Este blog es el vehiculo para contar mis recuerdos a mis hijos, a mis nietos, a mis familiares y mis amigos, para que ellos puedan unirse a mi mientras repito el viaje que por setenta años hice en la "montaña rusa" pasando por los valles profundos de la mas grande probreza, hasta las alturas de la realización personal, pasando por por las suaves praderas de la felicidad de tener una familia maravillosa, unos nietos adorables y amigos entrañables. Bienvenidos a este viaje
Thursday, October 7, 2010
A GUAYAQUIL EN EL TREN
EL TREN, LA ESPINA DORSAL DEL ECUADOR EN LOS 50'S
A la una y veinticinco minutos abordamos el tren. Mi mamá y yo lo hicimos en un coche “de primera”, mientras mi padre, para ahorrar algo en el pasaje, lo hacía en uno “de segunda”. Nuestro coche era de color rojo, con techo negro, era de unos veinte metros de largo por tres de ancho. En la parte de afuera del coche se podía leer en letras mayúsculas: FERROCARRILES ECUATORIANOS, y en una segunda línea y con caracteres muy, muy grandes G & Q. Nuestro coche parecía una inmensa casa, adentro estaban unos cómodos asientos de cuero, de color marrón. Mi madre y yo nos sentamos juntos y yo empecé a pensar que este era el asiento más cómodo que jamás había yo usado; mis piernas quedaron colgando del asiento y yo aproveché para moverlas hacia arriba y hacia abajo, jugando con ellas hasta que el pito del tren nos anunció su partida. De pronto se oyó un largo pito del tren, e inmediatamente me sentí que este se movía, primero lentamente y luego el chaca, chaca, chaca se empezó a acelerar hasta tomar una velocidad que yo jamás había imaginado, de pronto sentí algo de vértigo, de temor a la velocidad, pero mi mamá me calmó, “mijito, este tren es muy seguro”, me dijo, "siéntate y disfruta de la vista a ambos lados de nuestro coche".
Yo no lo podía creer, estaba viviendo un sueño, me levanté del asiento y me acerqué a la ventana, para mirar cómo, raudos pasaban en dirección contraria los árboles y los postes de las líneas del telégrafo. Mi mamá me trató de explicar que sólo era una ilusión óptica, que los árboles y los postes no se movían, que se quedaban en su sitio y que sólo el tren se movía. Pero yo no lo entendí, seguía con mi vista a los postes y los árboles que se alejaban velozmente y al regresar la vista, veía que atrás les seguían más árboles y mas postes en un desfile interminable en dirección contraria a la que llevaba el tren en el que viajábamos nosotros.
Menos de dos minutos después paramos en la primera estación, Lolita, donde el tren sólo paró dos minutos para reabastecerse de agua y volvió a partir, raudo en su ruta a Guayaquil. La siguiente parada fue en Barraganetal, un pueblito de no más de veinte casas de lado y lado de los rieles, por unos segundos subieron los vendedores a ofrecer “bollos de maduro”. Algunos pasajeros los compraron y empezaron a comerlos. El bollo consistía de una masa de plátano maduro cocido al vapor con panela y canela, de color café oscuro y envuelta en una hoja de plátanos. La emoción que sentía por el viaje me hizo que no sintiera deseos de comer este criollísimo “plato”.
Seguimos nuestro viaje y parábamos en cada estación por tres o cuatro minutos, excepto en San Carlos, la estación donde se ubicaba el ingenio azucarero más grande del país, y donde había una fila de casas de lado y lado, todas del mismo color amarillo con techos de zinc, con zócalos y ventanas pintados de rojo. Aquí la parada fue de cinco minutos. Luego vino la estación de Naranjito, nada novedoso, excepto su nombre. Después de Naranjito vino la estación más grande en la ruta a Guayaquil, era Milagro, el cantón Milagro, la ciudad de la que yo había oído hablar mucho a mi padre, era una ciudad grande, muy grande, pensé que era unas cien veces más grande que Pallatanga. Allí la parada fue de unos diez minutos, allí subieron las vendedoras de piñas que con su acento fuertemente serrano en alta voz ofrecían “un par de piñas”, y, por supuesto, también ofrecían tajadas de piña fresca. Mi madre compró dos tajadas que nos comimos en menos de un minuto, y compró además dos pares de enormes piñas, las más grandes que yo había visto en mi vida, esto para llevar a Letty mi hermana mayor, pues llegaríamos a su casa en apenas unas dos horas más. Letty, para mi era casi una extraña. Casi no la conocía, pues se había casado y dejado nuestra casa antes de yo haber nacido. Ella venía, sin embargo en los inviernos a Pallatanga una vez al año, a visitarnos y se quedaba unas dos o tres semanas a la vez.
No dejaron de fascinarme en el camino los árboles y los postes que a la misma velocidad del tren corrían en sentido contrario a este. Seguía intrigado por el destino de aquellos árboles y aquellos postes, no cabía en mi mente que ellos estuvieran estáticos, mis ojos no me podían engañar…
Por fin, cuando eran las cinco y media de la tarde, llegamos a la última estación del tren, en Durán, una pequeña ciudad ferroviaria que estaba a la orilla del gran Rio Guayas, el más grande de todos los ríos del Ecuador. Debíamos desembarcar y pasar a bordo de un inmenso barco, el Galápagos, que hacía la travesía del río para llegar finalmente a Guayaquil, cuando un rojo sol allá, lejos, hacia el occidente seguía alumbrando la tarde y el día empezaba a dar paso a la noche y las luces de la “gran ciudad” empezaban a encenderse.
EL TREN, ABASTECIENDOSE DE AGUA, CERCA DE BUCAY
Eran demasiadas emociones en un solo día, habíamos empezado nuestro viaje hace casi catorce horas y yo estaba muy cansado, pero aún así, la vista del río, del inmenso río, del río que yo lo veía tan grande que parecía el mar, si, esta era la más grande de las emociones, era aún más grande que la de subirme al tren. Subirme a un barco!, jamás lo había hecho, nunca me imaginé siquiera lo que era un barco, una masa inmensa de metal y de madera, que se desplazaba rauda sobre el agua llevando mucha carga y muchos pasajeros y que se acercaba rápidamente a las luces de la gran ciudad. Mi imaginación volaba, en mi cabeza no cabían tantas emociones, en veinte minutos de navegación llegamos a Guayaquil, a la bulliciosa Guayaquil, a la que tenía luces a lo largo de todas sus calles, que mostraba luces de colores con letreros de neón que se prendían y apagaban, con nombres totalmente nuevos para mí. En sus calles habían muchos automóviles, un vehículo que yo no había visto nunca antes, también habían carretas de ruedas muy grandes haladas por caballos, de vendedores que gritaban ofreciendo sus productos. Sentí calor, estaba sudando, pero debo haber tenido mis ojos brillando de la emoción, fue el día más largo de mi vida, y el más emocionante también…
GUAYAQUIL- EL CERRO, COMO SE VEÍA DESDE EL GALAPAGOS, AL LLEGAR EN EL TREN A DURAN
Nunca pensé que después de pocos años, Guayaquil se convertiría en mi ciudad, la ciudad que más he amado en mi vida, la ciudad donde crecí, donde me eduqué, donde sufrí y fui feliz, donde fui a la universidad, donde me hice un profesional en la teoría y en la práctica, donde me casé y tuve mis dos primeros hijos, donde cuando muera quiero que mis restos reposen, junto a los de mis padres, cerca, muy cerca del Río Guayas y del Estero Salado, del Cerro Santana, del cerro del Carmen, de la Rotonda, de mi casa, de mi jardín, de mi club y, de mis amigos…
En mi próximo capítulo: PERDIDO EN LA GRAN CIUDAD
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