Pasaron las semanas y empezó a gustarme la vida del colegio, en particular la práctica de los deportes, especialmente el futbol. Como solo éramos 20 estudiantes, normalmente jugábamos con un jugador menos de cada lado, pero para hacer un partido con 22 jugadores, jugábamos con dos profesores, el padre Hidrobo, que era un buen deportista y profesor de educación física y con el Hermano Hernández (un seminarista de último año del Seminario Mayor) que era el profesor de Historia y Geografía. El futbol era el deporte que mas practicábamos, pero como parte del programa de educación física, el padre Hidrobo nos hacia jugar basquetbol y volibol. Nuestros partidos de futbol duraban una hora, con dos tiempos de treinta minutos cada uno y jugábamos cuatro días a la semana. Nuestra cancha era de tierra apisonada y tenía casi las medidas de una cancha reglamentaria, los arcos eran reglamentarios y las líneas de tiza bien trazadas a lo largo y ancho de la cancha. Uno de los profesores era normalmente el árbitro y su pito era respetado sin reclamos. Nos rotábamos en las posiciones en la cancha porque casi todos los chicos preferíamos ser delanteros, de modo que así no había razón para quejarse de no haber tenido la oportunidad de hacer goles. El padre Hidrobo era muchas veces jugador y entrenador a la vez, y se desempeñaba bien en ambos papeles. Hacia el fin del año escolar 1954-55, para ser preciso, en el mes de junio de 1955, Hidrobo había definido ya muy bien dos equipos donde no había suplentes El equipo A y el equipo B. Todos los estudiantes jugábamos, pero había un estudiante de apellido Basantes, a quien simplemente no le gustaba jugar ningún deporte, era un chico blanco, pecoso, de pelo negro, de una talla mediana para nuestra edad pero que no sentía ninguna atracción por el deporte, era un típico “come libros”, o “aniñado”, a quien había que obligarle a jugar y siempre lo hacía mal. La regla era que Basantes no pertenecía a ninguno de los dos equipos, sino a los dos, el primer tiempo al uno y el segundo al otro. Así equilibrábamos las fuerzas de los dos equipos, que por lo demás, tenían jugadores dispuestos a dejar la última gota de sudor en la cancha para que su equipo ganara el partido. Yo jugaba en el equipo B y al finalizar el año, me había ganado la posición de mediocampista, y como tal, defendía cuando era necesario y una vez recuperada la bola, la pasaba a los delanteros que siempre me tenían cerca para respaldar sus ataques. Me gustaba esa posición y desde ella hice algunos goles.
Por el basquetbol y el volibol nunca sentí el entusiasmo que sentí en el futbol, los practicaba porque había que jugar para cumplir con el programa de educación física, pero nunca me sentí demasiado motivado, parte de la justificación para esto era que mi talla estaba por debajo del promedio de los demás estudiantes, pero la realidad es que esos deportes en sí mismo no me inspiraban entusiasmo. Por eso, mi calificación en educación física solo fue de 17 al termino de mi primer año en el Seminario.
La combinación bien planeada de actividad física, y más precisamente de deporte y estudio daba al Seminario excelentes resultados. Eso probaba, hasta la saciedad, el principio latino de que la mente está sana cuando el cuerpo está sano (mens sana in corporae sana). El rendimiento académico de los estudiantes de nuestro colegio era por lo tanto muy alto, y el mío era, mejor que el promedio. El colegio me gustaba, me brindaba un ambiente muy equilibrado de disciplina, estudio, deporte y actividad espiritual. En cuanto a esta última, claro, estábamos en un instituto donde nos preparaban para ser sacerdotes y por lo mismo, las clases de religión, y las conferencias sobre el mismo tema eran parte sustantiva de nuestro plan de trabajo diario. Asistíamos a misa y comulgábamos todos los días. Nos confesábamos generalmente los domingos (después del dia de excursiones al campo), para que el confesor nos perdonara el pecado venial de habernos metido en un huerto de capulíes y haber tomado, sin autorización de su dueño, unos cuantos frutos de sus árboles, tal era nuestra sencillez, tal era nuestra ingenuidad, que todos, o casi todos hacíamos fila para confesar el mismo pecado.
Los tres meses de clases se fueron en un abrir y cerrar de ojos, en menos de lo que canta un gallo ya estaba por acabarse el año lectivo 1955-1956 y todos los estudiantes estábamos entusiasmados por volver a casa. Para mí era una vacación temprana, solo había estado en clases los tres últimos meses después de haber concluido el año lectivo en el Aguirre Abad de Guayaquil
Para fines de Julio salimos de vacaciones. No había visto a mis padres ni a ningún miembro de mi familia en todo ese tiempo, por primera vez en mi vida había estado alejado de mi familia por tanto tiempo, sin embargo, debo admitir que no recuerdo haber extrañado mayormente ese hecho. Viajé a Pallatanga un viernes en la tarde, a bordo de un tráiler halado por un jeep que llevaba mucha carga, (fue el único asiento disponible en un medio de transporte al que le sobraba la demanda), allí, por momentos llegue a pensar que yo saltaba sobre la carga como un grano de canguil en la olla canguilera, pero lo tomé como parte de la diversión del viaje. Después de tres horas de viaje, llegue con tanto polvo en la cara y en mi ropa que debe haber sido difícil conocerme. El jeep se detuvo frente a nuestra casa para permitirme que bajara del tráiler. Mi madre me recibió con enorme alegría, me abrazo y me beso muchas veces, como solo ella sabía hacerlo, con la ternura de una madre que amaba a su hijo, con ese amor de madre que fluye como el agua de una catarata y que te baña de dulzura, de alegría y de frescor. Nuestra conversación se centró en el Seminario, en los estudios, en mi estado de ánimo durante estos últimos tres meses. Mi felicidad era múltiple. Llegaba a mi casa, a mi hogar, a mis padres, a mis amigos, a mi ambiente, a mi clima, a lo que yo consideraba todo mío, y, además venia de disfrutar de un ambiente que me resultó enormemente grato y al que debía regresar después de tres meses de vacaciones para iniciar mi segundo año de clases. En poco tiempo puse a mi madre al dia en todo lo que concernía al colegio y a mi vida en el. Ella estaba radiante de felicidad. Poco tiempo después llego mi padre y lo pusimos al dia de nuestra conversación. También él se contagió de nuestra alegría. Para él, el "Milagro de El Tablón" seguía siendo el anuncio de que todo iría bien y de que Dios estaba conmigo y con nuestra familia, porque yo iba a ser un hombre dedicado a proclamar el Evangelio.
Olvidaba decir que entre las cosas nuevas que aprendí en los tres meses en el Seminario, fue a andar en bicicleta. Me gusto tanto que salía todos los domingos (dia libre para los estudiantes del Seminario) y me gastaba dos sucres (más o menos el cincuenta por ciento de mi mesada semanal), en cuatro horas de alquiler de este maravilloso vehículo. A mi madre le pareció muy peligroso lo que había hecho, pero admitió que era algo de lo que podría disfrutar en mis vacaciones, pues para entonces, ya había en Pallatanga un lugar donde se podían alquilar bicicletas. No hay duda que Pallatanga seguía, lenta pero seguramente, avanzando en el camino interminable de la civilización y la tecnología…
En mi próximo capítulo: DE VACACIONES ANTES DE VOLVER AL SEMINARIO
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