DE VACACIONES ANTES DE VOLVER AL SEMINARIO
Pallatanga, ese hermoso valle donde mis bisabuelos decidieron quedarse hace más de ciento cincuenta años, es una tierra bendita. La plaza central del pueblito está ubicada a 1.450 metros sobre el nivel del mar, y está rodeada de pequeños cerros y grandes montañas por tres de los cuatro costados. Hacia el sur-oeste las montañas se abren como un inmenso portón, dando paso a varios pequeños pero rápidos ríos de la cuenca del Rio Chimbo, entre ellos el Güichichi, el Coco, el Chayaguan y el Citado, que cual dedos de una misma mano, unen sus cauces al poderoso Chimbo, que es un afluente importante del Rio Yaguachi, que amansado por el llano tropical, sigue corriendo lentamente a formar parte del Rio Babahoyo que frente a Guayaquil se une al Daule para formar el caudaloso Guayas, el río que plácido lame a la ciudad de Guayaquil. Es por allí donde nace la simbiosis que hizo a Pallatanga un pueblo medio serrano por su geografía pero medio costeño por su producción, por la forma de pensar de su gente, por su visión amplia de la vida, por su afecto y simpatía por Guayaquil y por la costa. Era curioso escuchar a los viejos pallatangueños expresarse como si fueran costeños, como si a pesar de la geografía, ellos pertenecieran al llano tropical. Era lo más normal ver a los pallatangueños interesarse por las noticias de El Universo de Guayaquil, periódico que circulaba al menos tres veces por semana, traído desde Bucay por los Arrieros (un solo ejemplar del periódico circulaba de mano en mano hasta que sus hojas empezaban a romperse). Era a través de este diario que los pallatangueños se informaban de las noticias del mundo. No fue sino hasta bien entrada la década de los cincuenta y cuando los Jeeps ya eran parte de la vida diaria de nuestro pueblo, que El Comercio de Quito comenzó a circular en Pallatanga.
Es a través de los caminos de los arrieros y sus mulas, que siguen casi paralelos al cauce natural de los ríos que llevan su agua fría nacida en el paramo hacia el llano costeño y que termina en el mar, que nace y se desarrolla ese invisible, pero tangible lazo, ese ligamento simbiótico de los pallatangueños con La Costa, con Bucay, con Milagro y con Guayaquil. Ese ligamento, que se fue desarrollando a través de los tiempos, que hizo que los hombres y mujeres de Pallatanga siempre quisieran ir a Guayaquil a buscar nuevos horizontes, a buscar trabajo, a mejorar su situación económica. Fue por esa fuerte simbiosis desarrollada a través de los tiempos y de las generaciones que mi familia empezó a migrar hacia la Costa, hacia “la ciudad que manso lame el caudaloso Guayas” como lo dijera un poeta que amaba y cantaba a Guayaquil. Y en nuestra familia, fue mi madre y su inquebrantable fe en las bondades de la civilización y del progreso de la gran ciudad de Guayaquil, la que nos empujó, uno por uno hacia la gran ciudad donde hicimos nuestras vidas de adultos y a donde volvemos siempre con más amor por ella y por sus causas.
Para la fecha en que yo llegué de vacaciones a Pallatanga, en Julio de 1955, mi mama estaba haciendo planes para trasladarse a Guayaquil en abril del siguiente año, a tiempo para el nuevo año lectivo, llevando a mi hermano Guido, el más chico de la familia para que hiciera el último año de su escuela primaria allá, en el destino final escogido por ella. No obstante su gran amor a Pallatanga y a su gente, mi mama siempre miró a Guayaquil como el destino final para sus hijos, Guayaquil era para ella el lugar que a sus hijos les daría las oportunidades que ellos no podían tener en Pallatanga. Por eso, cuando se acercaba el momento de que su hijo más pequeño requería educación secundaria, para ella ya no había alternativa sino ir con él, para seguirlo guiando por el camino más recto. Ya todos sus hijos estaban en Guayaquil, excepto uno (yo), pero claro, yo estaba en buenas manos, yo estaba en el Seminario, preparándome para hacerme un cura, y eso la hacía sentirse muy segura de mi, mas aun cuando de regreso de los tres meses de prueba, mis calificaciones eran muy buenas y mi actitud hacia el Seminario era altamente positiva.
Fue en estos tres meses de vacaciones que yo, con trece años de edad, cuando empezaba mi adolescencia y empezaba a tomar una consciencia más madura del mundo a mi alrededor y podía tener un criterio menos emotivo y más práctico de la vida y del ambiente en que me desenvolvía, cuando empecé a evaluar en toda su magnitud el valor de mi madre, no solo como tal, sino como mujer, como esposa, como ama de casa, como curadora, como cristiana, como ciudadana, como consejera, como amiga, como pequeña empresaria, como trabajadora, como protectora de los más pobres, en fin, como mujer solidaria con las necesidades de la gente de sus pueblo, pero sobretodo como visionaria, como guía espiritual y sostén material de sus hijos. Si existe una palabra, una sola palabra que pueda definirla a mi madre, la que más se aproxima a su plenitud seria SOLIDARIA. La solidaridad era la estrella que guiaba su vida, su acción diaria, su visión hacia el futuro y su visión cósmica de la realidad diaria. Por eso, cuando pienso que debo hacer para parecerme a ella, porque ella es mi estrella, porque ella es mi guía, porque ella es mi ejemplo a seguir, porque ella, como persona, es la meta a alcanzar, creo que la mejor forma de hacerlo es siendo solidario. Solidario no solamente con mis hijos, con mis familiares, con mis amigos, sino más que nadie, con los que no tienen a nadie en el mundo a quien pedir ayuda, con los más pobres, estén donde ellos estén.
Un dia ordinario para mi madre comenzaba a las cinco de la mañana, ella se levantaba con el despertador natural del campo, con el canto de los gallos, con ese canto que desde muy pequeño, y por unos minutos cada dia, me transportaba al espacio infinito que mis escasos conocimientos de geografía me lo permitían, pero me llevaba muy lejos, soñando que viajaba... Mientras tanto, ella comenzaba preparando su casa para un nuevo dia de trabajo, un dia que no acabaría sino a las nueve o diez de la noche. Prender el fogón de leña para hacer el desayuno era seguramente una de sus primeras tareas después de su aseo personal. Preparar la ropa con la que iríamos a la escuela y la de mi padre para que saliera a su trabajo diario seguía en el orden de su plan del dia. A las seis de la mañana estábamos todos despiertos y nuestra madre era la encargada de asegurarse que nos laváramos la cara y los dientes y estuviéramos listos para empezar la media hora de estudio de las lecciones del dia, después de lo cual debíamos estar listos para el desayuno y a las siete de la mañana estábamos desayunando un café con leche con dos de las deliciosas empanadas que ella mismo hacia para su negocio de panadería.
Una vez atendidos sus hijos y nuestro padre, en los días ordinarios, ella empezaba su dia de trabajo que incluía lavar la ropa, cocinar, tejer, coser, planchar, bordar, limpiar la casa, cuidar el jardín, cuidar y dar de comer a las aves y siempre a un par de cerdos que estaban en la chanchera a veinte pasos de la casa, preparándose para el gran dia de fiesta familiar que era aquel en que se mataba un cerdo. Sus labores también incluían cernir la harina del trigo local y prepararla para ser mezclada con la harina importada que venía desde Guayaquil, para poder usarla el sábado para el pan que debía ser hecho el sábado y estar listo para el fin de semana y el resto de la semana. El sábado, por lo tanto era el dia mas atareado de la semana, ese dia era el de la panificación, el dia en que mi madre trabajaba quince a dieciséis horas seguidas, preparando la harina, amasando, preparando el horno, haciendo los diferentes tipos de panes (tarea en que yo le ayudaba mucho), esperando que el pan leudara lo suficiente, para luego meterlo al horno, esperar el tiempo necesario, sacarlo del horno y ponerlo en una gran batea de madera y taparlo con un mantel muy limpio, para que estuviera listo para ponerlo en la vitrina muy temprano el dia domingo, el dia de la feria, el dia que todo el mundo compraba su pan, el pan nuestro, el pan que nos daba la vida. Pero, eso no era todo, el domingo mi madre cocinaba casi toda la mañana, para que, al medio dia, al terminar la misa de las doce, los pobres que llamaban “comadrita” a mi madre, nunca se regresaran a sus casas sin haber probado un plato de comida preparado por sus manos, por sus manos llenas de callos, por esa manos que casi nunca descansaban, por esas manos que empezaban a mostrar los efectos de la artritis, pero que siempre estuvieron abiertas para los pobres. Pero eso no era todo, mi madre atendía a los enfermos, sus recetas caseras eran infalibles, ella se encargaba de curar a los niños que casi moribundos llegaban hacia ella en brazos de sus desesperados padres, y tres días después habían regresado casi desde el limbo, a alegrar las vidas de sus seres más queridos. Ella era curadora, era sabia, era SOLIDARIA…
Fue así como en el verano del año 1955, durante mis vacaciones del Seminario, conocí plenamente a mi madre, a esa heroína desconocida a la que nadie nunca le dio una medalla, a esa heroína que valía más que una brigada entera de primeros auxilios y que nunca esperó nada a cambio de lo que hacía por los demás. Ella se adelanto en muchos años a la Madre Teresa de Calcuta, cuando decía que uno solo vive una vez y que hay que hacer el bien, sin mirar a quien, en la primera oportunidad que tengas, porque esa oportunidad se ira y podría no volver. Fue en ese corto plazo de tres meses de vacaciones, que yo tuve muchos diálogos, uno a uno con mi madre, fue durante ese verano que yo tomé un curso intensivo de solidaridad humana, con la mejor maestra del mundo en esa materia, mi madre…
En mi próximo capítulo: DE VUELTA EN EL SEMINARIO
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