Friday, November 30, 2012

EN LA RUTA RAPIDA DEL EXITO



Mi primer año en AA&CO. (“La Firma”), fue un absoluto éxito. Mi trabajo era altamente apreciado por mis superiores Jerry Windham y Pepe García. Era la política de La Firma que al final de cada trabajo en un cliente, el personal fuese evaluado por sus superiores. Mis evaluaciones siempre fueron excelentes. También, como parte de las políticas de La Firma, cuando la evaluación de un individuo en un trabajo excedía las expectativas de sus superiores, o estaba muy por debajo de ellas, había que elaborar una hoja especial llamada Green Sheet u “Hoja Verde”, en la cual, el supervisor explicaba en detalle las razones por las que el individuo en particular había merecido dicha Hoja Verde, sea esta por excelentes méritos, o por severas deficiencias. Dicha hoja era luego discutida en máximo detalle por el supervisor con el individuo a quien se le había hecho esta evaluación especial y pasaba a formar parte (luego de ser examinada por el socio a cargo de La Firma), del archivo personal de la persona evaluada y una copia era enviada a las oficinas centrales de ARTHUR ANDERSEN & CO. En Chicago, Estados Unidos.

Durante mi primer año en La Firma, me hicieron tres Green Sheets, un caso raro en La Firma Internacional, único caso en La Firma en el Ecuador, y un indicador del alto grado de aprecio que mi trabajo tenía de parte de mis superiores. Para el fin del primer año de mi trabajo, fui promovido a la categoría A-3 (asistente 3 de auditoría). Mi segundo año con La Firma, fue igualmente exitoso. Continúe absorbiendo conocimientos casi como una esponja, a un ritmo que nunca antes me hubiera siquiera imaginado. Era un proceso en el cual, durante cada trabajo que se me asignaba, encontraba nuevas cosas que aprender y nuevas situaciones donde podía aplicar mi experiencia previa, lo que me permitía seguir agregando conocimientos y experiencia. Al terminar mi segundo año con La Firma (abril de 1971, Pepe García, nuestro Gran Jefe me llamó un día a su oficina y después de elogiar mi desempeño durante el año anterior, me hizo saber mi nueva categoría (A-5), o lo que solíamos llamar “un semi-senior” (o casi un senior), al mismo tiempo que me preguntaba si yo estaría dispuesto a ser transferido de la División de Auditoría, a la División de Impuestos, donde mis responsabilidades principales estarían en la revisión de los impuestos sobre la renta de nuestros clientes corporativos. Al final de esta muy agradable y positiva reunión, Pepe me anunció que debía viajar a Río de Janeiro en dos semanas, a una reunión de Gerentes y Socios de toda Latinoamérica, de la División de Impuestos de La Firma. Yo no conocía Río, así que salí de la reunión con una sonrisa de oreja a oreja, feliz de pertenecer a Arthur Andersen y a la nueva División de La Firma.

Esta División de servicios de la Firma aún no había sido abierta en el Ecuador, y a mi me estaba siendo ofrecido el honor de ser el primer encargado de ella. Según palabras de Pepe García, esta idea le había surgido al revisar mis papeles de trabajo de un cliente grande, a quien, por mi propia iniciativa (mi supervisor, un senior extranjero, no tenía experiencia en impuestos del Ecuador) le había hecho una revisión de impuestos, habiendo encontrado una deficiencia importante en la reserva para el pago de los impuestos del año 1970. En efecto, esta era un área en la que yo estaba especialmente preparado, dado mi paso por el Departamento de Impuestos del Ministerio de Finanzas entre los años 1965 y 1966. Extendí la mano a Pepe García diciéndole “de acuerdo Pepe, gracias por tu oferta, acepto el desafío”. Desde entonces, mi trabajo consistía en revisar los impuestos de todos nuestros clientes, aparte de continuar haciendo trabajos de auditoría para hacer más eficiente la utilización de mi tiempo.

En Febrero de 1971, apenas dos años después de haber comenzado a trabajar para La Firma, y mientras estaba desempeñándome como el jefe de un grupo de tres asistentes de auditoría en la compañía PINTEC (el fabricante local de las pinturas Glidden, una subsidiaria de la compañía Glidden que tenía su matriz en Cleveland, en el estado de Ohio, Estados Unidos de América), recibí una tentadora propuesta de trabajo (la primera de muchas que recibí después).

Don Carlos Vallarino, el gerente general de la compañía (el tercer más gran fabricante de pinturas en los Estados Unidos, cuya matriz había sido fundada en 1875) me llamó un día a su oficina en un día viernes en la tarde, justo antes de que saliéramos de la oficina por el día y la semana. Don Carlos estaba acompañado de Julio Coppa, Contralor de la compañía, un ciudadano cubano-americano.

“Siéntese Rafael” me dijo don Carlos cuando yo entré a su oficina, y después de ofrecerme un café, entró inmediatamente en materia.

“Rafael”, me dijo, mirando a Julio quien estaba sentado junto a mi y a un costado de don Carlos, “quiero informarle que Julio, nuestro Contralor, quién ha hecho un magnífico trabajo durante los últimos tres años, termina su asignación en Ecuador en Mayo de este año, y él debe regresar a nuestra casa matriz en Cleveland. “Ellos (se refería a su casa matriz), nos han autorizado a buscar localmente un remplazo para Julio y en eso estamos ahora, y por eso mismo es que le hemos pedido a usted venir a hablar con nosotros”. Y, continuando con su exposición, Don Carlos agregó: “Julio mismo, quien ha visto su desempeño en el trabajo de auditoría que ustedes nos están haciendo, me ha sugerido que hablemos con usted para proponerle que acepte remplazarlo”, para luego agregar; “Julio está convencido, y yo estoy de acuerdo, que usted tiene los conocimientos y la experiencia para tomar a su cargo, con éxito, el trabajo de Contralor de esta empresa”, agregando, “en pocas palabras, Rafael, le propongo que se venga a trabajar con nosotros a partir del mes de marzo, que asista a un entrenamiento de dos meses en nuestras oficinas centrales en Cleveland y que a partir del mes de junio venga a Guayaquil y se haga cargo de las responsabilidades asignadas a nuestro Contralor. La remuneración que me ofrecían equivalía a mas de cuatro veces el valor del sueldo que en ese momento yo ganaba.

La propuesta me tomó completamente “fuera de base”. Una combinación de sorpresa, orgullo, felicidad, miedo y halago personal me invadió por completo, tanto así que lo único que pude decir, apelando a mis reservas de capacidad para disimular, fue que les agradecía mucho por haberme considerado para la alta posición que se estaba abriendo; que su propuesta la consideraba como un gran halago para mi desempeño en el trabajo de auditoría que estaba dirigiendo, y que les pedía disculpas por no poder darles una respuesta inmediata. Agregué que “me permitieran pensarlo con calma y que mi respuesta (que sabía que debía darse pronto) la tendrían en una semana. Tanto Don Carlos como Julio sonrieron satisfechos y me dijeron que me tomara el tiempo necesario para darles mi respuesta.

Por primera vez en mi vida estaba enfrentando una situación en la que me invitaban a cruzar un puente que siempre quise cruzar, pero que no estaba seguro que fuera el tiempo apropiado para hacerlo. La tentación estaba allí, pero sentía temor de no estar a la altura de lo que de mi se esperaba. Era tiempo de tener alguien que me diera el consejo adecuado. En esos momentos recordé con absoluta claridad mi conversación con tres compañeros en La Firma, que comenzaron su trabajo en ARTHUR ANDERSEN el mismo día que yo lo hice, un poco más de dos años atrás. En aquella ocasión les había dicho que yo quería hacer una carrera en La Firma. Les dije entonces que por lo menos en aquellos momentos, yo no necesitaba más de lo estaba ganando, que el dinero no era mi prioridad, sino la escuela, los conocimientos y la experiencia que La Firma me iba a dar. Había llegado el momento de ser o no ser, de hacer o no hacer honor a mis palabras.

Necesitaba ayuda urgente, una ayuda que viniera de alguien mas maduro, mas experimentado, con un horizonte más amplio y una visión más analítica que la que yo tenía. Pensé entonces en Pepe García, mi jefe, mi mentor, mi supervisor, y si, también mi amigo. Aun cuando pensé que de alguna manera Pepe en este asunto iba a ser juez y parte, nunca dudé que dada su alta calidad humana, su juicio iba a ser objetivo y maduro, y no dudé que el tendría primordialmente en cuenta mi interés personal, aunque este pudiera no correr paralelo con el de La Firma a la que él representaba. Me decidí ir a ver a Pepe y pedirle su consejo.

Pedí a Pepe que me permitiera hablar con él sobre “un asunto personal” y Pepe me recibió inmediatamente. Su consejo fue directo: “Se muy bien, Rafael, que tu debes sentirte muy halagado por esta propuesta. “De yo haber estado en tus zapatos, me sentiría igualmente tentado y halagado”, y agregó; “sin embargo, creo que te conozco mejor de lo que tu crees. Sé muy bien que viniste a nuestra Firma con una meta clara en tu mente, una meta de largo plazo, una meta que aún no haz alcanzado, pero además, yo sé y tú también lo sabes muy bien, que en nuestra firma te está yendo extremadamente bien”, y continuó; si tu sigues adelante al ritmo que vienes, no está lejos el día que alcances el nivel de remuneración que esta gente te ofrece, por eso, agregó; la remuneración por tu trabajo no debería ser la motivación principal en este asunto”. Para concluir, dijo Pepe; “cualquiera que sea tu decisión, es un asunto absolutamente personal, yo sé que será una decisión suficientemente meditada, y por tanto sabia, y que tomará en cuenta lo que sea mejor para ti”; y concluyó; “Rafael, espero que tu decisión sea quedarte con nosotros”. Ese fue el consejo que recibí, el consejo sabio y maduro que necesitaba y que recibí de mi gran amigo, de mi gran mentor, mi jefe y amigo Pepe García.

En menos de una hora llamé a don Carlos Vallarino, y después de agradecerle por su propuesta, le dije que declinaba el honor de aceptar la posición que me habían ofrecido él y Julio Coppa. La actitud de ambos durante el resto de mi trabajo en Pintec nunca cambió hacia mí. Eso confirmaba mi percepción de que ellos eran dos caballeros y dos ejecutivos de alto nivel.

Muchos años después, en 1987, cuando comencé a jugar golf en el Guayaquil Country Club, un día sábado me encontré con Don Carlos Vallarino, quien era entonces uno de los jugadores más buenos y conocidos del club y me acerqué a saludarle. Fue un encuentro casual muy agradable y entonces recordamos nuestra reunión de 1971 y ponderamos lo que hubiera ocurrido si yo hubiera aceptado su propuesta. Por mi parte, muy para mis adentros pensé que hice lo correcto, y si tuviera que volver a vivir la misma situación, mi decisión habría sido la misma.

En mi próximo capitulo: UN CAPITULO TRISTE, PERO LA VIDA SIGUE SU CURSO

Thursday, November 22, 2012

HERMANO MAYOR A LOS VEINTISIETE AÑOS


Hacia finales de septiembre de 1969, mi vida había cambiado en más de una forma. Sin mi madre, me sentía como si no tuviera una familia, porque ella en realidad era para mí como toda mi familia. Claro que mi padre aún vivía, pero desde que cumplí 12 años, su rol para mí había sido algo así como distante. Ciertamente mi padre y yo nos veíamos de manera intermitente, dos o tres veces al año, y me era claro que él era el jefe de la familia, pero él nunca fue el padre mentor, el padre a quien yo como hijo quisiera imitar , simplemente porque la mayor parte del tiempo él estaba ausente física y emocionalmente de mi y su fuerte temperamento era como una especie de barrera que impedía una fluida comunicación con sus hijos, o por lo menos conmigo en particular, pero, aunque parezca contradictorio, sin lugar a dudas yo lo amaba y lo respetaba sin que esto signifique que lo admirara.

Fue en ese momento de mi vida que mi hermana Lilita, casada con Lolo Muñoz, me acogió en su casa y me adoptó como a un hijo y así me convertí en el hermano mayor de los cinco hijos que Lilita y Lolo tenían; cuatro varones y una niña. Su hijo mayor, Leonardo que era sólo ocho años menor que yo; Chachita (Lilia Lucrecia), Milton, Freddy y Polito (Leopoldo) el menor y más mimado de todos. Así, a la edad de 27 años, me convertí en el hermano mayor de esos cinco hijos de mi hermana, y por primera vez desde que yo tenía 12 años, empecé a vivir con toda mi (nueva) familia bajo un mismo techo y bajo la tutela de mi padre y mi madre (adoptivos). A mi hermana Lilita le complacía mucho que yo, que a la edad de 27, cuando ya tenía una ruta trazada para mi vida, que disfrutaba de un buen trabajo y estaba en camino de culminar mis estudios universitarios, viniera a su casa, y me convirtiera en una especie de modelo para sus hijos.
Tan pronto como regresé de México, fui cariñosamente recibido por todos en mi nuevo hogar, recuerdo que uno de mis nuevos hermanos tuvo la ocurrencia de llamarme “El Poderoso”, nombre con el cual todos mis sobrinos me han llamado desde entonces. Todos mis nuevos hermanos se acostumbraron pronto a la idea de que yo era uno mas en la familia, y todos, sin excepción, me mostraron el respeto y la consideración debida a un hermano mayor. Pocos meses más adelante, nuestra familia se mudó a la nueva casa que Lolo y Lilita habían construido en la ciudadela Kennedy, una nueva área de vivienda para clase media, que quedaba a sólo una cuadra de la nueva y amplia Avenida Kennedy y a cuatro cuadras de la Facultad de Ciencias Económicas donde yo ya cursaba el cuarto año.

Allí yo compartía una habitación con Freddy, el cuarto de los cinco hijos de mi hermana, quien era 14 años más joven que yo y con quien hicimos una “alianza virtual”. Freddy era un gran deportista; su deporte era el tenis de mesa, y su juego era tan bueno que a los quinde años de edad ya fue seleccionado para asistir a unas competencias de alto nivel en Pekín, en una época en que llegar a la China Popular era casi como llegar a la luna. Algunos domingos solíamos asistir los dos a los partidos de EMELEC en el cercano estadio Modelo, lo que cementó más aún nuestra alianza, e hizo que Freddy se convirtiera en un hincha de EMELEC y hasta ahora lo es, como lo son sus hijos y lo serán sus nietos. Muy a mi pesar, sin embargo, todos mis demás sobrinos eran, como su papá, hinchas de Barcelona, nuestro eterno rival del barrio, luego de la ciudad, y actualmente del país.
Fue por esa misma época que yo compré mi primer carro, un Volkswagen escarabajo de color verde, modelo 1965, el que yo consideraba el carro mas lindo del mundo, siendo mi gusto compartido por muchos de mis amigos y amigas de la universidad, en una época en que sólo uno de cada cincuenta estudiantes podía tener un carro propio, y, por lo tanto yo era mirado poco menos que como un súper héroe de las telenovelas y mi carrito como el "cupido motorizado" de la famosa película que por esa misma época apareció en los cines de la ciudad. Fue así como yo entré en el casi exclusivo club de estudiantes de la universidad (los que teníamos carro), en el que sus miembros éramos mirados con respeto y hasta con algo de sana envidia por nuestros compañeros y con coqueta admiración y busca de "afinidad" por nuestras compañeras a quienes les encantaba subirse a mi carrito. Por esa misma época se puso de moda la cumbia colombiana “la cosecha de mujeres nunca se acaba”, que a los muchachos del club nos venía como anillo al dedo, y que disfrutábamos a mas no poder junto con mis amigos y amigas de la universidad.
Fanny y yo no veíamos con alguna frecuencia y de alguna manera disfrutábamos de nuestra mutua compañía, pero mis continuos viajes de trabajo, por un lado, y nuestra falta de genuino interés en esa relación, por el otro, no contribuía a afianzarla. Fanny veía nuestra diferencia de ocho años como una barrera poco menos que insalvable, porque ella era una jovencita de dieciocho y yo era ya un hombre de veintisiete, que disfrutaba de las delicias de un buen ingreso, un buen carro y muchas amistades, pero que además no tenía mucho interés en una relación muy seria. Eso no encajaba en el espíritu y el carácter de una jovencita muy guapa y estudiosa, pero más preocupada por los cantantes y artistas de moda, que en salir con un hombre mayor como yo.

Pero aun así, yo no quería romper con Nena, porque realmente me gustaba y, muy hacia mis adentros, ella siempre fue considerada como "la primera entre iguales" al tiempo de considerar nuestra relación, en un momento en que las oportunidades con otras chicas se facilitaban y se multiplicaban.

En la Firma trabajábamos mucho durante toda la semana, pero las farras del viernes eran parte integral de nuestra vida de estudiantes, estas se prolongaban hasta bien entrada la madrugada del sábado, y manejar y llegar hasta la casa sin tener un accidente era un repetido milagro, hasta el punto en que mi madre adoptiva, mi hermana Lilita me llamó la atención muy seriamente y me advirtió de los peligros de hacerlo, enfatizando el hecho de que este asunto no era un buen ejemplo para sus hijos, que eran además mis hermanos adoptivos. Gracias a Dios, nunca tuve un accidente, a pesar de que en ciertas ocasiones llegaba a la casa tan tarde y con tanto sueño, que me quedaba dormido dentro del carro, a la puerta de la casa. No era, ciertamente esto, una de las lecciones de buen comportamiento que se suponía que el hermano mayor diera a sus hermanos más jóvenes, menos mal que todos ellos dormían hasta bien avanzada la mañana del sábado y no fueron nunca testigos presenciales de mi falta de cuidado.

Entretanto, mi desempeño en la Universidad y en el trabajo era óptimo, perseguía sin descanso la meta de graduarme con excelencia, pese a que debía ausentarme por períodos relativamente largos de la Universidad para atender mis obligaciones de trabajo. Aun así me mantuve siempre al tope de mi clase y me gradué en 1972 con el máximo honor que la Universidad concede a sus estudiantes, el PREMIO CONTENTA.

La Firma, esa maravillosa escuela de profesionalismo, de trabajo y de vida de la que yo formaba parte, seguía compensando mi excelente desempeño con ascensos y mejoras en mi compensación, lo que me daba el empuje necesario para seguir adelante haciendo lo que yo consideraba indispensable para mi progreso personal y profesional.

La vida dentro de mi nueva familia contribuyó también a mi formación como individuo, como profesional y como hombre responsable. Mi hermana y mi cuñado eran incansables en su trabajo, se levantaban diariamente, seis días a la semana, a las cinco y media de la mañana y a las seis y media estaban ya atendiendo su negocio, una despensa localizada en la calle Pedro Carbo y Colón, donde mientras ella trabajaba haciendo los higos en almíbar, el dulce de leche, los cakes y otras delicias que los clientes devoraban diariamente, él atendía personalmente a sus clientes. Su día de trabajo terminaba cerrando la despensa a las ocho de la noche. Con su laborioso trabajo llegaron a educar a sus hijos en dos de los mejores colegios de la ciudad, La Inmaculada y el San José, pero además pudieron construir un patrimonio que hasta hoy es parte del patrimonio de sus hijos, su linda casa en la urbanización Kennedy. De Lolo y Lilita yo aprendí su dedicación al trabajo, su entrega total a las responsabilidades con sus hijos y su inquebrantable solidaridad con la familia. Sin duda, yo aprendí de ellos mas como su hijo adoptivo que lo que pude enseñar a mis sobrinos como su hermano mayor.


En mi próximo capitulo: EN LA RUTA RAPIDA AL EXITO

Wednesday, November 14, 2012

UNA LECCION INOLVIDABLE

UNA LECCION INOLVIDABLE
Después de haber enterrado los restos mortales de mi madre, y desde entonces hasta ahora, ella está permanentemente presente en mi memoria. Pienso a cada momento en su vida, en su incansable dedicación al cuidado de su familia y su inquebrantable actitud de solidaridad con los pobres; su pasión por la educación de sus hijos y de los hijos de los pobres de su pueblo; su profunda fe en Dios y Su permanente presencia en nuestras vidas; su admirable fuerza para resistir la dureza (siempre combatiéndola) de su vida en la pobreza, pero, mas que nada la recuerdo por sus lecciones prácticas de profunda integridad e inquebrantable honestidad. Quiero compartir con ustedes una de esas lecciones porque considero que es emblemática de su carácter y su integridad personal.
Cuando yo aun no había cumplido ocho años, un típico día de invierno, sin sol y con bastante neblina, en el mes de enero de 1950, después de haber salido de la escuela, alrededor del medio día, mi madre me pidió que fuera a recoger la leche que nos vendía un granjero de apellido Robalino, que vivía en una colina a una distancia de alrededor de dos kilómetros y a unos cuatrocientos metros de elevación al noroeste de nuestra pequeña casa que estaba situada a la entrada norte de nuestro pueblo. Tomé el balde de latón en el que debía traer la leche y emprendí por el estrecho camino a la casa del señor Robalino. Mientras en mi camino atravesaba el tenebroso, temible y oscuro “Siete Capas” (lugar sobre el cual he hablado extensamente en un capítulo anterior de mi historia), casi enterrado en el suelo rojizo y enlodado por la lluvia, llamó mi atención, al tropezarme con un pequeño bulto envuelto en un sucio pañuelo que probablemente fue blanco mucho tiempo atrás. Me incliné a recogerlo , el bultito era algo pesado, la curiosidad me hizo desatar el nudo y; oh sorpresa!, el pequeño bulto contenía algunas monedas, las que al contarlas sumaban diez sucres y noventa y cinco centavos, todo en monedas de veinte, diez y cinco centavos (pesetas, reales y medios, que eran las monedas metálicas de aquella época). Me dije a mismo entonces “que suerte tengo, esto es una pequeña fortuna (debe haber sido, al cambio de entonces, algo así como unos cinco dólares), y era mía!; yo nunca en mi vida había tenido tanto dinero!.
Cuando regresé a casa con el balde de leche, lleno de júbilo, estaba feliz casi como un pájaro temprano en la mañana, le dije a mi mamá; “mamita, mire lo que me he encontrado en el camino, esto es plata, mucha plata, y es mía, sólo mía”. Yo estaba seguro que ella compartiría mi felicidad.
Ella se puso muy feliz, ciertamente, pero por una razón muy diferente a la mía. Ella tomó en sus manos el pequeño bulto que contenía el dinero y me dijo: “mijito; lo que tu has encontrado hoy, seguramente alguien muy pobre lo debe haber perdido hace muy poco tiempo, y debe estar muy triste y buscándolo. Lo que nosotros debemos hacer, es averiguar quién lo ha perdido, y devolver ese dinero a su legítimo dueño”. De pronto me encontré en una total confusión, y solo pude preguntarle a mi mamá; “¿cómo vamos a encontrar esa persona?”; su respuesta fue inmediata “no te preocupes mijito, yo hallaré una forma de encontrarla”. Yo estaba en un estado de shock, no entendía para nada lo que mi mamá iba a hacer, y confieso que hasta me dolió un poco su actitud, pero dejé que mi madre manejara la situación, después de todo, yo no tenía otra opción!.
La mañana del domingo siguiente, mi mamá fue a la iglesia, habló con el cura y le pidió que desde el púlpito averiguara quien era el dueño del pequeño pañuelo con el dinero. Inmediatamente después de la misa una viejecita de más de setenta años apareció ante el cura, y le dijo, con lágrimas de felicidad en sus ojos, que ella era la dueña del dinero y del pañuelo. Era el dinero que le iba a servir para hacer las compras en el mercado dominical. Ella había perdido el dinero al resbalar en el lodo del “Siete Capas” cuando regresaba a su casa después de la misa del domingo anterior. Ahora era la viejecita la que estaba tan feliz como un pajarito saludando al naciente sol en la mañana. Cuando nos sentamos a cenar esa misma noche, mi mamá, después de su acostumbrada oración, dijo “demos gracias a Dios porque la pobre anciana que perdió su dinero en el camino la semana pasada, pudo recuperarlo hoy, y demos gracias también a nuestro hijo Rafico, por haberlo encontrado y devuelto a su dueña”. Esa noche me sentí inmensamente feliz por todo este asunto, pero por sobre todo, por haber recibido una inolvidable lección de integridad y compasión que recibí de mi madre, lección que nunca olvidaré!
El día del sepelio de mi madre, sus hijos varones llevamos sobre nuestros hombros hasta el sitio de su sepultura, una bóveda en el Cementerio General de Guayaquil. Mi padre lloraba como un tierno niño que ha perdido a su madre y era consolado por mis hermanas que caminaban inmediatamente detrás de nosotros. En el camino, podíamos ver una larga fila de gente que conocíamos, vistiendo ropas de duelo, pero también iba detrás nuestro mucha gente que no vestía de duelo, simplemente porque no la tenía, y vestían sólo la ropa que podían vestir. Esta era hombre, mujeres y niños de nuestro pueblo, gente que había venido desde Pallatanga, el pueblo que mi madre tanto amaba y cuya gente amaba a mi madre como si fuese la suya. Mi pena por su muerte iba aliviándose a medida que nos acercábamos a su tumba. Me sentía orgulloso de ser el hijo de esa mujer que tanta gente amaba y constatar que no estaba solo, que había centenas de personas que le lloraban junto a mí, pero que también rezarían por su alma, igual que yo y sus demás hijos. Estuve entonces, como estoy ahora y estaré siempre, orgulloso de llevar su sangre en mis venas y de ser su hijo…
Una semana después de haber enterrado los restos mortales de mi madre yo estaba volando a Bogotá, la capital de Colombia, donde tomé el primer curso de entrenamiento en Auditoría, una introducción al más largo, completo y complejo curso que se daría en Ciudad de México y que comenzaría una semana después.
Antes de volar a Bogotá, mi hermana Lilita, la segunda mayor de mis tres hermanas, y la mas parecida a ella, tanto física como espiritualmente, me pidió que al regresar, tres meses después, me fuera a vivir con ella y su familia, me dijo que su esposo, Lolo, estaban de acuerdo en esto y que sus cinco hijos acogieron con entusiasmo la idea. En efecto, dada la poca diferencia de edad con sus hijos, yo me convertiría en SU HIJO MAYOR, y por tanto el hermano mayor de sus cinco hijos. No había ninguna duda, desde el cielo, mi madre seguía cuidándome y dándome su protección a través de mi generosa y cariñosa hermana.
El curso de Bogotá fue casi una oportunidad para descansar un poco del intenso curso de Cali, pero el de Ciudad de México fue también muy intenso, sin embargo, el entrenamiento físico y mental que tuvimos en Cali nos había preparado para cualquier gran esfuerzo. En ese curso, absorbimos como esponjas todo el conocimiento que nos brindaron nuestros maestros. Los maestros en este curso fueron mayormente socios y gerentes de la oficina de A AA& CO. En México, era gente con una basta experiencia profesional y docente, que era una garantía del éxito de su misión. Debido a que durante los primeros meses del año (1969), yo había tenido ya alguna experiencia en auditoría con Jerry Windham en Guayaquil, este curso me resultó bastante más fácil que el de Contabilidad en Cali.

Durante el entrenamiento en ciudad de México, aunque sea difícil creerlo, aprendí tanto de mis instructores como de mis compañeros. Mi experiencia de compartir con jóvenes de mi edad que venían de muchos países latinoamericanos me enseñó que, excepto por pequeñas diferencias sin importancia, todos somos casi los mismos a través de este hermoso continente, después de todo, todos venimos de las mismas raíces y compartimos una misma historia, un mismo ancestro, una misma cultura, una misma idiosincrasia, un mismo idioma; nuestro amor por la música; por la literatura. Admiramos a Cervantes, a Pablo Neruda, a García Márquez, a Vargas Llosa, a Los Panchos, a Los Chalchaleros, y a una larga lista de escritores músicos y poetas que han dado brillo a las letras y la música del mundo. Amamos el tango tanto como las rancheras y la cumbia. Somos como hermanos!. Muchos de los amigos que hice en México en 1969, son aún mis buenos amigos después de más de cuarenta años y cuando nos encontramos, volvemos a ser jóvenes, volvemos a los años mozos y recordamos con nostalgia nuestro entrenamiento en ciudad de México. Esa es la magia de la amistad; ese es el mas grande legado que recibí de ese difícil pero valioso curso con mi querida firma, ARTHUR ANDERSEN.
A fines de septiembre regresé a Guayaquil después de varios meses de ausencia. Me sentía como si me hubiera graduado de la Universidad; como un joven y entrenado caballo de pura raza que estaba listo para salir a competir en el hipódromo; pero al mismo tiempo regresé transformado en una nueva persona, menos inmaduro y más con los pies sobre la tierra; mas consciente de mis limitaciones pero también mas consciente de mis conocimientos y de mis habilidades, menos arrogante y más humilde (el haber sido siempre el primero en todo cuanto se me había puesto adelante, me hizo un poco arrogante antes de este evento), en suma, regresé, sin temor a equivocarme, transformado en un joven profesional, ansioso de poner en práctica los conocimientos que había adquirido y muy bien preparado para actuar en el mundo de los negocios. Mi experiencia en la práctica durante los años siguientes, poco a poco me fue dando la razón…
En mi próximo capitulo: HERMANO MAYOR A LOS VEINTISIETE AÑOS

Friday, October 5, 2012

QUE MUNDO TAN VACIO

Viajaba en AREA, una línea aérea ecuatoriana que desapareció en la década de los setenta después de un par de muy graves accidentes que dejaron mas de una centena de muertos. El avión despegó puntualmente del Aeropuerto Internacional de Palmaseca en Cali a las 8:30 de la noche, La Firma me había reservado un asiento en la segunda fila del área de primera clase, y junto a mí, en el asiento que daba a la ventana, viajaba el Eco. Danilo Carrera Druet, profesor de la Escuela de Administración de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Guayaquil, a quien yo conocía y con el entablamos una conversación que se centró forzosamente en la razón de mi viaje imprevisto. Le dije a Danilo que por coincidencia, que yo esperaba que no fuese una premonición, yo había soñado la noche anterior, que mi madre se había muerto. Le dije, “Danilo, nunca estuve mas feliz de despertar de un sueño como el de anoche, fue terrible!”, Danilo trató de calmarme diciendo que estaba seguro que sólo fue una pesadilla y que al llegar yo encontraría que mi madre estaba recuperándose de su enfermedad.
La conversación ayudó a que el viaje se me hiciera mas corto, y, a eso de las diez y media de la noche llegué al Aeropuerto Simón Bolivar de Guayaquil, donde me esperaba un hermano que al verme se soltó en lágrimas. No hizo falta que me dijera lo que había pasado, sus lágrimas, que inmediatamente desataron las mías, me lo habían dicho todo.

Nos pusimos a llorar juntos y abrazados, y llorando salimos del aeropuerto directamente a la casa de mi hermana Lilita, donde ya el cuerpo inerte de mi madre yacía en su ataúd. Allí, acompañados de una multitud de amigos y familiares estaban todos mis hermanos y hermanas. Ellos salieron a recibirme y, uno por uno, todos me abrazaron y en medio de los sollozos que nos impedían hablar, nos expresamos mutuamente nuestro dolor. Sólo un par de horas después, cuando habíamos podido controlar nuestro llanto es que mi hermana Flor me contó de que manera mi madre había muerto esa mañana. Su relato fue así:

“A las cuatro de la mañana de ese mismo día, mi hermano Pancho, en su camioneta Nissan, vino a mi casa recoger a mi mamita para llevarla a Pallatanga, porque ella quería ir a ver a mi papá. Cuando llegó mi hermano, ella ya estaba lista para salir, y tomó su maletita y se dirigió al carro que le esperaba en la puerta. Ella puso la maleta en el suelo, se regresó a la puerta de la casa para despedirse de mí, y cuando volvió al carro y se agachó para recoger su maleta, se desplomó al suelo, sin un gemido, sin un llanto, sin una lágrima, sin una palabra. Pancho me gritó pidiendo auxilio y los dos la tomamos en brazos para subir su cuerpo casi inerte a la camioneta, y en menos de diez minutos llegamos a la Clínica Alcivar en la calle Calderón, justo frente a la casa de nuestra hermana Lilita. Los paramédicos la subieron a la clínica donde el equipo de emergencia la atendió inmediatamente y con mucha diligencia, pero sólo pudieron constatar que ya había muerto y que la causa de su muerte era un infarto cardiaco masivo. Se fue para siempre sólo habiéndose despedido de mi, diciéndome -"hasta la vuelta mijita". Hasta en su muerte mi madre parecía haber escogido la opción que causaría menos traumas en su familia, se fue en sólo unos pocos minutos, tal vez sólo en unos pocos segundos. Su conocida alta presión arterial le ordenó a su corazón que dejara de latir y este, obediente, sólo hizo lo que su presión arterial se lo ordenó, y dejó para siempre de latir ese mismo día, el 24 de julio de 1969, a las cuatro y media de la mañana a la edad de sesenta y dos años”.

Ella no pudo hacer el viaje para ver a su amado Timo el único hombre a quien ella amó en toda su vida, el humilde pero valiente hombre que conquistó su amor cuando ella sólo tenía dieciséis años y cuando ella era la mas bella criatura que haya nacido en Pallatanga hasta entonces; y en lugar de eso, sin anunciarle a nadie, hizo su viaje al cielo, el sitio para el cual ella se había venido preparando desde hacía mucho tiempo, y en el que el Gran Hacedor del Universo, ya le tenía preparado un lugar de privilegio.

Ella murió exactamente en la forma en la que a mí me gustaría morir el día que me toque el turno. Así, estando completamente saludable, fuerte y alegre, jugando golf y siendo perfectamente capaz de valerme por mi mismo y de seguir respetando y amando a mi mujer, a mis hijos y mis nietos; disfrutando de la amistad de mis amigos, que los tengo y muchos, respetando a todos y siendo respetado por todos. Así es como quiero irme para siempre, sin sufrimiento personal previo, ni para mí ni para nadie y menos para mis seres mas queridos, sin dolorosos traumas en la familia, y entonces, sólo espero estar, como cuando le tocó a ella, listo para enfrentar el Juicio Supremo y poder responder adecuadamente las severas preguntas que me hará el Gran Juez, entre ellas: Fuiste justo?; fuiste solidario?; respetaste mis mandamientos?; amaste a tus hijos y les condujiste por un buen camino?; les diste un buen ejemplo?; les diste las herramientas para que ellos se defiendan en la vida?; diste siempre a los pobres un trato justo?; tomaste como ejemplo de vida a tu madre?.

Su muerte dejó a mí mundo completamente vacío, este ya no fue igual sin su presencia y nunca lo será. El espacio que ella dejó en mi vida nunca se ha podido ni se podrá llenar, ni en mi vida ni en la de aquellos que la conocieron y estuvieron cerca de su vida; pero la presencia de su espíritu es permanente, en cada paso que doy la recuerdo y trato de imitarla, no obstante que han pasado ya cuarenta y tres años de su partida. Su espíritu es tan grande e inmortal como las montañas de Los Andes; es absolutamente inimitable y está siempre junto a mí como un inmenso monumento a la justicia, a la solidaridad humana y al amor a Dios manifestado a través de su amor por los más pobres.

Siempre quise describir a mi madre en un documento para mis hijos, pero, oh gratísimas sorpresas de la vida!, fue mi hija Mariuxi que nació cinco años después de la muerte de mi madre, quien escribió en noviembre del año 2000, un documento que más que una descripción de su personalidad, de su carácter, de su grandeza, es como una pintura al oleo de mi madre, como si hubiese sido hecha en su presencia y fielmente reflejando sus rasgos espirituales.

Mariuxi escribió este documento cuando una organización de protección a niños pobres de ascendencia hispana, en Kansas City (dentro de la cual mi hija ayudaba a una niña hispana), celebraba el día de los difuntos, el 2 de noviembre. A mi hija se le ocurrió la idea de escribir sobre su abuelita que había muerto treinta un años atrás. A Mariuxi, igual que a mis otros dos hijos, siempre le hablé sobre mi madre, y fue en base al recuerdo de mis relatos que ella escribió el documento que lo transcribo a continuación:


MI MADRE A LA EDAD DE
CINCUENTA AÑOS


“Mi abuelita y yo nunca pudimos conocernos, pero ella ha estado siempre presente en mi vida como una brillante estrella cuya luz ha sido mi guía y que siempre ha estado junto a mí...

La Abuelita Luquita fue como una de esas matriarcas que sólo se encuentran en el realismo mágico de las grandes novelas. Tenía un espíritu indomable que le impedía doblegarse ante la adversidad. Era valiente y visionaria, madre incomparable, sabia, guía espiritual, sanadora, proveedora y mentora. Era todo esto y mucho más para todos los que la rodeaban. Y aunque han pasado más de 30 años desde su muerte, la Abuelita Luquita sigue ejerciendo una vibrante influencia en la vida de quienes ella amaba.

La Abuelita Luquita provenía de una familia acomodada de origen español. Perdió sus padres a muy temprana edad y se crió bajo el estricto tutelaje de sus ultraconservadores abuelos. Muy joven se enamoró de un campesino pobre y sin educación. Se casó con mi abuelo contra la voluntad de su familia que nunca le perdonó haberse casado con alguien que estaba por debajo de su condición social y de sus expectativas... Por eso, ellos rompieron todos sus lazos con ella y la abandonaron a su suerte.

Pallatanga era un empobrecido pueblito escondido en las arrugas de la sierra ecuatoriana. La mayor parte de las familias vivía de las cosechas de los productos que en sus pequeños predios podían cultivar. Vivían en las mismas condiciones de pobreza, generación tras generación. La conformidad era una pesada frazada que asfixiaba cualquier esperanza de auto-mejoramiento. Por generaciones, los Pallatangueños permanecían resignados a su triste destino.

A pesar de las enormes dificultades y de la pobreza que ella tuvo que soportar, mi Abuelita Luquita nunca dejó de creer que existía la esperanza de escapar de las garras de la conformidad. Mi abuelita tenía una visión que transcendía las limitaciones que la pobreza había impuesto sobre ella. Ella estaba convencida que la educación y la ambición eran las claves para que sus hijos y todos sus coterráneos puedan tener una mejor vida. Ella cultivó esa visión en cada uno de sus siete hijos. Los inspiró para que se eduquen y sobresalgan dondequiera que estuviesen, fomentó la ambición de sus hijos, simultáneamente enseñándoles un estricto código de ética, a la vez que la compasión y la solidaridad. Sobre todas las cosas, mi abuelita encendió en sus hijos la capacidad de soñar en una mejor vida y luchó denodadamente para darles las herramientas para lograr su sueño.

Pero... aunque alentaba a sus hijos para buscar un futuro mejor fuera de su lugar natal, ella dedicó su vida con inmenso amor al pueblo de Pallatanga. Amaba a los pobres, alimentaba sus estómagos vacíos, cuidaba y curaba sus cuerpos a la vez que alimentaba sus almas. Su sentido de solidaridad se agigantaba en los tiempos más difíciles.

Ella es para mí una persona extraña a la vez que mi ángel. Lloro su muerte aunque ella murió algunos años antes de que yo hubiera podido sentir en mis manos el calor de las suyas y de sentir su fuerza mágica... murió antes de que me pudiera decir como les dijo a sus hijos, “Sigan adelante y triunfen!”, y, sin embargo, ella siempre ha estado conmigo. Ella me ha guiado e inspirado a tener ambiciones, a trabajar fuerte y luchar cada vez más duro. Su firme creencia en la capacidad de superarse a través de la educación es el mayor legado que ella dejó a sus hijos, y en especial a mi padre, quien es la materialización de casi todos sus sueños. El me ha pasado a mí ese legado, y cual si fuera una antorcha, se la pasaré a mis hijos.

Mirándome desde el cielo, ELLA siempre me esta sonriendo orgullosa de lo que he logrado hasta ahora... e impulsándome a seguir logrando mucho más...

Mariuxi Romero
Noviembre 2 del 2000”

Nota: La versión original de este documento es en ingles, la traducción al español es mía y debo confesar que me temo que esta no refleje fielmente el profundo sentir de mi hija primogénita que escribió el mucho más bello original.

El día que llevamos los restos mortales de mi madre al Cementerio General de Guayaquil, decidí que más que sólo derramar mis lágrimas por su partida, yo trataría de hacer de mi vida un homenaje a su memoria, mientras que para aliviar mi terrible pena por su muerte, yo trataría de recordarla siempre en sus momentos mas grandiosos, mas felices, mas solidarios. Es probable que yo haya fallado algunas veces en ese esfuerzo, después de todo no soy mas que un frágil e imperfecto ser humano muy lejos de ser infalible, pero mantengo y mantendré siempre esa promesa en mi mente. Los recuerdos que yo tengo de mi madre son como una inagotable mina de oro, de la cual, sin tener que excavar mucho, siempre saco los más valiosos tesoros, de los cuales siempre puedo aprender y sobre los cuales me encanta hablar y escribir.

Los restos mortales de mi madre se velaron el primer día en el departamento de mi Hermana Lilita en la Calle Calderón, donde fueron nuestros familiares y mas íntimos amigos a decirle su ultimo adiós, allí vi a mi padre llorar desconsoladamente con su cabeza sobre el cofre mortuorio y como queriendo hablarle a mi madre a su oído, eran palabras que nunca escuché, pero que pensé entonces, como sigo pensando ahora, que eran palabras que él quería que sólo ella las escuchara, palabras que probablemente él no quiso, no pudo, o no tuvo tiempo de decírselas mientras ella aun vivía. Mi padre lucía inmensa y genuinamente apenado y lloraba de manera intermitente mientras miraba el ataúd de la mujer que fue su esposa y fiel compañera por más de cuarenta y seis años. Al día siguiente, llevamos los restos mortales a una sala de velación frente al cementerio general, donde al medio día debía celebrarse una misa en memoria de su alma.
MI PADRE, A LA EDAD
DE 58 AÑOS

En esa inmensa sala pude ver a mucha gente que yo nunca había visto antes, o que no recordaba haber visto, muchos de ellos lloraban como si fuera su propia madre la que había fallecido. Eran campesinos muy pobres, que habían hecho el viaje en bus, por primera vez en sus vidas a la gran ciudad de Guayaquil, desde su humilde pueblo de Pallatanga, a despedirse de la mujer a quien ellos llamaban con el mas grande cariño, mamá o mamita Luquita o Señora Luquita, eran gente que había recibido de la mano de mi madre su siempre generosa ayuda , que recordaban que mi madre había curado a sus tiernos hijos cuando ellos pensaban que los perderían, o que ellos mismos habían recibido de mi madre alimentos para su cuerpo y para su alma.
Cuando treinta y cinco años después de la muerte de mi madre, en el año 2004, se celebró una misa en Pallatanga en memoria de mi madre, muchos de esos mismos campesinos, envejecidos y arrugados por el tiempo y sus duras vidas, junto con sus hijos, ya muy adultos y con sus propios hijos al lado, asistieron a la misa, lloraban y se lamentaban mientras elevaban sus plegarias por el alma de mi madre, su nunca olvidada mamita Luquita.

En mi próximo capítulo: UNA LECCION INOLVIDABLE

Saturday, September 29, 2012

EMBARCADO EN EL TREN DEL ÉXITO

Por algo mas de dos meses después de nuestra primera cita, Fanny y yo seguimos saliendo principalmente al cine con la compañía de su tía, hasta que un día, con la confianza que tenía con Luisa, le dije, “hermanita, este asunto de citas de tres me está poniendo nervioso, y yo sé que no es cómodo para ti tampoco, así que, ¿porqué no hablas con tu hermana y le dices que su hija ya no es en verdad una “nenita” y que la deje salir sola conmigo; después de todo, ni yo soy el lobo feroz ni ella es la Caperucita Roja y por lo tanto ella no va a estar en peligro”. Luisa entendió mi punto y me dio la razón, y como consecuencia, por fin, Fanny pudo salir conmigo a solas, y comenzamos a caminar juntos en las noches, de regreso de la Universidad y hasta su casa, que estaba a quince minutos caminando desde el campus. Para entonces ya me había ganado la confianza de “la Nenita” y en camino a su casa, solíamos sentarnos a conversar en el viejo parque del American Park muy cerca del Estero Salado, donde hoy está el moderno parque Assad Bucaram. En una de nuestras pláticas, aburrido por el trabajo sonso que tenía en Acero Comercial, le sugerí alguna vez que si ARTHUR ANDERSEN no me contrataba pronto, yo me regresaría a Nueva York y le pediría que ella se viniera conmigo. Ella nunca me dijo que si, que lo haría, no obstante que tampoco me dijo que no. Ese fue un plan que desvaneció en enero de 1969, tan pronto fui contratado por La Firma.

Para “Doña Fanny (+), la mamá de mi mujer, nunca fui santo de su devoción. Nunca pude ganarme su confianza plena, y ella nunca desaprovechó una oportunidad de mostrarme su incomodidad con mi presencia. Fue sólo después de que Fanny Angelita y yo nos habíamos casado, que su mamá se volvió muy cariñosa, como tratando de lavar su culpa por haberme tratado como lo hizo mientras fuimos enamorados y después como novios. Tanto su trato inicial como su cariño posterior, fueron adecuadamente retribuidos de mi parte.

Los meses pasaron, Fanny y yo ya éramos enamorados y yo compartía con ella mis emociones y mis penas. Las primeras siempre fueron más numerosas que las segundas, después de que en enero de 1969 fui contratado por ARTHUR ANDERSEN (“La Firma”), esa compañía que fue desde el principio, mi ilusión, mi casa, mi escuela, mi hogar, mi camino, mi meta, mi guía y mi esperanza.

Fanny estaba al tanto de mis experiencias y a ella le contaba mis ilusiones, ella compartía conmigo mis logros y con ella elaboraba mis planes. No obstante, con frecuencia, mi trabajo nos separaba, yo debía viajar dentro y fuera del país, por el trabajo o por los entrenamientos con La Firma, y, si, lo confieso, a veces también por mis inconstancias que casi siempre ella me las perdonaba.

Entretanto, mi mamá estaba bajo mi cuidado, o, más bien, a la inversa, yo estaba bajo el cuidado de mi madre, de esa viejita linda, abnegada hasta el sacrificio, sabia y cariñosa, que me adivinaba el pensamiento y me consentía en mis caprichos; que me alimentaba con las delicias que sólo ella sabía preparar, como sólo una madre de su monumental estatura humana y su inmenso corazón puede hacerlo. Vivíamos en la Calle Luque entre Boyacá y García Avilés, en dos cuartitos que arrendábamos a mi hermana Letty, a solo dos cuadras y media de mi oficina. Cuando en enero de 1969, por fin se me hicieron realidad mis sueños e ingresé a La Firma y empezaba a buscar un apartamentito más cómodo y espacioso para que nos fuéramos a vivir con mi viejita, surgió la necesidad de viajar para un entrenamiento de ocho semanas en Cali, Colombia, seguido de otro entrenamiento de una semana en Bogotá y luego otro de un mes en Ciudad de México. Yo estaría ausente por algo más de tres meses. Lo discutí con mi mamá, yo no quería que se quedara sola, algo me hacía presentir que su salud era mas frágil de lo que ella quería que pensáramos y por eso acordamos que ella se quedaría con mi hermana Flor y que podía, mientras dure mi ausencia, viajar a Pallatanga a visitar a mi papá por unas semanas, pero que volvería pronto y que me esperaría a mi regreso para buscar un apartamento al que íbamos a mudarnos. A mi mamá siempre le preocupó que mi padre estuviera sólo y quería ir a verlo y atenderlo por lo menos mientras dure mi ausencia.

Por su parte, a mi padre nunca le gustó la idea de mudarse a Guayaquil, él amaba Pallatanga, amaba su clima, su casa, no concebía la vida fuera de su tierra; le hacían falta sus amigos, su hermano Antonio, su finca, que lo que más producía eran dolores de cabeza, pero que era el recuerdo de sus antepasados campesinos y era la principal razón para sentirse útil y estar activo, para montar a caballo, para sentirse libre y dueño de su destino, para mirar el horizonte cada mañana, y expresar con gran orgullo “esta es mi tierra”. Nació como campesino y toda su vida quiso serlo. Era su manera de pensar, que nosotros respetamos, hasta que sus fuerzas ya no le dieron más, y cuando llegó a los 89 años, mi hermana Lilita le trajo a Guayaquil, para cuidarle, para mimarle, para darle compañía, para darle el cariño que allá, en su tierra, hacía mucho tiempo que había comenzado a escasear.

A principios de junio de 1969, salí rumbo a Cali, junto con Raul Molina a nuestros entrenamientos en Colombia y México. Llevaba una maleta llena de ilusiones y de expectativas porque estos entrenamientos llenarían los grandes vacíos que tenía en mis conocimientos de Contabilidad y Auditoría y me permitirían equiparar mis conocimientos a los del resto del staff de La Firma, casi todos ellos con diplomas y experiencia en esos campos.

El entrenamiento en Contabilidad Superior y Contabilidad de Costos comenzó el primer lunes del mes de junio de 1969 y estaba diseñado de tal manera que permitiría a todos los que lo tomábamos, llegar a un nivel avanzado de conocimientos de esas materias. El Seminario estaba dirigido por el doctor Cesar Salas, un eminente ex profesor de Contabilidad Superior en la Universidad de La Habana, Cuba, hasta que salió al exilio en 1960 y se dedicó a la cátedra universitaria en la Universidad de La Florida, donde era el Director del Departamento de Contabilidad y Auditoría. Salas era una verdadera eminencia en su materia. El staff de profesores del seminario estaba compuesto por otro profesor de Contabilidad de la Universidad de La Florida, también cubano, y algunos socios y gerentes de La Firma en Argentina, Colombia, y México. Todos los profesores de este seminario eran triple A, y La Firma esperaba que los asistentes a este entrenamiento estuvieran a la altura de sus maestros. No estaban equivocados!

Nos alojábamos en el Hotel Aristi, un hotel de cuatro estrellas en el centro de la hermosa ciudad de Cali, y allí mismo estaba nuestro salón de clases. Nuestras clases comenzaban a las ocho de la mañana, y con un descanso de una hora para el almuerzo, continuaban sin interrupción hasta las cinco de la tarde. Entre las cinco de la tarde y las siete de la noche teníamos tiempo para cenar, bañarnos y tomar un ligero descanso. A las siete de la noche debíamos estar de vuelta en el salón de clases para hacer las tareas diarias que consistían en la solución de complejos problemas contables. Los más conocedores de la práctica contable terminaban sus tareas a las diez de la noche, pero yo nunca pude terminar antes de las once y en algunas ocasiones tuve que quedarme hasta pasadas las doce. Era un seminario extremadamente duro, pero igualmente efectivo. En realidad, en este seminario, La Firma comprimía dos años de estudios universitarios de la técnica contable.

Ah…pero no todo era sólo sacrificio y estudio. Los días viernes, a las siete de la noche una persona de La Firma nos entregaba nuestro viático semanal, que eran unos mil pesos colombianos (o un equivalente a unos doscientos dólares), y teníamos libre el resto de la noche y el fin de semana. Parecíamos chicos de una escuela primaria saliendo al recreo cuando salíamos con las caras más felices a disfrutar de nuestro bien ganado derecho a divertirnos. En grupos de cuatro o cinco, todos los dieciocho asistentes a este curso de contabilidad íbamos en busca de chicas y de diversión. Bailábamos hasta el cansancio y aprendimos a tomar y a amar el aguardientico, que los colombianos aman mas que a su bandera; que aprenden a tomarlo desde los dieciséis años y lo toman por el resto de sus vidas. Terminado el fin de semana (y casi siempre también terminadas nuestras reservas de dinero), el domingo a las cuatro de la tarde volvíamos al salón de clases a trabajar en las tareas que nos habían dado para el lunes en la mañana. Así transcurrieron las ocho semanas de esta inolvidable experiencia de academia a presión y de diversión para renovar fuerzas y encender el espíritu. Me sentía inmensamente grato con La Firma, por darme esta invalorable oportunidad, y puse de mi parte todo lo que podía hacer. Los resultados fueron especialmente gratificantes. Ahora podía decir que realmente había aprendido Contabilidad y que excepto por la experiencia, ya estaba, en conocimientos, a la par de mis colegas.

Entretanto, cada semana recibía y enviaba correspondencia de y para La Nenita en Guayaquil. Nuestras cartas no eran otra cosa que una manera de mantenernos comunicados, y no recuerdo que estuvieran llenas de frases de amor muy expresivas. El intenso estudio por un lado, y las lindas caleñas por otro, no dejaban espacio para mucho romanticismo

Los días y las semanas iban pasando y el final del curso se acercaba, había alivio por un lado y sabíamos que habría nostalgia por el otro. Nada es perfecto en esta vida. Un día antes de que terminara el curso de Cali y cuando ya estábamos los dieciocho asistentes a este entrenamiento alistando nuestras maletas para volar a Bogotá y comenzar una semana de pre-entrenamiento para el gran curso de Auditoría en Ciudad de México, a las tres de la tarde, cuando me preparaba a comenzar mis tareas para el día siguiente, el co-director del curso, Ricardo Biondi, un socio de La Firma en Argentina, se me acercó con cara muy triste, me llamó aparte de mis compañeros y me dio una noticia que me causó enorme preocupación. “Che Rafael”, me dijo, “vas a tener que regresar a Guayaquil esta misma noche”, y agregó; “hemos recibido un cable de la oficina de Guayaquil, indicándonos que tu mamá está muy enferma; Pepe García, tu jefe, cree que debes regresar inmediatamente para que estés al lado de tu madre, así que vas a salir hoy mismo a las ocho de la noche" y agregó; ”recogé todos tus papeles Rafael, y andá a preparar tus cosas para que regreses a Guayaquil, debes estar en el aeropuerto a las seis y media de la tarde”.

Aturdido porque inmediatamente pensé en lo peor, no atinaba a decidir que hacer primero, mi mente estaba elaborando escenarios, cada uno más complejo y más temido. Salí del salón de clases cargando mis papeles y me fui a mi habitación a empacar mis cosas. Eran casi las cuatro de la tarde y el tiempo empezaba a volar. Sin sacarme siquiera los zapatos, me acosté en mi cama con mis manos detrás de la cabeza y me puse a mirar el techo; mi cerebro trataba de buscar, en vano, explicaciones a una serie de complejas preguntas. Una hora y media después alguien golpeó mi puerta, era mi amigo y compañero Guillermo Villegas, un caleño de alma y corazón. Con su cara triste me dijo; “Rafita, dentro de media hora vengo a verte porque yo te voy a llevar al aeropuerto”. Sólo alcancé a decirle “gracias Guillermo, estaré listo”

A las seis de la tarde salimos con destino al aeropuerto de la ciudad de Cali, allí, antes de entrar al terminal, me despedí de mi amigo y le agradecí por su generoso gesto. Todavía tenía la esperanza de que sólo fuera una falsa alarma, y de que al llegar a Guayaquil yo encontraría a mi madre recuperándose de su enfermedad. Mi cerebro no quería aceptar la posibilidad siquiera de que mi madre hubiera muerto…

En mi próximo capítulo: QUE MUNDO TAN VACIO

Thursday, September 20, 2012

FANNY APARECE EN MI VIDA

El 15 de abril de 1968, la familia estaba entusiasmada porque ese día se celebraba el cumpleaños número quince de mi sobrina Chachita (hija de mi hermana Lilita y de mi cuñado Lolo), y sus padres le habían preparado una fiesta a la que asistiría toda la familia y una multitud de amigos. Yo había llegado tres días antes de Nueva York, y claro, inmediatamente me contagié del entusiasmo y me preparé para LA GRAN FIESTA.

La mamá de la quinceañera había preparado una hermosa torta decorada con arte y con mucho amor, el padre estaba nervioso y se paseaba de un lado al otro como tratando de encontrar el mejor sitio para ubicarse, los invitados llegaban poco a poco hasta que a las diez de la noche, el lugar de la fiesta, la terraza de la casa ubicada en la esquina de la calle Abdón Calderón y Pichincha (entonces frente a la vieja Clínica Alcivar y hoy en medio de la inmensa "Bahía"), estaba repleto de hermanos, tíos, tías, primas, primos, y cuanto pariente había sido invitado, además de muchos amigos y amigas de la quinceañera, de sus padres y hermanos.

La quinceañera apareció en el salón caminando acompañada de su caballero de honor, luciendo un hermoso vestido rosado, con flores en su pelo, que realzaban su natural belleza. Era la hora de que todos escucháramos el discurso de la presentación en sociedad a cargo del doctor Gilberto Saltos, un amigo de la familia, gran educador y excelente orador. Este hizo una apología de la belleza y de las demás virtudes que adornaban a la quinceañera, que no eran otra cosa que el reflejo de la belleza y virtudes de su madre y de la formación que sus padres le habían dado desde siempre. Al final de la presentación, el padre de la quinceañera dijo unas pocas palabras de agradecimiento, entrecortadas por la emoción, e invitó a los presentes a beber una copa de champan para dar inicio a la fiesta al son de la linda música que el DJ tenía lista para la ocasión. El baile se inició entonces, como es costumbre, con la quinceañera y su padre bailando a los acordes del bello vals de Johann Strauss, Los Cuentos de los Bosques de Viena.

Mientras el presentador Dr. Saltos hablaba, yo, que me había ubicado en una esquina del salón, empecé a mirar alrededor, tratando de reconocer a los presentes, y saludé con muchos de ellos, de pronto, alcancé a ver casi en la esquina opuesta, una chica muy bonita, muy joven, de pelo negro, piel trigueña, que tenía puesto un vestido verde claro y que escuchaba con atención el discurso. Decidí que yo trataría de hacer “contacto” con ella. Yo no estaba seguro de reconocer a esta chica, así que una vez terminado el discurso, me acerqué a la persona con quien estaba ella, a quien si conocía muy bien (era mi cuñada), y le pedí que me presentara a su acompañante. Mi cuñada Clara entonces me dijo, casi con tono de reproche, “Rafico, no la reconoces?, es mi sobrina Nenita, hija de mi hermana Fanny”. Sólo entonces, con mas vergüenza que sorpresa, me dirigí a la chica y mirándole directamente a sus ojos le dije, mientras le daba un beso en la mejilla “Nenita!, qué sorpresa!, no te reconocí porque no te he visto desde hace algunos años, desde que en verdad eras una nenita, pero ahora eres una bella señorita”, no sabes cuanto me alegra volver a verte, estas muy linda!”. Sorprendida por la familiaridad con que la traté, Fanny (o Nenita), me dijo “es que yo tampoco me acuerdo muy bien de usted”. “Nenita”, le dije, con aplomo, “no debes tratarme de usted, porque yo soy sólo un poquito mayor que ti”. “gracias”, me dijo ella, con una actitud tímida y como sintiéndose incómoda con todo el diálogo. “te invito a bailar la primera música bailable que toque el DJ”, le dije inmediatamente y ella, creo que mas por no pasar por mal educada que porque realmente sentía deseo de bailar conmigo, me dijo “bueno, gracias”.

El DJ empezó la fiesta con “La Pollera Colorá”, esa hermosa y casi inmortal cumbia, que estaba entonces al tope de su popularidad, y yo, tan pronto comenzó, extendí la mano a Fanny para que saliéramos a bailar; ella, tímidamente tomó mi mano y salimos a bailar. Lejos estaba ella por entonces de ser la experta bailarina que hoy es, pero igual, bailamos, y mientras lo hacíamos quise entablar un diálogo, pero, el alto sonido de la música, por un lado, y la timidez de Fanny, por otro, no me hacían las cosas fáciles. Alcancé a decirle casi a su oído (mientras ella discretamente alejaba su cabeza de la mía); que me encantaba haber podido volverla a ver; que estaba muy linda y que me gustaría seguir bailando con ella esa noche.

Su actitud era de absoluta timidez (la misma que hace mucho tiempo desapareció), casi no hablaba, y cuando lo hacía, eran sólo monosílabos los que yo alcanzaba a oír. Bailamos algunas veces, yo siempre insistiendo en conversar, pero ella como con miedo del lobo feroz, discretamente evitando que mientras bailábamos me acercara más de la cuenta, conteniendome con su mano izquierda. La fiesta continuaba mientras yo me había concentrado en conseguir una cita con Fanny para “ir al cine”, porque ese era, en ese entonces, el único lugar donde en esos tiempos se podía conseguir un poco de privacidad y tiempo para dialogar con la chica que a uno le gustara y que estaba “en proceso” de ser conquistada.

Alcancé a conseguir que Fanny esa noche me diera su teléfono, siendo ése mi primer gran logro en el proceso de conquistarla, y, como tratando de armar una estrategia, no la llamé inmediatamente; sin embargo mi deseo de hablar con ella iba en aumento a medida que los días pasaban, así que la llamé unos cuatro días después. “hola Nenita, soy Rafael, cómo estás?”. “He estado pensando mucho en ti”, le dije; Fanny se limitó nuevamente a hablar con frases cortas, dándome la impresión de que se sentía incómoda para contestarme. Intenté entonces establecer un diálogo que me permitiera abrir el camino que me pudiera conducir a hablar de lo que yo realmente quería hablar, así que le hablé de la familia, le dije que yo recién había regresado de Nueva York, que estaba volviendo para continuar mis estudios de economía en la Universidad, etc., y entonces le pregunté sobre sus planes. Fue sólo entonces que se abrió la puerta a un diálogo. Me dijo que hace pocos meses se había graduado de Bachiller en Ciencias de la Educación en el Colegio Normal Rita Lecumberry y que gracias a sus excelentes calificaciones que le habían ganado la Medalla de la Filantrópica y el honor de ser la Abanderada de su Colegio, había conseguido un trabajo como profesora de primer grado en el prestigioso Colegio La Asunción, y que iba a estudiar en la Universidad, en la Facultad de Ciencias de la Educación, en la especialidad de Psicología.

Bingo! Ya podíamos conversar! y eso ya era un avance importante. La estrategia empezaba a dar resultados. Por un momento pensé en abordar el tema de que saliéramos juntos, pero, entonces pensé que ese día ya había avanzado bastante en mi propósito de “crear confianza” por lo que preferí diferir esto, y más bien le dije que me permitiera seguirla llamando, a lo cual, ella consintió. Me empezaba a gustar este jueguito, me hacía sentir como el gato en persecución del ratoncito.

Había que estructurar una estrategia que permitiera al gato alcanzar la presa sin asustarla, así que hablé con su tía Luisa, de quien yo era un buen amigo, y le dije que estaba interesado en su linda sobrina, y que le pedía su “colaboración” para enamorarla. La respuesta fue positiva, así que desde ese día yo podía contar con una “aliada estratégica”. Luisa me ayudó desde entonces a conseguir mi propósito, y, sólo dos semanas después logró que la madre de Fanny aceptara permitirle salir al cine conmigo, acompañada de su tía. Las invité a un show de Altemar Dutra en el Teatro Olmedo. Altemar Dutra, un cantante brasileño de música romántica, estaba por entonces de moda en toda Latinoamérica y sus canciones hacían suspirar a muchas jovencitas en la edad de enamorarse.

Una vez en el cine, Luisa, discretamente se sentó a unos tres asientos de nosotros, y entonces pude, al amparo de la obscuridad, por primera vez tomar la mano de Fanny, y fue sólo después de varios intentos que conseguí que ella sostuviera mi mano. Intenté robarle un beso en la boca pero fue en vano, no lo conseguí y sólo tuve que contentarme conque me permitiera darle un par de inocentes besitos en la mejilla.

No obstante que el avance en la primera salida fue muy modesto, me sentí feliz de haberlo alcanzado, y, por supuesto, sabía que el camino para futuras salidas juntos estaba abierto, pese a que por algún tiempo tuvimos que ser acompañados de su tía Luisa que actuaba como la chaperona de La Nenita.

Monday, September 10, 2012

EN LA PISTA Y LISTO PARA DESPEGAR

Pepe García me hizo sentir como en mi casa; me explicó que LA FIRMA estaba abriendo esta nueva oficina en Guayaquil, en anticipación al comienzo de una etapa de oportunidades de negocios en el Ecuador. El país, según me explicaba, estaba a punto de comenzar una era de crecimiento y desarrollo económico, porque, por primera vez en su historia, pronto iba a convertirse en un país exportador de petróleo. Esto, me explicaba Pepe, “hará al país muy atractivo para la inversión extranjera, creará oportunidades de empleo para la gente, especialmente para la gente joven, y traerá prosperidad y bienestar a la población del país en general”. Los hechos posteriores probaron que la percepción de Pepe era absolutamente correcta. La década de los 70 fue una de crecimiento y desarrollo económico sin paralelo en la historia del país.

Los recursos económicos que vinieron con el petróleo, permitieron a los gobiernos de esa época construir carreteras, escuelas, hospitales, y vivienda popular, pero, desafortunadamente, el mal manejo de los fondos públicos en manos de políticos y tecnócratas corruptos e improvisados, hizo que el crecimiento y el desarrollo económicos se quedaran en la superficie, y que la gran masa de la población pobre del país apenas sintiera un “leve goteo”, que era sólo el sobrante de la lluvia de recursos que llegaban al Ecuador. La burocracia y los recursos que demandaba su mantenimiento, crecieron de manera desproporcionada, llegando en pocos años a crecer tanto, que el país volvió a tener déficits fiscales importantes a mediados de la década de los 70, a pesar de que los recursos petroleros seguían llegando a raudales. Allí comenzó una etapa de “endeudamiento agresivo” que no sólo que frenó el desarrollo del país, sino que lo paralizó en las tres siguientes décadas, que se han conocido históricamente como las “décadas perdidas”

Pepe me presentó a otros dos nuevos miembros del staff, graduados en el Instituto Tecnológico de Monterrey (Raúl Molina y Franklin Mazón) en México, a quienes yo ya había conocido brevemente en su paso por la Escuela de Administración de la Facultad de Economía de la Universidad de Guayaquil, y que iban a comenzar a trabajar para AA&Co., el mismo día que yo, el 19 de enero de 1969.

También me presentó Pepe al más antiguo miembro del staff de La Firma, el economista Manuel Alvarado (+), recientemente graduado en la Escuela de Administración de Negocios de la Universidad Getulio Vargas de Sao Paulo, Brasil. Los otros dos miembros del staff de la firma eran: Antonio Sánchez, quien luego se convertiría en (y aun lo es) uno de mis mejores amigos de toda la vida, y Santiago Guime, quienes aún seguían (igual que yo) sus estudios en la Facultad de Economía.

Pepe me dio un tour de la oficina y entonces pude ver que ella tenía una sala grande donde en lugar de escritorios, para el staff habían seis mesas rectangulares de dos metros por uno veinte cada una y que permitían que cuatro personas trabajaran cómoda y simultáneamente en ellas. Evidentemente la oficina tenía bastante espacio para expansión puesto que a la fecha de mi reclutamiento, sólo íbamos a ser seis personas en el staff de auditoría. También tenía una oficina pequeña de unos diez metros cuadrados, en la que se ubicaría al primer senior de auditoría, que estaba por llegar desde Chicago (Jerry Windham), y que sería muy pronto mi primer y más importante tutor.

Entre todo el personal de staff de LA FIRMA, el único soltero era yo. Los demás estaban casados y tenían hijos. Como consecuencia de eso, mis prioridades personales eran sustancialmente diferentes a las de ms colegas. Mientras yo había comenzado a trabajar con la idea de hacer una carrera de largo plazo en Arthur Andersen, dado el prestigio de LA FIRMA, a los demás les preocupaba mucho el sueldo que tenían y estaban a la caza de una oportunidad de trabajo mejor remunerada que les permitiera mantener a sus familias. Eventualmente eso hizo que algunos se fueran a trabajar para la industria y otros se quedaran a la espera de una oportunidad de hacer lo mismo.

El diecinueve de enero, mi primer día de trabajo Pepe nos invitó a un almuerzo, durante el cual tuvimos una amena conversación, en la cual nuestro nuevo jefe nos hizo un poco de historia de LA FIRMA, su fundador, un contador público sueco que había inmigrado a los Estados Unidos durante los años de la Gran Depresión y a quien le tocó superar muchas dificultades económicas antes de ver a su firma surgir como una de las mas importantes del mundo.

También nos habló de las expectativas de la compañía en Ecuador; de los programas de entrenamiento para los nuevos miembros, que incluían seminarios de varias semanas de duración en Cali y Bogotá, en Colombia, y en Ciudad de México. Estos programas estaban diseñados cuidadosamente para poner a los nuevos miembros del staff, a la par en conocimientos teóricos de contabilidad y auditoría, con los miembros más antiguos del grupo de auditores. Estos últimos se encargarían luego, ya en el terreno, en los trabajos con los clientes, de hacer que los nuevos pusieran en práctica, con adecuada supervisión, los conocimientos adquiridos y o reforzados en los seminarios de entrenamiento. Todo estaba previsto para garantizar que el trabajo de LA FIRMA para sus clientes, se hiciera con estándares de calidad comparables a los que se hacían en cualquier otro país donde ella prestaba sus servicios.

Mi entusiasmo por LA FIRMA y mi trabajo en ella iba in crescendo, no sólo que me iban a preparar con entrenamientos especiales antes de empezar a trabajar en un área en la que no me sentía muy bien preparado (contabilidad y auditoría), sino que, además, en el proceso, iba a tener la oportunidad de conocer nuevos lugares, y me pagarían muy bien para ello. Los entrenamientos de grupo en Colombia y México estarían a cargo de personal de nuestras oficinas en esos países y de otras oficinas de LA FIRMA en Miami y Sudamérica.

El entrenamiento in situ, estaría a cargo de experimentados gerentes y seniors que vendrían de oficinas de LA FIRMA en Cali, Bogotá, Lima y Buenos Aires, aparte del senior-residente que estaba pronto a llegar de la oficina de Chicago (Jerry Windham), con quien desarrollé una especialísima relación personal y de trabajo.

Era el mes de enero y los entrenamientos en el exterior no comenzaban sino hasta fines del mes de mayo. Hacia comienzos del mes de febrero asignaron a Jerry Windham, quien no hablaba ni una palabra de español, la supervisión del trabajo de auditoría de la compañía Ecuadorian Rubber, que era la fábrica de llantas GENERAL, localizada en Cuenca. Viajamos a Cuenca, volando en la línea aérea cuencana Saeta y nos hospedamos en el Hotel Cuenca, donde su propietario, un ciudadano suizo afincado en Cuenca por muchos años, nos recibió con la tradicional cortesía de la gente de su país y nos deleitó con sus especialidades culinarias de la cocina francesa.

A las diez y media de la mañana llegamos a las oficinas de nuestro cliente. Una fábrica enorme, con más de trescientos obreros y empleados, produciendo llantas General para todo el Ecuador. Nos asignaron una pequeña oficina cerca del área administrativa y junto a la oficina del contralor de la compañía, un hombre de unos cincuenta años, cuencano, que hablaba un perfecto inglés, bajo cuyo mando trabajaban unas treinta personas. Jerry, mi supervisor hizo la presentación y después de un momento nos asignaron una persona a quien podíamos solicitar cualquier documento o archivo que necesitáramos para hacer nuestro trabajo. Jerry me asignó la tarea de sumar unos larguísimos listados de inventario de llantas y empecé a trabajar en ello usando una sumadora mecánica con un teclado de diez dígitos y una manivela que debía ser halada hacia atrás cada vez que se necesitaba añadir una cifra a la suma.

Debo haber estado haciendo esta suma por alrededor de veinte minutos, cuando mi supervisor se acercó a mi y con cara de gran sorpresa me preguntó en inglés: “qué estas haciendo Rafael?”, sin inmutarme, le contesté, “estoy sumando estos listados, Jerry!”, y él, con una sonrisa medio irónica y medio burlona me dijo, “no, no, no, Rafa, lo que estas haciendo no es una suma de un auditor”, tu estás usando un solo dedo par sumar, y agregó “eso lo hace un carpintero, o un vendedor de helados”, “mira”, me dijo, “vamos a hacer una cosa: Te voy a entregar una guía telefónica y con ella vas a aprender a sumar como lo debe hacer un auditor”, y a continuación me enseñó a usar los cinco dedos, tomando como guía para hacerlo, el pequeño punto saliente que el número cinco tenía en el centro de la tecla, y que no lo tenían las demás. “Debes sentirlo”, me dijo, “tu dedo medio de la mano derecha debe siempre tocar este pequeño punto y pulsar esa tecla y las teclas de los números dos y ocho que están alineadas verticalmente, mientras que tu dedo índice manejará las teclas laterales a la izquierda del centro que tienen los números uno cuatro y siete, en tanto que el dedo de tu anillo debe pulsar las teclas laterales del lado derecho que tienen los números tres seis y nueve. Tu dedo pulgar debe oprimir la tecla grande que se encuentra debajo de las otras nueve teclas y que tiene el dígito cero”. “Ah, y nunca mires al tablero de la sumadora!” me dijo antes de retirarse a su escritorio “Rafael, tienes toda esta semana (era un día lunes) para aprender a usar esta máquina como lo deben hacer los auditores profesionales”, me dijo Jerry y me dejó en mi puesto, abocado a la casi imposible tarea de enseñarles a mis dedos de la mano derecha que cada uno tenía una función específica. Nunca me habría imaginado que en el campo de la auditoría, hasta los dedos debían obedecer las leyes de la división del trabajo.

Al principio mis dedos no respondían a la orden cerebral, eran lentos, tontos, mas que eso, eran torpes, pero a medida que seguía intentándolo, poco a poco fui aflojándolos hasta que a mediados de la semana empecé a sentir que respondían y mi velocidad en la suma era cada vez mayor.

Cada día, a la hora de la cena en el hotel, Jerry me preguntaba como iba mi avance en la tarea de enseñarles a mis dedos su tarea específica, “voy avanzando, lenta pero consistentemente” le contestaba, mientras en mis adentros temía que el tiempo para lograr llegar a mi meta me iba a resultar corto. Finalmente, el viernes al medio día Jerry vino a verme de cerca lo que hacía y sonrió, con una sonrisa de satisfacción. “Buen trabajo Rafi”, me dijo y bromeando agregó que él sabía cual era el total de la suma de todos los números del libraco de la guía telefónica de Guayaquil, que era lo que me había dado a sumar, y que mi resultado coincidía con el suyo. Dos palmadas en mi espalda y un apretón de manos fueron el premio que recibí por haber cumplido satisfactoriamente mi primer “seminario” de auditoría que lo realicé en la ciudad de Cuenca.

Como yo era el único miembro del staff de auditoría que hablaba inglés, siempre me asignaban a los trabajos cuyo supervisor era Jerry Windham y cuyo gerente de auditoría era Pepe García, todos los papeles de trabajo de estas auditorías eran en Inglés y de ese modo yo tenía la gran oportunidad de trabajar con un senior de mayor experiencia y que por tanto podía, en el trabajo, transmitirme sus conocimientos a través del “entrenamiento en el campo”. Los otros miembros del staff eran supervisados por seniors de origen colombiano o peruano que no tenían la misma experiencia que Jerry. Para finales del mes de abril de aquel año, yo había ya participado en al menos cinco auditorías, y había tenido la oportunidad de ver el producto final de nuestro trabajo; el Informe de Auditores”, así como el subproducto de ese mismo trabajo llamado “Blue Back” que no era otra cosa que un Resumen de las Recomendaciones de los Auditores para el Mejoramiento de los Controles Internos, Políticas y Procedimientos de la Administración. Para entonces, yo estaba cada vez mas entusiasmado con mi trabajo, mis supervisores estaban muy satisfechos con mi desempeño, y todo avanzaba sobre ruedas.

En mi próximo capitulo: FANNY APARECE EN MI VIDA

Monday, August 27, 2012

DE REGRESO EN GUAYAQUIL


Regresé a Guayaquil volando por Ecuatoriana de Aviación en abril 12 de 1968, trayendo de regreso a mi país, aparte de una maleta llena de esperanzas, mi viejo set de TV de 29 pulgadas (blanco y negro), mi radio de transistores Hitachi y una maleta con mis efectos personales que incluían dos ternos nuevos que me costaron 99 dólares cada uno, media docena de corbatas y unas cuantas camisas de vestir. Bien guardados en un maletín de mano venía la parte más importante de mi equipaje y mi más importante recuerdo de Nueva York, los cuatro mil dólares que pude ahorrar durante el tiempo que viví, trabajé y estudié en esa gran ciudad.

Era casi una fortuna para mi, mi reserva para el tiempo que tomara encontrar un trabajo que me permitiera seguir estudiando mientras esperaba la tan ansiada respuesta de Arthur Andersen. Claro que iba a extrañar a Anita; su voz, su perfume, sus abrazos, sus besos y todo lo que hicimos juntos, pero yo sabía que todo eso iba a quedar atrás, habíamos roto para siempre, y yo no quería ser el que tuviera que mirar hacia atrás. Me prometí a mi mismo que haría mi mejor esfuerzo para mirar hacia adelante, para comenzar una vida nueva, con fe, con decisión, con optimismo, con firmeza, con valentía, sabiendo que no iba a ser fácil.

Por algunos meses después de mi regreso seguí pensando en ella, seguí soñando (dormido y despierto) con ella, ninguna chica que conocía hasta entonces me llenaba como lo hacía ella. A veces pensaba que no iba a poder sobreponerme anímicamente nunca de mi estado de tristeza y añoranza, pero me mantuve firme en mi decisión de olvidarla. Mas temprano que tarde empecé a sentir que mi estado de ánimo iba mejorando y empecé a ver una pequeña luz al final del túnel. Yo ya lo había decidido, pronto tenía que encontrar una chica joven, bonita, inteligente, tierna, alegre en su trato personal (para compensar por mi tristeza) y madura en su forma de ser. Yo era el tipo de persona que sentía la necesidad de tener alguien a quien confiar sus inquietudes, contar sus sueños, compartir sus penas y alegrías.

Fue entonces que empecé a salir con Fanny, la joven tímida, de apenas dieciocho años, que con el pasar de los años se convirtió en la súper mujer que ahora es, mi amada esposa, la que me ayudó a navegar las agitadas aguas de la transición a mi nueva realidad, la que sin saberlo, me ayudó a cruzar el puente entre el pasado y el presente, la que fue testigo de mis inconstancias, de mi inmadurez y mi miedo a comprometerme por casi cinco años, hasta que se le agotó la paciencia y un día me dijo que ya no quería saber nada de mi, que quería terminar conmigo para siempre y se mantuvo firme en ello por mas de dos meses, hasta que yo, triste y arrepentido, hice un acto de contrición y fui a pedirle que me perdonara, que se casara conmigo y que compartiera su vida con la mía. Sólo así logré que me perdonara por mis flaquezas. Nunca he hecho nada más correcto en mi vida que pedirle perdón a Fanny y nunca el premio por haberlo hecho fue tan grande y tan valioso.

Como le dije a mi hija Angie, un día que ella y yo decidimos escarbar hacia lo mas profundo de nuestras memorias: “me siento tan feliz de que las cosas sucedieran de la forma que sucedieron, porque de no haber ocurrido lo que ocurrió, yo no habría tenido la familia que hoy tengo, la mujer que tengo y los hijos que hoy tengo”, le dije. No habría sido tan feliz como he sido por los últimos 39 años de mi vida y como lo soy hoy día. Al final de cuentas, colocar las bases en el edificio de mi vida no fue fácil ni fue rápido, me tomó cerca de cinco años el hacerlo, tuve que madurar primero, pero lo hice con la maestría de un experto constructor, y el resultado está a la vista. El edificio sigue sólido y firme y seguirá estándolo por el resto de mi vida.

Mi madre y algunos de mis hermanos estuvieron a recibirme en el aeropuerto el día que llegué desde Nueva York. Extrañé a mi madre cada día que estuve ausente, su compañía y su sola presencia le daban a mi vida la paz, la calidad, la calidez y la abundancia que sólo su espíritu sereno y su generosa sonrisa podían hacerlo. Nunca había estado alejado de ella por tanto tiempo, me sentí inmensamente feliz de volverla a ver, pero la encontré pálida, débil y triste. Algo me decía que no estaba bien; que su salud, que en los últimos años había sido frágil, estaba en un franco deterioro. No se lo dije a ella, pero se lo dije a mi hermana Lilita y ella estuvo de acuerdo. A pesar de que su adorable sonrisa y sus ojos brillantes estaban aún presentes, ellos estaban, sin duda escondiendo la pena y el dolor que había venido sintiendo su cuerpo por algún tiempo y que pretendía ocultarnos para no causarnos pena ni preocupaciones. Le dije cuando llegué, “mamita, voy a estar con usted, voy a cumplir mi promesa y la traeré a vivir conmigo; voy a tener un lindo trabajo, y ya no va a tener que andar de aquí para allá, sufriendo porque no puede llenar sus necesidades; voy a ser totalmente responsable de que no le falte nada y que su salud sea atendida como es debido”, Era sólo una manera de auto recordarme que esa iba a ser mi responsabilidad, y sólo mía y que la asumiría con amor y con ternura.

Antes de empezar a buscar un apartamento, amoblarlo y mudarme a vivir con mi madre, debía hacer algunos arreglos, pero no quería esperar mas. Renté dos habitaciones en el piso donde vivía mi hermana Letty, en la calle Luque No. 631 y Boyacá, en pleno centro de Guayaquil, y allá nos mudamos inmediatamente con mi madre. El primer paso estaba dado, ella y yo empezamos una nueva vida, suficientemente cerca del resto de la familia como para sentirnos bien pero no tan cerca como para incomodar a nadie.

Las cosas nos iban muy bien, ella y yo teníamos una química muy especial y nos acomodábamos a vivir juntos como la tierra y el sol. El trabajo en Arthur Andersen tuvo que esperar hasta enero del siguiente año, los reclutamientos para el año 1969 ya habían sido hechos, pero, gracias a la ayuda y la recomendación del decano de la Facultad de Economía, el Eco. Enrique Salas Castillo, logré conseguir un trabajo en la compañía ACERO COMERCIAL ECUATORIANO, donde desempeñé las funciones de Jefe de Cobranzas con un sueldo de aproximadamente $200 mensuales, hasta enero del año siguiente.

Era suficiente para mantenerme ocupado, pero además, ayudaba a preservar en alguna medida los ahorros que había logrado traer de Nueva York, que, a propósito, habían sido reducidos materialmente por los préstamos solicitados por mis dos hermanos mayores, uno de los cuales nunca me pagó el suyo ($600), mientras el otro, que había, con el dinero de mi préstamo, convertido parte del solar de su casa en un criadero de pollos, me devolvió el préstamo de $1,000 un año después del plazo originalmente pactado, casi como haciéndome un gran favor al devolverme mi dinero.

En nuestra familia, que ha sido siemprem una parte del Huerto del Señor, se han dado casos increíbles de inaceptable conducta con respecto del dinero. He aquí uno de ellos, quizás el peor de todos, un caso que debe estar haciendo a mis padres ponderar en sus tumbas si sus enseñanzas sobre solidaridad, nobleza personal y honradez, cayeron en un saco roto.

Permítanme este breve desvío del tema, pero esta historia vale la pena contarlo por lo que es casi increíble, pero verdadero:

Capítulo Uno: Hace unos diez años, como en una de esas novelas cursis que hacen llorar a los televidentes un “honorable” miembro muy cercano de nuestra familia a quien prefiero, por obvias razones no nombrar, hizo un préstamo a una sobrina muy querida que deseaba financiar su viaje a España en busca de trabajo. Listo estuvo el primero para prestar el dinero solicitado por nuestra sobrina ($4,000), siempre y cuando ella firmara una hipoteca sobre el único bien patrimonial que tenía (un terreno de diez mil metros cuadrados en un privilegiado sitio muy cerca de Pallatanga), que heredó de nuestra fallecida hermana mayor, Letty. El bien solicitado en garantía tiene un valor comercial equivalente a veinticinco veces el valor del préstamo. La urgencia conque necesitaba el dinero hizo que la persona que lo pedía no tomara nota de la fecha del vencimiento ni de las usurarias tasas de interés sobre el valor tomado en préstamo, estipuladas en la hipoteca.

Capítulo Dos: Tres años después de tomado el préstamo ella regresa al país y se acerca a pagar los cuatro mil dólares recibidos, para encontrarse con la sorpresa de que “el honorable y bondadoso” prestador no le quiso recibir el pago porque argüía que la deuda, a la fecha, era de veinticinco mil dólares y que “ o le pagaba todo, o no le pagaba nada, y se ejecutaría la hipoteca”, esto es, se quedaría con el bien hipotecado cuyo valor, como se dijo antes, era de veinticinco veces el valor prestado.

Capítulo Tres: Intimidada por el tono amenazante de los argumentos del prestamista, la deudora le pide al primero que le acepte en “abono a la cuenta” los cuatro mil dólares que ella había podido acumular después de tres largos años de trabajo y sacrificio, sólo para recibir una rotunda negativa del acreedor: “ya te he dicho que me pagas los veinticinco mil dólares o me quedo con el terreno hipotecado”.

Capítulo Cuatro: la deudora consulta con un abogado sobre su caso y este le aconseja ir a un juez; depositar el pago de los cuatro mil dólares, declarando que es un “abono a la deuda” y que los intereses, una vez liquidados por el juez, “serán pagados oportunamente”. El Juez que conocía la causa, primero se da cuenta de que los intereses que el "prestamista" estaba cargando a su sobrina incluían intereses sobre intereses, un delito que es penado por la Ley, y entonces calcula el valor correcto de los intereses. Despues de esto, la deudora se allana a decisión del juez y paga dichos intereses. El juez además manda en su sentencia que “el acreedor debe recibir el pago y levantar inmediatamente la hipoteca sobre el inmueble dado en garantía”.

Capítulo Cinco: El acreedor, que inmediatamente cobra el dinero, no se allana totalmente a la decisión del juez, y, por el contrario, envía a un sujeto de malos antecedentes, con el título de abogado, a intimidar al abogado de la deudora para que deje de actuar en el caso, “o se atenga a las consecuencias”, claramente amenazándolo con agresiones físicas.

Capítulo Seis: Desde entonces, el juez de la causa se ha venido absteniendo de exigir al acreedor que cumpla con su obligación de levantar la hipoteca y liberar el bien dado en garantía, en una clara evidencia de que él también está bajo algún tipo de presión, sea esta de agresión física o de otro tipo de “presión” a la que usualmente se allanan ciertos jueces.

Capítulo Siete: Continuará…Ya veremos si el juez actúa con “la Ley como la Norma a seguir”, o si se sigue absteniendo de actuar, de esta forma convirtiéndose en cómplice y encubridor de un delito flagrante. Pero lo que queda más claro que el agua es que el "honorable prestamista" nunca estuvo interesado en cobrar el préstamo, sino en quedarse con la garantía, a sabiendas de que eso causaría un grave daño, tal vez un irreparable daño, a la persona que cometió el gravísimo error de confiar en su honestidad (y a su familia). Sujetos de esta clase no se dan en todas las familias, pero, desafortunadamente en la nuestra si ha aparecido uno...

Ahora vuelvo al tema central de estas MEMORIAS: mi madre sufría de hipertensión arterial (que es una de las cosas que he heredado de ella) y necesitaba visitar a su médico personal, su primo el Dr. Joffre Lara Montiel, quien, con paciencia y amor de hijo y competencia de gran médico cardiólogo, mantenía la enfermedad de mi madre bajo control. Gracias a Dios, pensaba yo, ese frente estaba bien cubierto. Pocos meses después, con enorme tristeza constatamos que su salud era más frágil de lo que jamás nos imaginamos.

Chapada a la antigua, y obligada por el hecho de que en nuestra casa no teníamos un refrigerador, mi madre iba al mercado Central tres veces por semana, a comprar las legumbres frescas y la carne o el pollo con que ella preparaba la comida para los dos, esa comida que sólo ella sabía hacer y que hoy, cuarenta y tres años mas tarde aún extraño.

Entre tanto, yo volví a la Universidad, volví con fuerza, con decisión, mas decidido que nunca a graduarme de economista con las mas altas calificaciones, era como si me hubieran dado cuerda, nadie me paraba, los estudios especiales que había hecho en la Universidad en Nueva York me habían preparado, no sólo para ser el mejor, sino para demostrarme a mi mismo que cada paso que di allá había sido un paso seguro, un paso firme, un paso gigantesco hacia adelante en mi formación profesional. Seguí obteniendo, de lejos, el primer lugar entre los estudiantes de mi clase, mis promedios estaban en el orden de 9.8 a 9.9 sobre diez. Quería demostrarle también a Pepe García, el Gerente de Arthur Andersen que no se equivocaría el momento de contratarme para trabajar en su Firma. Ya faltaban pocos meses para enero de 1969, y era en ese mes que Pepe me había dicho que vuelva para contratarme como miembro de su staff de Auditoría.

El primer día laborable de enero del año 1.969, a las nueve de la mañana me presenté a la entrevista con Pepe García, este vestía un traje azul marino, con camisa celeste y corbata roja, su secretaria me anunció y Pepe salió a recibirme con una sonrisa amplia y un apretón de manos seguido de una palmada en la espalda. “pasemos a mi oficina, Rafael”, me dijo, “Muchas gracias señor García”, le dije, mientras él me contestaba “llámame Pepe solamente”. “Gracias Pepe”, le dije, haciendo un gran esfuerzo para poder llamar por el primer nombre a una persona a quien yo debía el máximo respeto y consideración. Después de todo, esa era la norma que me habían enseñado mis padres en el trato con “los mayores” y “con los superiores.”

Yo vestía un traje gris (que me había comprado en Nueva York poco antes de regresar al Ecuador), con zapatos negros brillantemente lustrados, camisa blanca y corbata azul, con lo cual quería y creía lucir muy profesional en aquel día. Las oficinas de ARTHUR ANDERSEN & Co., estaban ubicadas en la parte oriental del tercer piso del edificio PYCCA, en la calle Boyacá, entre la Avenida Nueve de Octubre y la calle Vélez, junto a lo que entonces era el teatro Ponce. El área de la recepción, la sala de conferencias y la oficina del Senior de Auditoría estaban totalmente alfombradas con una alfombra azul oscuro, que le daba al lugar un carácter muy profesional, elegante pero austero.

La oficina de Pepe García que era de aproximadamente veinte metros cuadrados, estaba elegantemente decorada. Tenía un escritorio de madera lacada de color marrón claro y la silla donde Pepe se sentaba era de cuero con un espaldar alto de color negro. Habían dos sillas con descansa brazos, también de madera, frente al escritorio de Pepe. En una de ellas Pepe me pidió que me sentara una vez que habíamos entrado a su oficina. “Te tomas un café”, me preguntó Pepe y yo le indiqué que no, que prefería un vaso de agua. Después de unas pocas frases de cortesía, comenzó nuestra entrevista, que incluyó una introducción sobre nosotros.

Pepe era un CPA graduado en la Universidad de La Habana, en su nativa Cuba, en los primeros años de la década de los sesenta, mientras que su experiencia en Auditoría y Contabilidad Pública la había hecho enteramente en la oficina de la Firma en Miami. Pepe tenía 36 años, medía aproximadamente 1.80 ms. de estatura, tenía una nariz ligeramente grande, de piel blanca y pelo negro medio ondulado y con muestras de una temprana calvicie, era de vestir elegante y de sonrisa a flor de labios, y una persona que no bien conocerlo, inspiraba confianza.

“Debo admitir”, me dijo Pepe, “que he esperado este día con entusiasmo”, y agregó: “creo que me equivoqué al posponer hasta ahora esta cita, yo debí haberte contratado hace nueve meses, cuando recién llegaste de Nueva York, porque uno de los hombres que había contratado decidió irse antes de los tres meses, y por eso me has hecho falta”, y siguió hablando; “quiero que te incorpores a nuestro staff lo antes posible, mientras más pronto, mejor”, y concluyó diciendo “Bienvenido a nuestra Firma”.

Mientras Pepe hablaba, yo sentía como que estaba viviendo un sueño, cada palabra suya era como música a mis oídos, era como si estuviera en medio de una sinfonía que me transportaba muy lejos, elevándome a lo más alto de mis aspiraciones personales. No atinaba a encontrar las palabras más adecuadas para las circunstancias, estaba medio aturdido de la emoción. Finalmente, y antes de que Pepe empezara a creer que estaba entrevistando a un mudo, le dije: “Pepe, estoy enteramente a sus órdenes, pero deme diez días para entregar mis cosas en orden a mi empleador, y aquí estaré el diecinueve de enero a las nueve de la mañana”, y agregué; “gracias por su confianza, haré lo máximo que esté a mi alcance para no defraudarle”.

Mis responsabilidades, los programas de entrenamiento que la Firma ofrecía a su staff, mi remuneración y otros detalles inherentes a mi incorporación a la Firma, me los explicó Pepe durante el almuerzo al que me invitó ese día.

Nunca me he sentido más feliz que aquel día de enero de 1969. Llegué a mi casa y abrazando fuerte y largamente a mi madre le conté los detalles de lo que había pasado aquella mañana. Ella no cabía en su felicidad y me besó más que nunca, lo hizo como solía hacerlo cuando yo era un niño, como cuando yo era un pedacito de arcilla al que ella, como gran escultora, estaba dando forma cada día.

En mi próximo capitulo: EN LA PISTA Y LISTO PARA DESPEGAR

Tuesday, August 14, 2012

EL FIN DE UN SUEÑO Y EL COMIENZO DE OTRO

PUENTE DE BROOKLYN EN NYC

Esas fueron las horas más felices que pasé junto a Anita. En la noche del fin del año, volvimos a reunirnos en el mismo lugar y con la misma gente que estuvo la noche de la Navidad, pero esta vez ella empezó a hablar de matrimonio, y, a pesar de que no se arruinó la noche, no pudimos pasarla tan bien como la Noche Buena. Nunca más pudimos Anita y yo disfrutar, juntos, de una reunión familiar como la de la Navidad de 1967.
Tal como ocurrió en los últimos meses del año anterior, el Restaurant Canterbury siguió siendo mi segunda casa de martes a viernes. A las tres de la tarde, después de clases, tomaba el tren en la estación de Union Square y llegaba al restaurant antes de las 3:30 PM. Almorzaba y me ponía mi elegante uniforme de trabajo y empezaba a arreglar las mesas para la primera ronda de clientes que comenzaban a llegar pasadas las seis de la tarde. Muchas veces me quedaba tiempo para estudiar. Las horas mas atareadas eran entre las seis y media y las ocho y media de la noche, seguidas de una segunda ola, esta vez menos intensa, con clientes que llegaban a las nueve y media y se iban antes de las once, eran los que salían de los teatros y se servían una comida ligera (supper) y tomaban esta oportunidad para comentar sobre la obra de teatro que habían visto unos momentos antes. Pasadas las diez y media de la noche el restaurant quedaba vacío y nosotros podíamos irnos a los vestuarios a prepararnos para salir. Antes de las once y media de la noche llegaba a mi departamento, tomaba una ducha y me sentaba a ver por lo menos una parte del programa de Johnny Carson, y luego a estudiar hasta la 1:30 AM para dormir unas buenas seis horas y levantarme listo para ir a la universidad.
Anita y yo continuamos viéndonos, ella venía a verme casi todos los domingos y entonces íbamos al cine o visitábamos lugares de interés. A veces me visitaba los sábados, y entonces la visita era mas corta porque yo siempre debía trabajar a las cinco de la tarde. La llevaba entonces de regreso hasta el terminal de buses de la Octava Avenida y la calle 42 W y allí nos despedimos hasta el siguiente día. Los domingos la acompañaba siempre hasta su casa y yo regresaba a Nueva York entre las ocho y nueve de la noche.

EL PARQUE CENTRAL DE NUEVA YORK DESDE EL AIRE

Nuestra relación se estabilizó alrededor del entendimiento mutuo de nuestra disponibilidad de tiempo y la idea de que nuestro futuro dependía de que yo volviera al Ecuador, obtuviera un buen trabajo y mi situación económica se estabilizara primero, y luego se fortaleciera hasta el punto de ser sólida. Siempre fui transparente con ella, mi primera, inmediata y más importante meta era prepararme académicamente para el futuro, consolidar mis primeros logros en Nueva York, con lo cual aseguraríamos estabilidad económica y tranquilidad mental, sin lo cual la felicidad completa no tendría una base sólida. Ella parecía haber entendido todo esto muy bien, o al menos no trató más de cambiar mis prioridades.
Pero, complicando un poco el panorama hacia el futuro, mi situación migratoria me hacía vulnerable a la siempre latente posibilidad de que las autoridades de inmigración me mandaran a mi casa en Ecuador. Conseguí una prórroga de seis meses para mi visa de turista y con ella seguí trabajando y estudiando, no obstante que con la visa que tenía, ninguna de las dos cosas era legalmente permitida. Sin embargo, dado el bajísimo nivel de desocupación de entonces, tengo la impresión de que las autoridades migratorias se hacían un poco de la vista gorda, o no eran tan estrictas como lo son hoy, y, por lo tanto, había muchísima gente (miles como yo) que trabajaban y estudiaban sin el estatus legal adecuado y con relativa tranquilidad.
Seguí trabajando hasta el 10 de abril y estudié hasta terminar el ciclo de invierno, a fines de marzo de 1968. Los tres semestres que estudié en NSSR fueron un fundamento grande y muy valioso para mi posterior formación académica y profesional.
Ya había tomado la decisión de regresarme para reiniciar mis estudios en la Facultad de Economía de la Universidad de Guayaquil en el ciclo que comenzaba en mayo de ese año y así lo hice. El 12 de abril regresé a Guayaquil. Atrás quedaron Anita, Nueva York, la New School For Social Research y el Canterbury Restaurant; pero traje conmigo una enorme serie de recuerdos del tiempo que viví en la Gran Manzana, la “capital del Mundo”, incluyendo El Play Boy Club y sus conejitas, el Central Park y sus bellas rutas y lagos en medio de los árboles, las Naciones Unidas y su enorme restaurant, los diplomáticos discutiendo la Guerra de los Seis Días, el Club de las Nubes en el Chrysler Building, los trenes subterráneos, los túneles, los históricos puentes, la Estatua de la Libertad, y, desde luego, la gente que allí conocí y que me ayudó a ver el mundo desde una perspectiva diferente.
Jorge Alberto Terreros y Angelita, su esposa, los amigos que me ayudaron desde el primer día quedaron para siempre encasillados en un espacio especial de mis memorias, ellos me dieron todo lo que podían darme y mucho más, me enseñaron a vivir en un mundo distinto, totalmente nuevo y no necesariamente amigable; mi gran amigo y hermano de mis sobrinos Muñoz Romero, “el flaco” César Muñoz y su familia, quienes me hicieron sentir “en mi casa” cuando estaba muy lejos de mi casa, porque me dieron la amistad y el cariño que se siente genuino y se devuelve así mismo con calor humano y sinceridad.
Eran los tiempos de los hippies y de las protestas masivas contra la Guerra de Vietnam en las universidades de todos los Estados Unidos. En nuestra universidad esos movimientos sociales no pasaron inadvertidos. La cultura de la protesta, la rebeldía y la desobediencia habían crecido a enormes proporciones y había penetrado casi todas las universidades de los estados Unidos, las calles y los parques a través de toda la nación americana. Los hippies eran gente mayormente joven que había desarrollado una cultura de rechazo a las enseñanzas de sus mayores y expresaban abiertamente su rebeldía a través de su vestimenta extravagante, de sus gritos, de su falta de limpieza corporal, de su aversión profunda a las “reglas del establishment”. Los hombres no se afeitaban ni se cambiaban de ropa, las mujeres no se peinaban ni se maquillaban, y juntos salían a las calles y a los parques, pero especialmente a las cercanías de las universidades a gritar, a hacer plantones, a mostrar letreros de protesta contra la guerra, contra el gobierno y contra la sociedad tal cual como estaba organizada, y, a fumar mariguana y consumir varias clases de droga, incluyendo cocaína, LSD y morfina. Era la viva expresión de la anti-sociedad y su influencia en la juventud se extendía como un fuego sin control.
Para fines de 1967 y primeros meses de 1968, el Washington Square (o el parque George Washington) y el Greenwich Village y sus alrededores, localizados frente a la Universidad de Nueva York, y muy cerca de mi universidad, habían sido, casi literalmente “tomados” por los hippies y sus simpatizantes. Allí se podían ver, especialmente en las noches, grupos compactos de hippies, hombres y mujeres, con sus banjos, acordeones y tambores, celebrando juntos su juventud y fumando mariguana para refinarse. De 1960 hasta 1968, el número de personas en los Estados Unidos que consumían mariguana había crecido desde unas pocas decenas de miles, hasta más de diez millones. Yo no estuve exento de la tentación, aun cuando me detuve casi al momento mismo de probarla, una experiencia que la repetí ya de vuelta en Guayaquil. No me arrepiento de haberme rehusado a hacerlo. Creo que en definitiva, el haberlo hecho sólo prueba que dentro de mí siempre estuvieron las enseñanzas de mi madre y la fuerza de mi carácter que tiene el mismo origen.
A principios de enero de 1968 visité las oficinas de ARTHUR ANDERSEN & CO. (“AA&CO”), una de las cinco firmas de Contadores Públicos de los Estados Unidos y del mundo y probablemente la mas prestigiosa de ellas, para presentar una aplicación para trabajar en sus oficinas de Guayaquil, las que estaban a punto de abrirse por esos días. Dos meses después, a principios del mes de marzo, recibí una carta de ellos, llamándome e para una entrevista con su departamento de personal para el 24 de marzo. Acudí a la cita, y en ella, un profesional de apellido Brown me entrevistó por más de cuarenta minutos. Salí de esta entrevista muy optimista, primero porque pude conocer la clase de empresa que era AA&CO, y segundo porque me fue muy bien en la entrevista.
Esta fue la primera vez que pude, fuera de la universidad, poner a prueba a un alto nivel, mi inglés recientemente aprendido.

EL MALECON DE GUAYAQUIL POR LA NOCHE

Me sentí orgulloso de mi mismo y con mucha más confianza que nunca sobre lo que podía venir en el futuro para mí. Tres días después de esta entrevista recibí una carta de AA&CO para una nueva entrevista, esta vez para un desayuno con un socio y dos gerentes de la firma. Me fue excelente en esta entrevista, pude responder muy bien a cada pregunta de los entrevistadores y fue entonces que el socio, de apellido McAllister, me dijo que se habían comunicado ya con el señor José García, el hombre que iba a estar a cargo de las oficinas de la Firma en Guayaquil y él había mostrado mucho interés en conocerme y entrevistarme, para, eventualmente ofrecerme una posición en su staff de auditoría, que para entonces sólo estaba en etapa de formación. La entrevista en Nueva York sólo debía ser considerada la antesala de la entrevista definitiva que debía realizarse en Guayaquil.

GUAYAQUIL, LA BELLA

Mi relación con Anita cambió radicalmente cuando a fines de marzo le hice saber que mi decisión irrevocable era regresar a Guayaquil a mediados de abril, después de terminar mi trimestre en la Universidad. Pese a que en muchas ocasiones discutimos el asunto y que ella parecía haberse hecho a la idea de mi regreso, no le gustó la idea de que me regresara tan pronto. Me acusó de haber estado jugando con ella y de que en el fondo nunca estuve interesado en una seria relación. Nada mas lejos de la verdad, pero me fue imposible convencerla. Desde luego, traté de calmarla, sin éxito.
Mi decisión era irrevocable, volvería al Ecuador y seguiría estudiando en la Facultad de Ciencias Económicas mientras esperaba mi oportunidad en AA&CO, nunca estuve más convencido de estar en lo correcto, aunque me dolía en el alma el tener que romper con la chica que amaba y con quien había tenido una hermosa relación de mas de tres años.
Nada fue suficiente para convencer a Anita de que no había estado jugando con ella, y por eso ella decidió que debíamos romper nuestra relación. Sin regresar a ver, y sin despedirse, descendió las escaleras de la estación del subway en la ruta al bus que la llevaría hasta Hackensack, N.J., donde ella vivía. No la volví a ver y no volví a saber de ella sino hasta muchos años después, cuando de vacaciones ella vino al Ecuador en el año 1977. Nos reunimos en un almuerzo para conversar y hablar sobre nuestras vidas, ella se había casado con un irlandés, de quien se había divorciado sólo un par de años después, tras una amarga experiencia. En su matrimonio ella había tenido una hija, en quien Anita había encontrado la razón de su vida, mientras que yo, que me había casado en 1973 con Fanny, la chica que finalmente escogí para ser mi compañera para el resto de mi vida, era muy feliz con mi familia, ya tenía a mis dos primeros hijos, era el VP ejecutivo de COFIEC, el banco industrial más grande del Ecuador, y simultáneamente era el Gerente de Northwest Ecuador Company, una compañía en proceso de liquidación.

En mi próximo capítulo: DE REGRESO EN GUAYAQUIL