Este blog es el vehiculo para contar mis recuerdos a mis hijos, a mis nietos, a mis familiares y mis amigos, para que ellos puedan unirse a mi mientras repito el viaje que por setenta años hice en la "montaña rusa" pasando por los valles profundos de la mas grande probreza, hasta las alturas de la realización personal, pasando por por las suaves praderas de la felicidad de tener una familia maravillosa, unos nietos adorables y amigos entrañables. Bienvenidos a este viaje
Monday, November 14, 2011
EL VIAJE EN TREN A GUAYAQUIL
EL TREN SALE DE RIOBAMBA.
AL FONDO EL CHIMBORAZO
CUBIERTO DE NIEVE
No, ese día no iba a poder volar, ni lejos ni alto como yo hubiera querido para huir de mi temor y de mi angustia, en su lugar, yo tenía que abordar el tren que a las siete en punto de la mañana partía para Guayaquil.
El tren salió de su estación a la hora prevista, anunciando su partida con ruidosos pitos. Empezó su rápida subida desde los 2,750 metros sobre el nivel del mar de Riobamba y halado por una poderosa locomotora de color negro, raudo subía las arrugadas montañas de Los Andes desafiando las distancias, las curvas, la altura, los vientos y el frío hasta llegar al punto más alto en la estación de Palmira a 3,700 metros sobre el nivel del mar, para luego empezar su descenso hasta el llano costeño y llegar a su destino después de diez horas de viaje.
Yo viajaba en un amplio coche rojo de primera clase, con asientos grandes y cómodos, con ventanas amplias, donde apenas se sentía el intenso frío de la Sierra, que en las mañanas baja hasta muy cerca de cero grados. El tren mixto (de carga y pasajeros, sólo se detenía por pocos minutos en las estaciones pequeñas de Cajabamba, Columbe (donde se quedaron dos compañeros del Seminario, Boanerges Mejía y Ángel Yánez), Guamote y Palmira para permitir la subida de pasajeros y carga.
SERPENTEANDO POR LA SIERRA
EL TREN EN SU RUTA A GUAYAQUIL
Desde las ventanas del tren, se podía divisar a ambos lados de la ruta, y a la distancia, esparcidas en el campo, las chozas de los indios que habitaban estas regiones de la patria, pequeñas, pobres, mas bien paupérrimas, construidas con adobe sobre un piso de tierra y con techo de paja, transpirando el humo de sus cocinas de leña donde la madre se ocupaba, entre otras tareas, de preparar los alimentos para su familia
Mientras el tren ascendía hacia lo mas alto de la ruta, mis pensamientos estaban en otro lado, no podía evitarlo, me concentraba en pensar en qué es lo que pasaría cuando yo llegue a Guayaquil y les comunique a mis padres la noticia de que no podría volver al Seminario. Yo solo podía ver a través de las ventanas del coche en que viajaba, a lo lejos, las inmensas montañas de los imponentes Andes, y muy cerca, sólo los postes del telégrafo que raudos pasaban en la dirección contraria a la del tren, mientras este aceleraba, produciendo un acompasado crujir de sus ruedas al deslizarse sobre los rieles de la extensa vía metálica. De vez en cuando miraba a través de la ventana de mi asiento y podía ver, también a lo lejos, los dorados campos cultivados en las laderas de los cerros aledaños a la ruta, y me complacía ver como el trabajo fecundo de los hombres que vivían en esas montañas estaba a punto de dar sus frutos, pero era difícil saber para quien, porque en esas montañas vivían los indios, indios que cultivaban la tierra para el patrón y que por su trabajo sólo recibían solo migajas que apenas les servían para sobrevivir.
Las paradas del tren por unos pocos minutos en cada pequeña estación en su ruta hacia la costa me permitían ver brevemente a la gente que vivía en esos diminutos y casi olvidados pueblitos enclavados en las montañas a lo largo de la ruta. Sus habitantes eran mayoritariamente indios de caras grises, curtidas por el frio y por el viento, vistiendo ropas de múltiples colores; los hombres casi siempre con pesados ponchos de lana rojos, puestos encima de camisas de color blanco oscurecido por la suciedad y el tiempo; pantalones de una tela de color casi café oscurecido también por el uso y el tiempo; sombreros duros, de color gris oscuro, hechos de lana que alguna vez deben haber sido de color crema, y calzando alpargatas de cabuya.
Las mujeres casi invariablemente lucían sus largas trenzas de pelo negro, y colgando de sus cuellos, lucían muchos brillosos collares de concha y perla que hacían juego con los grandes pendientes que colgaban de sus orejas; usaban camisas de manga larga de color blanco bordadas de colores y gruesas polleras de lana (de los borregos que ellas mismo cuidaban en el páramo), de colores encendidos, especialmente rojo, verde y azul, y bordadas hacia la parte inferior con varias hileras de adornos de otros colores también encendidos. Abultando sus polleras de lana podía notarse que debajo llevaban varias capas de otras polleras para protegerse del frio; calzaban alpargatas de cabuya y un sombrero de alas muy pequeñas de color negro. Muchas de estas mujeres llevaban en sus espaldas, atados con sus chalinas de color también encendido, a sus pequeños hijos lactantes, que parecían ya haber empezado el temprano entrenamiento para la vida en los páramos y que permanecían dormidos o silenciosos, aparentemente cómodos, abrigados por el calor humano de la espalda de sus madres. Las mujeres casi siempre iban acompañadas de dos o tres niños, algunos muy pequeños y otros de entre seis y ocho años que vestían de forma muy similar a la de sus padres o madres. Pequeñas diferencias en el vestir (principalmente en la combinación de colores de sus ropas) podían notarse entre los indios de uno y otro pueblo, pero sus costumbres eran similares cuando el tren paraba en su estación.
Tan pronto como el tren paraba, mujeres y niños indios se subían a los coches y voceaban su mercadería que casi siempre era algún tipo de comida. Ofrecían desde cerdo hornado, acompañado de papas cocidas, refrito de pan con cebolla y lechuga salada; hasta habas cocidas, canelazos (para el frio) o simplemente café o agua de canela caliente. Vendían, a precios irrisorios lo poco que podían ofrecer y eso les permitía ganarse unos centavos que de alguna manera servían para aliviar su pobreza mientras calmaban el hambre de los pasajeros.
Para mí, sin embargo, ellos no tenían este dia nada que ofrecerme, o mejor dicho nada en lo cual me pudiera interesar, yo estaba inmerso en mi propio mundo de ansiedad, de angustia, casi de desesperación, pensando en lo que me iba a pasar dentro de unas horas, cuando al llegar a Guayaquil y cara a cara con mis padres tenga que contarles la mala noticia. Por otro lado, mi reserva de diez sucres que tenía en el bolsillo debía administrarla con mucho cuidado, por eso, ignoré a los vendedores que subían al tren voceando sus ofertas en alta voz.
No obstante mi estado de ánimo, intermitentemente pude pensar que esos cuatro o cinco minutos que el tren paraba en cada estación en su viaje de ida y vuelta a Guayaquil eran la “ventana de oportunidad” para esta pobre gente, eran los minutos que les permitían ganarse unos pocos centavos en su mundo de otro modo indiferente, aislado, pobre, duro, frio y solitario.
Después de parar muy brevemente en las estaciones de Cajabamba, Columbe y Guamote, seguimos viajando en ese gigantesco gusano que se deslizaba raudo por su ruta de hierro, no pude evitar pensar en lo gigantesco de la obra del ferrocarril, en ese milagro de la ingeniería moderna, que permitía unir en pocas horas la Sierra con la Costa, un camino que a nuestros antepasados podría haberles tomado más de dos semanas de duro viaje en caballos y mulas, un camino infestado de peligros, de enfermedades, de riesgos y penurias. Un camino que muy pocos, pero bravos viajeros, principalmente los casi heroicos arrieros, se atrevían a desafiar y casi siempre a vencer.
Al llegar a la estación de Palmira el punto más alto de la ruta, un pueblito casi abandonado, en medio del frío y el viento del páramo, con apenas unos doscientos habitantes viviendo en unas cuarenta casitas muy pobres hechas de adobe y con el techo de paja (paja de ese su eterno páramo, que paradójicamente les llenaba de frio, pero que con su paja les proveía abrigo para su casa), alineadas a ambos lados de la vía férrea, en lo más alto y frío de la ruta. Allí, tan pronto se detuvo el tren, algunos niños con sus ponchos se subieron a los coches en que viajábamos, ofreciéndonos habas tiernas calientitas, producto de su tierra, mientras algunas mujeres ofrecían canelazos a los adultos.
LA PODEROSA LOCOMOTORA
QUE HALABA EL TREN DESDE
RIOBAMBA HASTA BUCAY
Cinco minutos después, inmediatamente luego del ruidoso pito de la locomotora, retomamos nuestro viaje, esta vez empezando el descenso hacia los llanos costeños. Después de alrededor de media hora, llegamos a la estación de Alausí, un pintoresco pueblo donde las casitas construidas en suaves laderas cultivadas que daban el aspecto de una alfombra multicolor, empezaban a mostrar, que íbamos bajando en dirección a La Costa.
ALAUSI, UN PINTORESCO
PUEBLO EN LA RUTA DEL
TREN A GUAYAQUIL
El páramo y su intenso frio habían quedado atrás. Vendedoras de humitas y tamales invadieron nuestro coche, permitiendo a sus pasajeros degustar las delicias de los bocados ofrecidos. La gente en Alausí ya no vestía ponchos o si lo hacían, estos eran más livianos y de colores combinados menos intensos, signo de que la temperatura ambiental era más moderada. Muchas de las casitas en las calles de este pueblo eran de madera, con oxidados techos de zinc, signo inequívoco de que nos íbamos acercando a La Costa. Después de alrededor de diez minutos, siempre con su estruendoso pito, el tren nos anunciaba que seguiríamos avanzando en nuestra ruta a Guayaquil.
El tren siguió descendiendo rápidamente y al hacerlo, después de cerca de unos veinte minutos llegamos a “La Nariz del Diablo”, una verdadera joya de la ingeniería de ferrocarriles (entonces y hasta ahora), un segmento de la línea férrea que en perfecto doble zigzag desciende unos quinientos metros de montaña hacia el lecho del rio Chan Chan y la estación de Tixan, mientras avanza sólo unos cuantos metros en la ruta hacia el llano, descendiendo por una impresionantemente vertical y sólida roca gris que detuvo la construcción de la vía por varios años.
EL TREN ENTRANDO AL ZIG
ZAG DE LA NARIZ DEL DIABLO
La construcción de esta obra requirió, no sólo del ingenio, la experiencia y la pericia de los técnicos anglo-americanos encargados de ella, sino también de mucha mano de obra importada desde Jamaica, desde donde vinieron muchos cientos de trabajadores afro-jamaiquinos, que dejaron hasta sus vidas en medio de este inhóspito sitio donde la tuberculosis, el paludismo y la fiebre amarilla diezmaban inmisericordes a los trabajadores inmigrantes. Este segmento de la línea férrea fue posible construir gracias no sólo a la gran imaginación de los ingenieros que concibieron la idea, que hicieron sus planos, los cálculos matemáticos y la supervisión de la obra, sino que también requirió de una cantidad de enorme de recursos financieros, pero más aun, se tomó la sangre, el sudor, las lágrimas y hasta la vida de cientos de hombres cuyos nombres jamás los conoceremos.
Pero el resultado fue monumental y valió la pena, este era el obstáculo más grande para la conclusión de la vía férrea, esa vía cuyo propósito era la unión de la Sierra con La Costa, para que los ecuatorianos costeños pudieran subir a La Sierra y comunicarse mejor y más frecuentemente con los ecuatorianos serranos, para que lenta pero consistentemente los hombre y mujeres de todo el Ecuador pudieran sentirse parte de un todo muy diverso pero propio, para que todos, serranos y costeños pudiéramos disfrutar de nuestra casa grande y hermosa, El Ecuador.
El proceso de integración del Ecuador como la patria de costeños y serranos realmente comienza cuando se termina la obra de La Nariz del Diablo, es allí cuando nace el proceso que ha tomado muchas décadas pero que consistentemente se ha ido consolidando hasta llegar a nuestros días, cuando la televisión, la moderna prensa, el internet y la radio nos permiten estar unidos al instante y pensar como ciudadanos de una misma nación, como hombres y mujeres con un mismo camino y un mismo destino. Ya no vemos a los costeños y a los serranos como individuos extraños que se desconfían mutuamente, sino como hombres y mujeres con costumbres y hasta hablar diferentes, pero con ambiciones y metas comunes.
Al concluir la faraónica obra de “la Nariz del Diablo”; comienza una intensa corriente de migración interna que trae a La Costa a miles y miles de serranos, para acelerar su proceso de creación de riqueza, para enriquecer sus almas y sus vidas con el cruce de su sangre de sus costumbres y su cultura. Esa es la más grande herencia del ferrocarril que llegó a Riobamba en 1905 y a Quito en 1912, y de “La Nariz del Diablo” que terminó de construirse en 1903.
Mientras tanto, soledad, impotencia, miedo, ansiedad, angustia y desesperación eran los sentimientos que me invadían durante mi viaje en el tren, y esos mismos sentimientos probablemente eran los que tenían los desafortunados hombres afro-jamaiquinos mientras trabajaban en condiciones subhumanas por un mísero salario en la construcción de la ruta de hierro en La Nariz del Diablo y veían a sus compañeros agonizar y morir, lejos de su patria y de su familia.
Yo, mientras tanto, aun con temor, pero sabía que estaba viajando hacia mi familia, hacia mi madre, a quien tanto quería y por quien era tan bien correspondido
En mi próximo capítulo: PORQUE TENIA TANTO MIEDO DE ENCONTARME CON MIS PADRES
Wednesday, November 2, 2011
COMO LLEVO LA NOTICIA A MIS PADRES
Las últimas palabras del padre José María González de Rivera han resonado siempre en mis oídos y continúan haciéndolo más de cincuenta y cinco años después de que fueron pronunciadas, y le doy gracias a mi Dios porque se convirtieron en una profecía. Dios ha bendecido siempre lo que yo he hecho, me ha bendecido en mi trabajo, me ha bendecido dándome una mujer y una familia admirables, me ha bendecido dándome los medios y la capacidad para ser un hombre honorable, solidario, responsable, competente y gracias a ello me ha dado una lluvia permanente de amigos, que es la riqueza mas importante que he tenido en mi vida. Gracias Padre González por sus palabras y su profecía.
Salí de la oficina del padre González profundamente confundido, más que eso, preocupado, y tal vez más aun, tenía un miedo terrible, a pesar de que en ese momento no había alcanzado a ver todas las implicaciones que esta conversación iba a tener para el resto de mi vida. Yo era demasiado joven para entender todo eso, yo solo estaba seguro de que en ese momento estaba dando mis últimos pasos en el colegio al que amaba tanto y que yo estaba entrando en un nuevo y crucial punto de mi vida. Sabía que yo estaba definitiva e irreversiblemente fuera del Seminario. Sabía también que mis padres no iban a poder pagarme un colegio comparable en ninguna parte.
Nunca se me ocurrió que yo no fuera un niño con suficiente “piedad o vocación sacerdotal”, a esa edad, yo no entendía los conceptos de “ser piadoso”, “libre pensador” o de “pensar dentro de los límites admisibles”, mientras lo que si era claro para mi es que yo amaba mi colegio, me gustaba y disfrutaba casi todo lo que teníamos en él, la educación, las clases de idiomas, jugar al futbol (sobre todas las cosas), el basquetbol, la excelente comida, las excursiones de fin de semana, la lectura diaria de los cuentos de los hermanos Grimm durante las comidas, etc., etc. Simplemente yo NO estaba preparado para aceptar que todo eso iba a dejar de ser parte de mi vida. Derrepente me sentí lleno de miedo, casi con pánico, como cayendo en picada desde una gran altura, como si estuviera subido a una montaña rusa casi vertical, corriendo a gran velocidad, con mis ojos tapados y en medio de la noche, sin nadie que estuviera controlando la situación.
Cuando llegué al dormitorio me comencé a preguntar “¿tengo, o tuve alguna vez, la vocación para ser un sacerdote?”, “¨que mismo es la vocación sacerdotal?”, honestamente yo no tenía, y por tanto no encontraba, las respuestas a mis propias preguntas, pero lo peor de todo era que yo no entendía nada de esto. Si ser un buen estudiante, con calificaciones brillantes y buena conducta, sintiéndome feliz en el colegio Seminario no es suficiente, entonces, por el amor de Dios, ¿Qué es suficiente? Simplemente yo no tenía los argumentos con los que pudiera rebatir al padre González, por lo tanto, yo debía aceptar que NO podía retornar al colegio que tanto amaba y que en poco mas de un año y medio se había convertido en parte esencial de mi vida.
Lo que si sabía era que mi vida iba a sufrir un cambio dramático. Viniendo como venía, de una familia muy humilde y sin recursos económicos, no había forma de que en ella se consiguieran los medios para ponerme en un colegio comparable al Seminario, y lo más probable es que yo tendría que ir a parar en algún colegio público como aquel en el que comencé mi primer año de secundaria en Guayaquil.
Los colegios públicos en esa época (tal como ocurre hoy), eran aquellos a los que la gente sin recursos enviaba a sus hijos a educarse porque no tenía otra alternativa. La educación no era mala, pero era definitivamente de menor calidad de la que se podía conseguir en colegios particulares, especialmente religiosos. La situación es aún peor en estos días porque desde hace algunas décadas, un sindicato de profesores controlado por dirigentes de tendencia comunista Maoista, controla y maneja la educación pública, negándose a cualquier forma de evaluación de su desempeño por parte del gobierno o de los padres de familia. Todo intento de parte de los quince últimos gobiernos del Ecuador durante los últimos cincuenta años por quitarle el control de la educación a este sindicato ha fracasado rotundamente, con el resultado obvio de una educación crecientemente deficiente para la juventud pobre del país.
Pero la pregunta que me atormentaba esa noche era; ¿cómo iba yo a comunicar a mis padres el mensaje del padre González?; ¿lo entenderían?, ¿se enfadarían conmigo?; me harían responsable por no haber podido seguir adelante con su sueño de tener un hijo sacerdote? Todo el viaje de doce horas en el tren hacia Guayaquil, que solía ser una de las cosas mas lindas de mi año escolar, iba a estar lleno de esos pensamientos sombríos.
Me fui a mi cama con una serie de sentimientos contradictorios; sí, me estaba yendo de vacaciones, pero no, no retornaría a mi amado colegio, al lugar donde había vivido mas de un año y medio y había disfrutado los meses más felices de mi corta vida de estudiante.
Empaqué mis pocas cosas en mi pequeña maleta de madera para mi viaje a Guayaquil, donde mi mamá y mi papá estarían esperándome al final del siguiente día. Niño al fin, no tardé en quedarme dormido a eso de las nueve y media de la noche, pues debían despertarme a las cinco de la mañana para poder tomar el tren mixto con dirección a Guayaquil, que salía de Riobamba a las siete de la mañana.
En la mañana siguiente, un taxi vino a recoger a otros tres estudiantes y a mí, quienes debíamos viajar en el mismo tren, tres se quedarían en estaciones de la ruta a Guayaquil, mientras yo debía desembarcar al final de la misma a eso de las siete de la noche. Nos despedimos de aquellos compañeros que estaban despiertos y salimos hacia la estación del tren. El tiempo estaba algo mas frío que de costumbre, y a las seis y quince de la mañana, pudimos ver que a pesar del frío, algunos niños empezaban ya a hacer volar sus cometas en las casi desoladas y polvorientas calles de Riobamba. Volar cometas era el deporte favorito de los niños en esta época del año, cuando los vientos son fuertes y las frágiles cometas vuelan más alto y más lejos. De pronto sentí ganas de subirme a una cometa y volar lejos, muy lejos...
Saturday, October 22, 2011
MI VIDA CAMBIA DE RUTA
Las risas y el júbilo de los chicos que estaban a punto de salir de vacaciones después de un año de clases podían oírse a la distancia a través de los pasillos del enorme edificio, viniendo principalmente desde el comedor, en esta noche previa al día de partir hacia nuestras casas para las vacaciones de verano.
El edificio del colegio estaba situado al tope de una pequeña colina, en la salida sur de la ciudad de Riobamba, a muy poca distancia de la prisión donde 15 años antes, mi padre había sido injustamente encarcelado antes de ser declarado inocente y puesto en libertad incondicional.
La oficina del padre González era de unos treinta metros cuadrados, con amplias ventanas mirando hacia la ciudad por un lado y hacia el patio del colegio por el otro, pero esta vez, no se podían ver las luces de la ciudad porque las gruesas cortinas estaban cerradas. La oficina estaba sobriamente decorada con un gran cuadro de la Virgen Dolorosa, patrona del colegio, colocado en la pared de atrás del escritorio del padre González, y un cuadro del mismo tamaño con la foto de Monseñor Proaño en la pared del lado derecho del escritorio principal. Una foto (del mismo tamaño) del papa Pio XII, el jefe espiritual de los quinientos millones fieles de la Iglesia Católica colgaba de la pared a la izquierda del escritorio del padre González.
González siempre me pareció una persona impresionante y un excelente profesor. Siempre tuve una química especial con él, además, él era admirado y respetado (y en cierta forma hasta temido) por sus colegas profesores. Sus métodos de enseñanza eran muy académicos y efectivos y transmitía sus conocimientos con sabiduría y métodos didácticos, pero todos teníamos la impresión de que su temperamento fuerte podía explotar en cualquier momento, pudiendo con eso paralizar todo el colegio.
González siempre vestía su larga sotana negra de “un millón de botones” siempre con una camisa blanca de mangas largas perfectamente planchada debajo de la sotana y un collar de plata que sostenía un dorado crucifijo de una cuarta de largo colgando de su cuello, que a menudo lo sobaba con los dedos de su mano izquierda mientras entraba despacio pero firme a sus clases de idiomas y de Religión. González siempre calzaba zapatos que parecían estar recién betunados. Esta era una de las características más distintivas para un hombre que en general parecía ceñirse a las reglas más estrictas de conducta social, religiosa, académica y del buen vestir
“Por favor, entra y siéntate Rafael”, dijo el padre González cuando yo tímidamente toqué la puerta de su oficina. Tan pronto entré, el se levantó y cerró la oficina para evitar interrupciones. “Siéntate aquí, frente a mi”, continuó el padre González, y me hizo sentar en una silla tan alta que mis piernas quedaron colgando a veinte centímetros del piso. Medio intimidado, me agarré a los brazos de la silla casi como cuando uno va a comenzar una corrida en una montaña rusa en la oscuridad.
“Necesito hablar contigo ahora”, dijo, y añadió, “ no puedo continuar demorando más esta conversación, porque tu te vas mañana” y continuó diciendo, “no quería tener esta conversación contigo antes de hoy para no afectar tu desempeño en los exámenes finales” y continuó hablando así: “te ruego que no tengas en cuenta mi posición en el colegio, porque quiero tener una conversación franca y amistosa contigo como si fuéramos iguales, de hombre a hombre”, mientras en lo que parecía una gran contradicción, él se sentaba en su gran silla de rector y yo estaba sentado frente a él en lo que parecía la silla de los acusados. Me empezaron a dar escalofríos mientras todo sonaba muy raro para mí, como que algo muy serio iba a ser dicho;
González debe haber notado que me estaba poniendo más nervioso mientras él hacía su discurso introductorio, así que el empezó a tratar de calmarme poniéndose de pié y caminando alrededor de su escritorio poniendo sus manos sobre mis hombros mientras pasaba detrás mío; luego me entregó uno de los deliciosos chocolates suizos que él guardaba en su escritorio, uno de esos que él sacaba de vez en cuando para su deleite y que nunca compartía con nadie.
De pronto, después de que él tomó un profundo respiro, él comenzó preguntándome si yo había disfrutado del colegio, si estaba contento de que el año lectivo se acababa y de que me había ganado el más alto premio académico del año “el que te lo mereciste, sin lugar a dudas”. Contesté todas sus preguntas de una vez diciéndole que “si, padre, estoy muy contento” y añadí; mis padres van a estar muy orgullosos conmigo, tal como yo lo estoy con ellos”, agregando; “en estos tres meses de vacaciones, yo trataré de hacer muchas cosas, primero, iré a Guayaquil por una semana, luego iré a Pallatanga, donde ayudaré a mi madre en su panadería, me encanta hacerlo”; y continué; “ayudaré a mi padre en sus cosechas del maíz, montaré a caballo con mi hermano, mis primos y mis amigos, y, por supuesto, visitaré y jugaré con mis amigos de la escuela y mis parientes, usted sabe padre” dije mientras trataba de sonar sereno en un ambiente en el que algo olía mal, lo podía sentir, mientras estaba a punto de oírlo también
“Desde luego”, dijo el padre González y agregó; “Rafael, tu sabes lo mucho que apreciamos tu desempeño académico, no hay ninguna duda de que tu eres nuestro mejor estudiante, pero”, y paró por un momento para seguir; “la razón por la que quiero hablar contigo esta noche es que, a pesar de que tu has sobrepasado en mucho las expectativas académicas del colegio, siento mucho el tener que comunicarte que hemos decidido pedirte que NO regreses a nuestro colegio el próximo año”. González no me miraba a los ojos, obviamente él se sentía muy incómodo haciendo lo que estaba haciendo y diciendo lo que estaba diciendo, podía ver en sus ojos que él hubiera preferido no hacerlo. Se detuvo por cerca de un minuto y agregó; “tu sabes, Rafael, este es un Seminario, una escuela para formar futuros sacerdotes, ministros disciplinados de la Iglesia que serán los encargados de conducir las almas y los corazones de la gente bajo normas estrictas de piedad y obediencia”, y continuó diciendo “yo se que tu serás bueno en cualquier cosa que decidas hacer en la vida, no tengo ninguna duda al respecto, pero lo que es más”, agregó; “se que serás un hombre exitoso, y que formarás una familia feliz” y luego siguió; “pero por seguro sabemos que no vas a ser un buen sacerdote, un humilde pastor de almas, así que, por favor. Diles a tus padres que la beca que te hemos dado por los dos últimos años no será renovada y que por tanto ellos deben buscarte otro colegio para el próximo año”
Súbitamente sentí que escalofríos y una fiebre alta invadían todo mi cuerpo, sentí que un millón de diminutas hormigas caminaban sobre mi cabeza y se deslizaban hacia todo mi cuerpo. Sentí como que el edificio del colegio se derrumbaba sobre mi cuerpo y que no podía moverme. No sabía qué decir ni que hacer, y sin embargo pude articular dos palabras que salieron mas de mi estómago que de mi cerebro; “por qué?”.
El sacerdote obviamente se sentía muy incómodo mientras cumplía su deber y contestaba mi pregunta en una ceremoniosa y calmada manera: “estamos seguros, Rafael que tu no vas a comprenderme ahora, tampoco lo hizo la mayoría de nuestro grupo de profesores, pero estamos seguros de que eventualmente tu lo comprenderás, y cuando lo hagas, estamos seguros que estarás de acuerdo, y tal vez hasta nos agradezcas por lo que estamos haciendo ahora”.
González se detuvo por un momento y luego continuó, “Rafael, tu eres demasiado libre pensador, con alguna frecuencia tu tiendes a hacer comentarios y hacer preguntas que se salen de los límites de lo que es aceptable en una escuela religiosa como la nuestra”. Tenemos temor de que tu libre manera de pensar pudiera regarse hacia los otros estudiantes y destruir el concepto de obediencia ciega que estamos tratando de enseñar a nuestros estudiantes aquí.”, y agregó “mas que nada, Rafael, Yo creo (esta es la primera vez que hablaba en primera persona) que tu no tienes las condiciones de piedad requeridas para ser un sacerdote”. “En resumen”, agregó, "ni el obispo ni yo creemos que tienes la vocación sacerdotal requerida para continuar en este colegio, y, tu sabes que aquí educamos chicos para convertirse en sacerdotes que luego saldrán a predicar la palabra de Dios a la gente, el evangelio de humildad, de obediencia ciega a los mandatos de Dios y de su Iglesia”
Una vez que dijo lo que tenía que decir, González pareció sentirse aliviado, pero se veía muy triste y no quería prolongar lo que probablemente fue un momento muy penoso para el. Se levantó de su silla, se acercó a mi y muy tiernamente me dijo algo así; “que Dios Todopoderoso y nuestra patrona, Su Madre María, te bendigan siempre y bendigan cualquier cosa que tu hagas en la vida”, y casi susurrando a mi oído agregó; “Buena suerte Rafael, te voy a extrañar mucho y todos los profesores te van a extrañar, lo mismo que tus compañeros”, y sus palabras finales fueron; “te deseo lo mejor en la vida Rafael, adiós y que Dios Nuestro Señor te bendiga siempre”.
Tuesday, October 11, 2011
UN FIN INESPERADO
Julio de 1956
En los primeros días de Julio de 1956 yo recién había cumplido 14 años y completado el segundo año de colegio secundario en el Seminario Menor La Dolorosa de Riobamba, una pequeña ciudad de treinta mil habitantes en la Sierra del Ecuador. Aquí, estudiantes secundarios católicos cuidadosamente escogidos por la jerarquía eclesiástica, eran preparados durante seis años para ser enviados al Seminario Mayor San José en Quito, donde finalmente se ordenarían como sacerdotes católicos.
Nuestro colegio era el sueño hecho realidad para el obispo Leonidas Proaño, un respetable y respetado obispo, cuyas ideas controversiales acerca del rol de la iglesia en la sociedad eran consideradas por mucha gente en la clase dirigente del país como una seria amenaza para La Patria y sus instituciones
Las ideas de Proaño estaban influenciadas en gran medida por las del obispo brasileño Elder Camara, fundador de la llamada Doctrina Social de la Iglesia, quien sostenía que el rol de la Iglesia no debe limitarse a salvar almas para el cielo, sino que debía ser más proactivo en la formación de un nuevo tipo de individuo para la sociedad. Camara sostenía que la Iglesia debería tomar un rol de liderazgo para no solo evangelizar a la gente, sino formar líderes que eventualmente ayudarían en el cambio hacia una sociedad más justa y equitativa. Proaño, igual que Camara, creía firmemente en la capacidad de la iglesia para liderar un movimiento de cambio en la sociedad ecuatoriana, un cambio que introdujera la justicia para los pobres, y en particular para los indios nativos de la serranía ecuatoriana.
Proaño estaba especialmente preocupado por los millones de indios que vivían en condiciones infrahumanas en las más lejanas, más frías, más altas y más duras regiones de la Sierra del Ecuador, a donde fueron arrinconados, primero por los conquistadores españoles y luego por los terratenientes criollos, herederos de los primeros, para que pudieran servir como esclavos a los intereses de sus patrones. Fue para ir en esa dirección que Proaño fundó y dirigió el sistema de Escuelas Radiofónicas, cuyo principal propósito fue el de alfabetizar y evangelizar a los indios a través de mensajes que les dejaran saber que ellos no eran solamente bestias de trabajo como habían sido tratados por siglos, sino que eran seres humanos con iguales derechos y obligaciones que sus patrones blancos. Como parte de ese su visionario macro proyecto social, el obispo Proaño creó el Seminario Menor La Dolorosa, la escuela que debía convertirse en la Joya de la Corona de su diócesis.
En la tarde de este soleado día de la segunda semana de Julio de 1956, la ceremonia formal del cierre del año lectivo tenía lugar en el amplio y bien iluminado salón de actos de nuestro colegio, donde las imágenes de la Madre Dolorosa, patrona del colegio, de su prima Santa Isabel y de los doce apóstoles, colgaban de tres de las cuatro grandes paredes. Un crucifijo de un metro de alto colgaba de la pared detrás de la mesa directiva. El rector del Seminario y sus profesores formaban la mesa directiva. Varios discursos se habían dado ya deseándonos buena suerte, lindas vacaciones y pronto regreso, y comenzaban ya a entregarse las medallas y diplomas a algunos estudiantes por su aprovechamiento en el estudio y por sus aptitudes deportivas.
Yo estaba sentado en la segunda fila del auditorio, casi completamente abstraído de lo que ocurría en aquel gran salón, estaba soñando despierto, imaginándome la cara feliz de mi mamá cuando yo llegara a nuestra casa para unas nuevas vacaciones de tres meses, cuando derrepente fui llamado por mi nombre desde la mesa directiva. Los compañeros que estaban sentados junto a mí, me despertaron para que saliera a recibir mis dos premios; uno por mejor estudiante de idiomas, y otro como el mejor estudiante de mi curso por el año lectivo 1955-1956.
La audiencia aplaudía con entusiasmo mientras el rector del colegio y los otros profesores me abrazaban y me felicitaban por mis premios. Me sentí muy emocionado y feliz, pero a la vez me sentí un tanto desilusionado porque no recibí ninguno de los premios otorgados a los mejores deportistas del colegio. Una vez mas sentí envidia hacia mi amigo Ricardo Estrada, quien se ganó el premio al mejor deportista por su desempeño en futbol, voleibol y basquetbol durante el año lectivo que se acababa. El era un gran atleta y yo lo admiraba (y sanamente le envidiaba) por eso. Nunca he vuelto a ver ni a saber de la vida de Ricardo. Es como si la tierra se lo hubiera tragado para siempre después de aquel día de Julio de 1956.
Cuando eran alrededor de las siete de aquella noche muy fría, de luna llena y con fuerte viento en Riobamba, ciudad que está a casi tres mil metros de altura, la ceremonia de clausura del año lectivo llegó a su fin y los corredores quedaron casi vacíos pues la gran mayoría de los estudiantes se dirigieron al comedor. Yo caminaba despacio hacia el comedor que quedaba a unos treinta metros de distancia, retomando mi sueño despierto del que fui abruptamente interrumpido momentos atrás para recibir mis premios académicos, cuando fui nuevamente interrumpido. Esta vez no eran mis compañeros los que me despertaron, era el padre González, el rector del colegio.
González estaba entonces en sus tempranos cincuentas, era de tés muy blanca, siempre perfectamente afeitado, de cabeza muy grande y cara redonda, casi roja, con su pelo negro comenzando a mostrar aéreas grises en las sienes, mientras empezaba a perder cabello en la parte superior de su cabeza, hacia el lado de la corona. Este impresionante sacerdote de un metro ochenta y 240 libras de peso, nacido en España y educado en Francia, siguiendo los más tradicionales códigos de educación religiosa dictados por la Iglesia Católica Romana. Tenía las mejores credenciales académicas y nunca se quedaba corto en decirlo. El había sido especialmente importado desde España para hacer de nuestro Seminario el mejor del país, tal como lo deseaba el Obispo Leonidas Proaño. González estaba encargado de hacer realidad esos deseos del Obispo y estaba decidido a conseguirlo.
“Rafael, necesito hablar contigo, por favor ven a mi oficina después de la cena” me dijo el padre Superior, mientras posaba su enorme mano sobre mis hombros por uno o dos segundos, y luego siguió su camino hacia el segundo piso del enorme edificio de tres pisos, donde estaba su oficina. El edificio había sido planeado para ser ocupado por doscientos estudiantes, pero en este, su segundo año después de inaugurado sólo lo ocupábamos 40 estudiantes, así que gran parte del edificio estaba desocupado y en los pasillos del segundo piso se escuchaba retumbar el eco de los pasos a una distancia de unos treinta metros.
Era casi inexplicable, después de recibir mis premios yo debía estar muy contento, pero no lo estaba, no comí muy bien mi cena, y, siguiendo las instrucciones del padre González, fui hacia su oficina, pensando por un lado que tal vez él continuaría con sus alabanzas a mi desempeño escolar, e, inocente yo, tal vez me daría algún dinero (que yo lo necesitaba mucho), como un premio adicional por mi desempeño académico. Pero algo me decía que su deseo de hablar conmigo a solas, en su oficina, podría traerme sorpresas desagradables. Era sólo algo así como una premonición sin fundamento, y me empecé a poner nervioso.
En mi próximo capítulo: MI VIDA CAMBIA DE RUTA