaquil, a seguir mis estudios secundarios, a otros compañeros los mandaron a Quito, a otros a Riobamba, y unos pocos se quedaron en Pallatanga para siempre.
Fue por la época en que yo estaba en el quinto grado de la escuela primaria que llegó la electricidad a Pallatanga. Fue por obra de don Rodolfo Torres, un hombre de tez oscura y de hablar y acción calmados, nacido en el norte del país pero afincado en Pallatanga por mucho tiempo. Don Rodolfo pasaba casi todo el día sentado frente a su tienda de abarrotes situada en la esquina de la plaza frente a la iglesia, en la casa que en su parte frontal del segundo piso tenía pintadas las figuras de los Libertadores Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, y en medio de ellos el escudo de la República del Ecuador.
Don Rodolfo era un hombre de pocas palabras pero de acciones importantes, él fue un pionero del progreso de Pallatanga, él es el autor de la modernización del sistema de molienda de granos en nuestro pueblo y el también es el no reconocido héroe de la introducción de la energía eléctrica a nuestro pueblo, que hasta entonces sólo se alumbraba con candiles, con velas de cera, o, como máximo con lámparas Petromax. Don Rodolfo un día decidió e enviar a su hijo Acevedo a estudiar mecánica para ocuparse del mantenimiento del molino de turbina eléctrica que usando energía hidráulica planeaba instalar detrás de su casa y que reemplazaría a los viejos molinos hidráulicos, de pesadas piedras redondas, que existían en Jipangoto y Pilchipamba, caseríos distantes más de dos kilómetros del pueblo, y a donde los pallatangueños llevaban su trigo, maíz o cebada, en mulas, en caballos o en burros, para ser convertidas en harina o máchica.
Acevedo Torres, un hombre con innatas habilidades mecánicas, aprendió rápidamente electricidad y mecánica y le sugirió a su padre que junto al molino, y usando la misma fuerza hidráulica, se instale una turbina generadora de electricidad para proveer de luz al pueblo. Don Rodolfo, su padre, vio en esta idea un hito de progreso que él quisiera implementar y puso manos a la obra. La idea se implementó en pocos meses. Se construyó un canal para conducir el agua desde un medio kilómetro aguas arriba del río Güichichi, que corre sobre el lado oriental de Pallatanga y muy cerca del pueblo. Se instalaron la turbina y las líneas de conducción sostenidas en postes de madera, y en menos de un año, Pallatanga ya tuvo luz eléctrica. No cabe duda que el carrusel del progreso siguió pasando por Pallatanga. Yo no podía creerlo, por las noches había luz en nuestra casa, en donde antes nos alumbrábamos con candiles de mecha de kerosén al principio, o con velas de cera, o, más tarde, en un alarde de utilización del progreso tecnológico de la época, con las lámparas Petromax con gasolina como combustible. Ahora, por las noches podíamos tener un foco encendido en cada cuarto, era como si el sol hubiera extendido sus horas de alumbrar, y ya no se escondía del todo por las noches. Con la electricidad vinieron los radios, con los radios las noticias y la música. Era definitivamente que el siglo XX estaba en Pallatanga para quedarse.
Al final del sexto grado, cuando habíamos concluido la escuela primaria, los nueve compañeros nos despedimos con una mezcla de alegría y tristeza, la primera porque concluíamos una importante etapa de nuestras vidas, pero la segunda porque al hacerlo, irremediablemente nos íbamos a separar, posiblemente para siempre, puesto que casi todos partiríamos a seguir nuestros estudios, la mayoría de mis compañeros se irían a Riobamba, yo, como lo habían decidido mis padres, me iría a Guayaquil a “seguir mi educación” en un colegio secundario, una opción que muy pocos chicos de Pallatanga tenían y que yo, gracias al empuje y la visión de mi madre y la ayuda de mis hermanas podría tener.
En mi próximo capitulo: GUIDO, MI HEMANO MAS PEQUEÑO